La última salida de Dulce Lorenzo, Cynthia Fernandez, Gijon
Mención Premio Energheia España 2021
Mi abuela se esfumó una mañana sin dejar rastro. Bueno sí, nos dejó una nota arrugada e imprecisa:
Limones, Calabacín, Leche. Volveré. Tengo que hacer una cosa.
Así, sin más. Podría haber ido a por el pan o a recoger un paquete en Correos, pero al caer la tarde, aún no había regresado. Hicimos guardia aquella noche y las siguientes; incluso pegamos carteles en los postes de la luz y en los escaparates de las fruterías con su fotografía. Fue entonces cuando descubrí que su nombre completo era Aldonza Lorenzo, aunque todos la llamaban Dulce. No era la única cosa que desconocía.
Ella misma alimentaba ese misterio aficionada como era a inventar historias. O, mejor dicho, recolectaba detalles de los argumentos de sus películas favoritas que luego hacía pasar por anécdotas de su propia vida. Como aquello de que su padre había sido abogado, y de los buenos, me contaba, y su vida resultaba sospechosamente parecida a la de Atticus Finch, el personaje de “Matar a un ruiseñor”. Nadie le prestaba atención.
Todavía tardaría unos años en descubrir que, en realidad, mi bisabuelo, camionero de profesión, había terminado en la cárcel por matar a un hombre en un bar.
Ahora bien, algunas historias, si os soy sincera, no sé de dónde las sacaba. Cuando ella empezaba aquella famosa frase “La abuela quería ir a Tennesse”, mis primos ponían los ojos en blanco y, acto seguido, se dejaban caer sobre el sofá, con la cabeza boca abajo.
Y no les culpo. ¿A quién se le ocurre contar esa historia a unos niños pequeños? Al final todos se morían. En el cuento, me refiero. Todos. Pero no eran las muertes épicas de las tragedias de Shakespeare, no, aquí les disparaban a bocajarro y se quedaban los cuerpos ahí tirados, en la cuneta. Mientras mis primos se hurgaban la nariz, distraídos, yo escuchaba con los ojos muy abiertos, horrorizada.
¿Quién le había contado aquella historia y las demás? ¿Dónde las había escuchado?
No había libros, ni revistas, ni folletos del supermercado en casa.
Sin embargo, su pasión por Estados Unidos no era nueva. Prueba de ello era aquel tapiz enorme que colgaba sobre el recibidor con las caras de los hermanos Kennedy.
Pasé años convencida de que aquellos hombres no eran más que unos parientes lejanos.
La noche de su desaparición me mudé a su dormitorio. Estaba tendida en la cama, pero mi mente vagaba por las aceras de una ciudad desconocida y brillante. Entre aquella multitud de gente, olisqueo el aire y percibo el olor a jabón de Lagarto de mi abuela.
Estiro el brazo para alcanzarla y, sin querer, mi mano roza el poster que cuelga en la pared. Escarlata O’ Hara se balancea sobre mi cabeza, dejando al descubierto un agujero. No era un agujero muy grande, tendría el tamaño de un puño, y escondía en su interior un fajo de cartas atadas con un cordel. Sus bordes se enroscaban hacia arriba, ennegrecidos.
‒ ¿Quién es Teresa?
Mi madre encendió la luz y con los ojos entreabiertos ojeó el fajo de cartas que acababa de entregarle.
‒ ¿Dónde has encontrado esto?
Le enseñé el agujero y el resto de cartas: una correspondencia que abarcaba más de quince años.
Teresa resultó ser una antigua vecina, recordó mi padre. Cuando se mudó a Madrid perdieron el contacto. O eso creían.
Los folios contenían cuentos manuscritos con una letra que iba creciendo a medida que pasaban los años, a medida que la vista de mi abuela menguaba. Porque sí, estaba perdiendo la vista, entre otras cosas que yo todavía ignoraba. No encontramos en aquellas cartas un plan de huida, ni siquiera una simple pista. Por suerte, mi abuela lo tenía todo previsto.
Primero llegó la postal. En la parte delantera había una fotografía de una araña gigante frente a un edificio de metal; cualquiera diría que se hubiera mudado a otra galaxia.
Pero no, me dijeron que aquello era Bilbao. Que no nos preocupáramos, escribía. Que la acompañaba una buena amiga. Que ya lo entenderíamos.
Y vaya si lo entendimos. Los periódicos derrocharon épica en sus titulares: “La abuela que cruzó la península para luchar por su pensión” o “La revolución que se gestó en un remoto pueblo de la Mancha”. Más tarde, en el telediario, La Plaza de Moyúa, frente al
Ayuntamiento de Bilbao, aparecía cubierta por un mosaico de paraguas y era difícil distinguir, entre aquel revoltijo de pancartas y brazos, la figura encorvada de mi abuela.
