Presagios oníricos, Carlos Alberto Gamissans_Zaragoza
Historia finalista Premio Energheia España 2020.
La primera vez que tuvo un sueño premonitorio no le dio importancia. Le habría parecido una casualidad divertida de no ser por lo desagradable del suceso en cuestión. Soñó que, al día siguiente, la grúa se iba a llevar el coche de su empresa por dejarlo cinco minutos aparcado en un área reservada a paralíticos. En el momento de estacionar dudó por un momento. Sin embargo, decidió ignorar la premonición. Él nunca había creído en esas cosas. No solía recordar sus sueños y, de todas maneras, no les prestaba atención. ¿Cómo iba a hacerlo? El despertador sonaba pronto y no permitía demoras. Debía emprender un recorrido comercial en el vehículo de su compañía, especializada en la venta de seguros a domicilio. Un trabajo ingrato para la mayoría, pero al que se había acostumbrado sin sobresaltos.
El incidente de la grúa le costó una buena reprimenda. Pero el jefe estaba conforme con sus resultados y su actitud infatigable, de modo que no se cebó con él. Un despiste lo tiene cualquiera. La empresa corrió con los gastos y, a la noche siguiente, durmió con placidez. Soñó que le robaban la cartera en la calle. Sucedió al mediodía, cuando regresaba a la oficina después de las primeras visitas. Un tipo se detuvo para preguntarle la dirección de una calle, levantó su brazo para indicarle el camino y el ladrón lo aprovechó para birlarle la cartera, que sobresalía levemente en el bolsillo de la chaqueta.
El comercial quedó bastante impresionado por lo acontecido. Durante dos noches consecutivas, sus sueños (que recordaba con absoluta claridad) le habían presagiado sucesos lamentables y no había tomado ninguna precaución para evitarlos. Se prometió que no cometería el mismo error por tercera vez. Aunque se resistía a admitir el carácter profético de sus sueños, no podía negar la puntualidad con que habían predicho el futuro. Se acostó intranquilo y le costó dormirse, temeroso de recibir nuevos mensajes oníricos que le enturbiaran el fin de semana.
Para su desgracia, sus miedos no tardaron en confirmarse. Desde hacía un año y medio se veía con una mujer, también comercial, con la que compartía una manera similar de ver el mundo. Si bien no se habían establecido como pareja estable, y ambos tenían ya claro a su mediana edad que no querían hijos y que preferían vivir solos, su relación iba más allá del placer. Además de amantes, se habían convertido en grandes amigos. Se desternillaban con chistes de comercial incomprensibles para el resto de mortales, viajaban al extranjero cuando sus calendarios y sus irregulares ingresos lo permitían y hacían lo posible por verse al menos un par de veces al mes, pues poco a poco la presencia de la otra persona se había vuelto casi imprescindible para sobrellevar el tedio y las frustraciones de la vida.
Este fin de semana habían logrado quedar después de quince días sin verse, en los que se habían extrañado más de lo que desearían reconocer. Él ardía en deseos de contarle su extraña experiencia onírica. Confiaba en que ella sabría desdramatizar la situación, que se reirían de ella mientras tomaban unas copas y que acabaría quedándose a dormir en su casa.
Su encuentro estaba previsto en un restaurante a las afueras de la ciudad. Sin embargo, nada más despertarse supo que no se atrevería a acudir a la cita. Había soñado que, de camino al restaurante, sufría un accidente de tráfico que lo obligaba a pasar la noche en el hospital. Muy alterado, intentó tranquilizarse y examinar sus opciones. Podría tratar de llegar en transporte público, aunque era muy inconveniente, o anular la reserva y proponer una cita en el centro. ¿Pero qué le garantizaba que el accidente no se produciría, aun en distintas circunstancias? No podía regresar al sueño e interrogarle sobre las condiciones necesarias para su cumplimiento.
Lo único seguro era no salir de casa en todo el día. Así un accidente resultaría inimaginable. Tuvo que inventar una excusa peregrina, un mal de fiebres para cancelar el anhelado encuentro. No escatimó en disculpas para que ella no imaginase que le faltaban ganas de verla. Estuvo a punto de decirle que la quería y que la echaba mucho de menos, pero se contuvo. Esa clase de efusiones no ayudaban a disminuir su dolor; si acaso lo acrecentaban.
Pasó el resto del día consultando webs sobre sueños. ¿Cómo interpretar sus mensajes? ¿Qué significados deparaban sus símbolos? Lo peor era que los suyos se cumplían de forma exacta, como si fuesen su adivinador personal o su cruel oráculo nocturno. Nada de lo que leyó le hizo sentirse mejor. Se acostó pronto, pero pasó la noche en vela. Advertía que la escala de las desgracias iba en ascenso. Primero un percance en el trabajo, resuelto sin consecuencias; luego la pérdida de un importante objeto personal; después el accidente. ¿Qué sería lo próximo? ¿Acaso su propio entierro?
El domingo se calmó un poco y trató de ver las cosas en perspectiva. Para empezar, solo dos noches entre miles se habían convertido en proféticos sus sueños. Quizá su temor era exagerado. Y, además, bastaba con alterar los planes para evitar sus efectos. En realidad, los avisos resultaban muy útiles. Mejor saber o intuir con antelación que las carreteras se mostrarían peligrosas antes que coger el coche a lo loco. Ahora veía claro que debería haber quedado con su amante. Tal vez no en el restaurante, para mayor tranquilidad; pero con cambiar el lugar hubiera sido suficiente. De hecho la llamó y pudo persuadirla de que viniera el próximo fin de semana a su casa, prometiéndole que cocinaría su receta favorita.
