Mentiras piadosas, Celia de Aldama, Madrid
Ganador Premio Energheia España 2021
Irrumpiste en nuestra vida una tarde clara y ventosa como esta. Yo volvía del colegio enfundada en mi anorak azul, con la mochila llena de libros colgada del hombro, y tú esperabas frente al portal con una maleta gris a los pies. O por lo menos así es como lo recuerdo yo ahora. No me fijé en ti hasta que te
agachaste a mi altura de niña de once años para preguntarme con un hilo de voz: «Hola Carmencita, ¿sabes quién soy?». Entre indiferente y desconfiaba te miré de reojo, apresurándome en sacar las llaves del bolsillo. No, no tenía ni idea de quién eras. Lo que sí sabía era lo que no tenía que hacer por nada del
mundo; las niñas teníamos terminantemente prohibido hablar con extraños, en especial si nos abordaban por la calle y estábamos solas.
«Soy Curro, tu abuelo» dijiste pausadamente, pero sin mirarme a los ojos.
Aunque por la delicadeza de tus gestos no parecías el hombre del saco, intuía que no debía fiarme de las apariencias así que permanecí callada, obediente. Quizás, mientras giraba con impaciencia y sin éxito la llave en la cerradura pensara en la abuela Evelina, que cada mes de junio aterrizaba en Madrid puntual y pizpireta; al terminar el colegio, los nietos esperábamos con ansia el regreso de la nonna porque con ella llegaban i pici al ragú, la briscola y las palabras nuevas de su idioma cantarín. Diamine, perdinci y bubbolare eran mis favoritas. Como de año en año se volvía más bajita y oronda, papá la llamaba gnocchetta –por su semejanza con esas bolitas de patata que preparaba en nuestra cocina– y sus risas retumbaban alegremente por toda la casa. La abuela Evelina no se parecía en nada a ti, que eras alto y espigado, tenías una voz grave y hablabas castellano. Entonces, tras descartar cualquier posible parentesco entre vosotros y sin darte la oportunidad de añadir una palabra más, giré la llave con fuerza, empujé la reja y logré escabullirme detrás de ella como una lagartija en su escondrijo. «Me diste con la puerta en las narices, Carmencita» me reprocharías medio en broma medio en serio muchos
años después.
Al rato, un murmullo de pasos en el rellano. Yo asomada por la ranura de mi habitación entreabierta: la cabeza ladeada, el cuerpo en tensión, el estómago en un nudo. Ahí estabais los tres; mamá con un cigarrillo sin encender en la boca, papá con su habitual aire ensimismado y tú –¿mi abuelo? – con los ojos clavados en el suelo y las manos cruzadas detrás de la espalda. Estabais callados. Mi recuerdo dibuja ese silencio como una cuerda en tensión, despellejada y a punto de romperse. Sin ni siquiera pasar por mi cuarto, os dirigisteis al salón y cerrasteis la puerta detrás de vosotros. De golpe, el calor
en la nuca y la rabia envolviendo todo mi cuerpo. Siempre igual: incluida o excluida de lo que sucedía a mi alrededor en función de un criterio que caía desde muy arriba hasta aplastarme con su insoportable peso. Era mayor para estudiar y hacer los deberes yo solita, mayor para poner la mesa y ordenar mi
cuarto, mayor para cuidar a los primos cuando papá y mamá salían de noche, pero demasiado pequeña para enterarme de lo que tramaban los mayores.
De puntillas, caminé hasta la habitación contigua y me apoyé de costado en la pared: un frío cosquilleo dentro de la oreja, algunas palabras sueltas, frases que solo distinguía a medias por más que apretara la cabeza contra el rugoso muro. En casa no, imposible, no puede ser, repetía mamá; entiendo hija, buscaré algo, no te preocupes, respondías tú en voz baja. Y entre medias, dificultando la escucha, el carraspeo de papá, una especie de tic gutural con el que suscribía cada una de las regañinas familiares. Muchos años después, el esquema seguiría siendo el mismo: las reprimendas de mamá acompasadas por la sinfonía flemática de mi padre. Al cabo de un rato largo, volvisteis al silencio; era el momento de deslizarme hasta mi cuarto y finalizar el espionaje.
De un momento a otro, las reglas de la casa habían quedado patas arriba; si mamá era tu hija, ¿porqué te regañaba? Y si tú eras mi abuelo y no estabas muerto, ¿por qué hasta ahora nadie me había hablado de ti? Por aquel entonces, ya había aprendido a reconocer las señales de color amarillo fosforito que relampagueaban en los ojos de papá cuando alguien se acercaba demasiado a un argumento espinoso. En mi casa, la muerte era uno de ellos, quizás el más intocable. A los difuntos hay que dejarlos tranquilos para que descansen en paz. Yo no entendía que tenía que ver la paz en todo eso, pero era una niña bastante obediente y callaba. Nunca lo pregunté abiertamente, pero durante años supuse que estabas muerto y que, por tanto, no debía nombrarte ni dentro ni fuera de casa. Aquella noche, papá entró en mi cuarto y con la mirada esquiva me contó que acababas de regresar de un viaje muy largo por Oriente y que te quedarías un tiempo con nosotros. Eso fue todo. No hubo turno de preguntas ante su exótico y parco relato. Tendría que esperar muchos años hasta entender que esa fue la primera de las tantas veces en que me daría de bruces contra el muro altísimo, oscuro e impenetrable que separaba dos universos. El de los adultos. Y el de los niños.