“Mi hijo está en el paro, confesó al periodista. Yo soy viuda”. Su voz temblaba. “No nos podemos quedar en el sofá.” Y agitó el dedo frente a la cámara.
Reconocí sus gafas oscuras, su pelo blanco y esponjoso como un merengue, pero me costaba creer que aquella mujer fuera mi abuela. Teresa la cubría con un paraguas transparente. Las dos llevaban puesto unos anoraks negros, como esas jubiladas aventureras, enfundadas en sus trajes de Gore-Tex, que recorren la Selva Negra o los fiordos de Noruega. Nunca se me había pasado por la cabeza que Dulce pudiera ser una de ellas. Mi padre se mordía las uñas, contrariado, o más bien, decepcionado.
Llegaron otras postales. La caravana de los abuelos, como la había bautizado la prensa, se dirigía ahora hacia Madrid, y en el buzón se acumulaban recuerdos de Burgos, Soria, Segovia. Mi padre, enojado con aquel viaje, quemó todas las cartas y cubrió el agujero con masilla y pintura blanca hasta que no quedó ningún rastro de Teresa en aquella casa. Había decidido que ella era la culpable del activismo de mi
abuela.
‒Teresa le ha llenado la cabeza de pájaros con sus historias. Y en mi mente dibujaba un nido que pudiera sostener aquellos pájaros. Mi padre continuó viendo aquel telediario y el siguiente; de hecho, se pasaba las noches frente al canal 24 horas, con los ojos desgastados y cada día más flaco. Mientras, mi madre resoplaba, gruñía, y emitía sonidos desafinados, sin atreverse siquiera a articular un mínimo reproche. Esa quietud te obliga a caminar de puntillas por la casa, a contener el aliento cada vez que sonaba el teléfono o el timbre de la puerta. El silencio no hace más que presagiar una catástrofe. Lo conozco, es el mismo silencio que precede a las tormentas. El cartero entregó la última postal con una imagen de La Puerta de Alcalá impresa en ella.
‒Que se va a Washington ‒ exclamó mi madre‒. A la marcha de las mujeres.
‒ Es una egoísta ‒ gritó mi padre al televisor, como si se encontrara allí dentro‒ ¿Por qué no nos dijo nada?
‒ ¿Acaso la hubieras escuchado?
Sus ojos centellearon.
Salí a la calle y el atolondrado sonar de las campanas ahogó la discusión que se asomaba ‒a ráfagas‒ a través de la ventana.
Las chicas saltaban desde el muro de piedra del Ayuntamiento. No era un muro muy alto, pero la caída les dejaba las rodillas peladas, con moratones que se perdían por debajo de la línea del calcetín. Era mi turno, así que solté las manos de la barandilla.
‒Tu abuela está perdida ‒ afirmó una‒ exhibiendo una sonrisa maliciosa.
‒Mi abuela está en Washington ‒ respondí.
‒Eres una mentirosa. Ni siquiera sabes dónde está eso.
‒Está tan loca como su abuela.
Pegué un salto y me di de bruces contra el suelo. Salí corriendo y no paré hasta llegar a casa, mareada y cubierta de barro. Mi madre estaba al teléfono.
‒Era Teresa. Han cambiado de idea: vuelven a casa.
Condujimos por una carretera estrecha y, a medida que nos acercábamos, el edificio iba emergiendo entre los árboles. El bosque se reflejaba en la enorme cristalera que cubría la fachada; habían conseguido camuflar la construcción entre el paisaje: un trampantojo.
En el jardín varios ancianos echaban la siesta, sentados en sus sillas de plástico, mientras otros vigilaban con interés las obras en el patio trasero.
En el centro del salón se encontraba mi abuela Dulce rodeada de unos cuantos residentes que escuchaba atentos sus historias. No había un alma en el recinto que no hubiera oído hablar de aquella vez que casi estuvieron a punto de viajar a EEUU para echar a Trump. En cuanto Teresa se unía a la función, adornaba el relato con una persecución policial por Barajas. En su versión, las dos se las arreglaban para esquivar a la policía montadas en uno de esos carritos de aeropuerto. El público aplaudía entusiasmado.
Mi padre escuchaba atónito, como si contemplara a aquella mujer por primera vez.
Todos lo hacíamos. Igual que aquellos hombres que confundieron una montaña con un volcán. Es algo muy habitual, le puede pasar a cualquiera. Al llegar arriba y asomarse a su centro, descubren una cavidad candente que atraviesa las entrañas. No han llegado a la cima. No existe una cumbre que alcanzar. Solo les queda contemplar cómo esa energía escondida hace vibrar las paredes en su salida a la superficie. Ignoraban la existencia de esa profundidad. Ignoraban que toda madre es un volcán.