A pesar de sus esfuerzos por convencerse y del cansancio acumulado, le costó conciliar el sueño. Lo logró tarde y con la traicionera ayuda del alcohol, que le pasó factura por la mañana con un persistente dolor de cabeza. No tuvo pesadillas que recordar, pero eso no le alivió. Temía haber soñado una desgracia y no retenerla en su memoria, lo que la convertiría en inevitable. Anduvo todo el día con pies de plomo, conduciendo a escasa velocidad y retrasándose en sus visitas. No logró ningún progreso y llegó a su domicilio presa del desánimo.
La noche siguiente no pudo dormir. No quería añadir el alcoholismo a sus problemas, así que resistió la tentación de beber hasta caer redondo. Pero la falta de sueño le afectaba en su trabajo. Llevaba demasiado tiempo sin conseguir nuevos clientes y, para colmo de males, dos de ellos habían renunciado al seguro, a pesar de los argumentos (y hasta súplicas) con que trató de convencerlos. El jefe le llamó la atención por su bajada de rendimiento. Le preguntó con amabilidad si le ocurría algo, ya que en la oficina no había pasado inadvertido su estrés contagioso, ni sus ojeras. Por supuesto, no le explicó el motivo de sus penurias. ¿Quién iba a creerle?
El resto de la semana alternó noches de insomnio con otras de sueño ligero, sin recuerdos al despertar. Su mayor esperanza de recuperación consistía en hablar con su amante. El viernes se acostó de buen humor, ante la perspectiva de verla al día siguiente. Con ella sí tenía confianza para contarle sus tribulaciones. De alguna manera, se había convencido de que el simple hecho de verbalizarlas podría causar que desapareciesen.
La ilusión se desvaneció con una contundencia cruel. Sus pesadillas parecían complacerse en aniquilar todas sus expectativas. Soñó que su amiga, después de probar la dorada que pensaba cocinar, le diría que lo dejaba para siempre, pues había conocido a otro amante que le daba más satisfacción. Se despertó envuelto en sudores gélidos, con dificultades para respirar. Al principio pensó en plantar cara a sus pesadillas. Al fin y al cabo, ¿qué le aseguraba su realización? ¿Por qué tenía que creer en ellas como si fuesen la verdad revelada? Pero entonces (solo entonces) empezó a detectar signos de un decaimiento progresivo en la pasión de la mujer. A medida que él se enganchaba más a su presencia, a ella le resultaba menos placentera. Hacía dos meses que no pasaban la noche juntos, y no recordaba ninguna inflexión de tristeza en su voz cuando le anunció que no podía acudir a la cita en el restaurante. Por desgracia, no era inverosímil que el sueño se convirtiera de nuevo en realidad.
Lo único que se le ocurrió fue que debía ganar tiempo hasta encontrar una solución o, al menos, una explicación. Otra vez llamó por teléfono, otra vez pidió disculpas por anular el encuentro y otra vez no notó una inflexión en su voz (si acaso, un hastío pobremente disimulado). Acudió a una vidente y a un hipnotizador, que solo le devolvieron palabras huecas y exclamaciones de asombro, pues consideraban su desgracia como una especie de don. Intentó dirigir sus sueños. Pensó en su madre: tocó objetos que fueron suyos, visitó viejos álbumes familiares antes de acostarse. Le hubiera bastado un sueño incumplido para recuperar su recelo por lo sobrenatural. Su madre había fallecido diez años antes, así que una charla o cualquier interacción con ella estaban descartadas. Aunque hasta de eso había comenzado a dudar…
Durante la semana siguiente no experimentó premoniciones oníricas. Vivía, no obstante, con miedo a las noches y a las desdichas que pudieran traer. Por el momento no se atrevía a concertar una nueva cita. Se iba aislando de todo y de todos, como si temiera que su maldición se contagiara por el aire. Incluso con los clientes se mostraba más cortante, perdida ya la confianza en sus recursos de vendedor. El fracaso lo daba por descontado al oír la voz antipática que le respondía por el telefonillo o ver la cara que a regañadientes le abría la puerta. Él, que siempre se había caracterizado por su tenacidad, a quien los malos modos y las reiteradas negativas jamás habían achantado, acudía ahora sin fe a la oficina o al coche de la empresa.
Acababa de meterse en la cama con el malhumor más afilado que nunca cuando recibió una llamada de su amante. Le decía que lo sentía mucho, pero que creía que era mejor que dejaran de verse. Al menos de momento, puntualizaba como si él fuese un paquete cuyo envío se podía cancelar en cualquier instante. Montó en cólera, sin dar tiempo a explicaciones. La acusó de tener otro amante, como si se tratara de su católica esposa. Ella lo negó. No puedes engañarme, le gritó, lo sé todo: lo he visto en mis sueños. Al fin se lo había contado.
La cólera duró poco más que la llamada. Enseguida le sobrevino una honda capa de tristeza, que llegó para instalarse en él a tiempo completo. El sueño, una vez más, daba en la clave. No encontraba ningún consuelo. Ni siquiera parecía percatarse de que, en realidad, no se había cumplido. No hubo cena con dorada, ni le habló de otro amante más satisfactorio. Quizá solo estaba cansada de sus continuos abandonos, de las súbitas cancelaciones de encuentros que también para ella resultaban muy necesarios y gratificantes. Incluso, si hubiera gritado menos y escuchado más, habría detectado en su voz una inflexión de tristeza.
Bajó al supermercado y compró una botella de licor; no para dormir, sino para olvidar. El efecto fue un sueño largo y profundo, aunque no reparador. Cuando estaba a punto de terminar, la premonición retornó para asestarle un último golpe. El jefe lo llamaba a su despacho, le enseñaba la hora y repasaba su desastroso historial de ventas. Queda usted despedido hoy mismo. No hace falta que vuelva.