A la mañana siguiente, al despertarme, te encontré desayunando en la cocina. Sumergías un trozo de pan duro con aceite en un vaso de leche mientras ojeabas el periódico, pasando las páginas de atrás hacia adelante.
Seguramente ambas me parecieran ideas nefastas. Te pregunté si era un desayuno oriental, me miraste un tanto extrañado y te volviste a concentrar en tus zabullidas. De un día para otro, y sin que mi opinión mereciera ninguna atención, pasamos de ser tres a ser cuatro. Cuatro platos en la mesa, cuatro cepillos de dientes, cuatro pares de pantuflas, cuatro juegos de llaves. Cuatro torpes cuerpos dentro de una casa pequeña. Te instalaste en la habitación del fondo entre un montón de trastos que fuiste apilando en un rincón. Con el tiempo, papá te abrió un hueco en su armario, te arregló la mesita de noche y –seguramente a espaldas de mamá– guardó tu maleta en el trastero. Los diez días se convirtieron en diez años durante los que mis privilegios como nieta aumentaron notablemente. De un día para otro, pasé de tener un abuelo a tener dos, una versión veraniega y otra invernal. Poco antes de la visita anual de la nonna, recogías tus escasas pertenencias para desaparecer con sigilo hasta que el calor menguaba y daba paso al otoño. Cuando alguien me preguntaba que cómo eran mis abuelos, solía responderle que estacionales.
Esos años con nosotros no te bastaron para limar asperezas con la abuela que seguía llegando con la puntualidad del verano y con una sola pero innegociable condición: no encontrarse contigo. A pesar del fuego cruzado, tú y yo nos caímos bien. Con el tiempo, nació una inesperada forma de complicidad,
moldeada en aquellos intervalos en que papá y mamá nos dejaban solos y hacíamos de su casa nuestro reino.
«Carmencita, deja ya de estudiar y ven aquí a hablar con tu abuelo».
«Niña, abrígate que vamos a damos un paseo. Hay que comprar unos geranios para el balcón. Tus padres lo tienen hecho una porquería».
«Niña, ¿te apetece un chocolate para merendar? ¿Y una tarde de carboncillos y acuarelas?».
De vez en cuando, aparecías en mi cuarto con algunas fotografías entre las manos. Te sentabas en el borde la cama, encendías el flexo e ibas sacando una a una del manojo apretado. Con el brazo en tensión las movías por el aire de arriba abajo, de izquierda a derecha, y colocándolas a distintas alturas, achinabas los ojos y tratabas de enfocar las sombras que se perfilaban en el papel. Entre esas siluetas en blanco y negro aparecían distintas versiones tuyas. Tú recién nacido junto a tus padres, tú de la mano de la nodriza que te amamantó, tú en medio de siete hermanos, tú en la orilla de una playa abrazado a un calamar gigante, tú con un uniforme de soldado, tú con tus pinceles bajo una carpa militar, tú y la abuela recién casados, la abuela y tú en un coche descapotable, mamá en una cuna envuelta en lazos rosas, los tres junto a la torre de Pisa. Tú, de nuevo, rodeado de hombres fumando, tú con un traje de lino en La Habana, tú bajando por las escaleras de un avión de hélice.
Tú en Hamburgo. Tú en Roma. Tú en París. «Y a todos estos viajes, ¿iba la abuela contigo?» te pregunté en una ocasión. «No, no venía» me respondiste serio. – ¿Por qué, abuelo?
– Eran otros tiempos, antes las cosas eran distintas.
– ¿Distintas cómo?
A menudo, recuerdo el interminable y blanco silencio que abrían en ti mis preguntas. Entonces, la curiosidad me arrastraba –sí, he de admitir que lo hice más de una vez– hasta la carpeta de tu mesita de noche donde guardabas otro ramillete de fotos. Fisgonear entre tus cosas me producía un placer culpable.
Con dieciséis años ya no era una niña obediente e ingenua sino una adolescente dispuesta a trasgredir todas las normas. Durante esas incursiones, el corazón me latía tan deprisa y con tanta fuerza que parecía aumentar de tamaño, trepar por mi garganta y asomarse con sus ventrículos a mi boca. Con
las manos temblorosas pasaba una por una esas fotografías en color donde se perdía el rastro de mamá y de la abuela. En su lugar, siempre el mismo hombre alto, de rasgos finos y perfilado bigote. Cuando le pregunté a mamá por él, bajó la mirada y me respondió que no tenía ni idea, que debía de tratarse de un
buen amigo de Curro. Sus palabras, desde luego, no debieron de sonar muy convincentes porque a partir de entonces cesaron mis preguntas y, con ellas, todas las labores detectivescas en tu habitación.
Pocos años después, te fuiste. A papá y mamá no les quedó otra alternativa que enterrarte aquí, junto a la abuela. Sí, lo sé, quizás no fuera la mejor idea, pero en el más allá los precios deben estar por las nubes. Me entra la risa al pensar en el grito de la pobre nonna sintiendo la tierra removerse bajo el golpe
sordo de las palas, viéndote bajar encorvado y viejo hacia esas profundidades.
Cuando vengo de visita os imagino allí abajo, espalda contra espalda, las rodillas dobladas y el ceño bien fruncido. Dos cuerpos sin escapatoria. De vez en cuando, y con intención de ayudaros a enterrar el hacha de guerra, os traigo flores –margaritas para Evelina y claveles para ti– y al dejarlas sobre la lápida aprovecho para agacharme hasta colocar mi oreja sobre la piedra fría. Cuando el viento cesa, logro distinguir algunos de vuestros murmullos y, a veces, incluso alguna que otra obcecada mentira piadosa.