Isabel, la mujer de mi vida, Angel M.Sancho, Madrid
Historia finalista Premio Energheia España 2021.
Sucede algo muy curioso cuando hablas de los confines del universo, cuando preguntas: ¿qué habrá en lo profundo de ese océano negro que se extiende más allá del cielo? Si le preguntas a la gente corriente, la mayoría responderán que el espacio es un abismo de unas dimensiones inimaginables y tomarán por certeza el hecho de que no estamos solos.
Sin embargo, te mirarán como si fueses un loco de esos que se envuelven la cabeza con papel plata y viven en una caravana en un lugar remoto del desierto de Arizona, si les preguntas si creen en Aliens, E.T.s o como quieras llamarlos. Eso solo son delirios de los guionistas de Hollywood, borrachos, drogadictos, despojos de la sociedad que solo sirven para escribir delirios febriles. En parte les comprendo, ¿quién en su sano juicio, da igual de la galaxia de la que provenga, querría venir a un
cuchitril como este planeta azul?
La voz del universo es impredecible, me hubiera gustado estudiar física para poder entender sus palabras, pero soy demasiado estúpido como para entender las ecuaciones necesarias para descifrar sus frases. A mis ojos no son más que una amalgama de números incomprensibles que se ordenan de forma aleatoria, como las vocales y consonantes de una sopa de letras. Siempre que echo la mirada atrás, veo a mamá en la cocina preparándome una de esas sopas de letras que vendían en sobres de color amarillo. Me divertía llenar la cuchara con el caldo de pollo humeante y descubrir qué palabras se habían formado. Tenía el convencimiento de que si observaba el tiempo suficiente descubriría una palabra inexistente hasta la fecha. Una palabra que, en su entrada en el diccionario de la lengua española, justo en uno de los márgenes, apareciese mi nombre en chiquitito como recompensa por haberla traído al mundo. Una noche, mientras cenábamos en el cuarto de estar, le dije a mamá que la sopa de letras me había dicho que algún día una mujer llamada Isabel se convertiría en la mujer de mi vida. Su nombre apareció flotando en mi cuchara.
En la fiesta de mi decimotercer cumpleaños mamá junto a mis abuelos me hicieron un regalo tan especial que lo he conservado hasta el día de hoy: un telescopio. Mamá y yo vivíamos en un bloque de pisos en las afueras de Madrid, el mismo en el que vivo actualmente, justo en el bajo derecha. Eso suponía un problema muy serio para mí, ya que las farolas que alumbraban el jardín durante la noche me imposibilitaban observar el universo como es debido. Así que, mamá, que por aquel entonces mantenía una romance con el portero del edificio, se las arregló para hacer una copia de la llave que abría la puerta de la azotea. Hoy día no tengo tanto problema, ya que yo mismo me encargo del mantenimiento del edificio, heredé el piso de mamá y el trabajo del que, por un tiempo, sustituyó a un padre del que ni siquiera conservo su nombre.
La primera noche que subí a la azotea, mamá lo preparó todo como una sorpresa. Me vendó los ojos y con cuidado me ayudó a subir por las escaleras hasta la azotea: el ascensor solo llega hasta la séptima y el
último trecho del camino hay que hacerlo a pie. Recuerdo escuchar el crujido de la puerta al despegarse del marco y el cambio brusco de temperatura del interior cálido al frío de la intemperie. Lo sentí en la
punta de mi nariz, que trató de contraerse en un intento de preservar el calor de mi cuerpo. Mamá me quitó la venda y me cubrió con una manta gruesa, una que tejió la abuela hace muchos, muchos años para tapar la cama de mamá que, por aquel entonces solo tenía nueve años. Ella se cubrió con otra manta y nos sentamos en unas sillas plegables que utilizábamos todos los veranos cuando íbamos a la casa de la playa de los abuelos. Mamá había orientado el telescopio siguiendo las indicaciones de
un pequeño libro de astronomía que acompañaba al manual de instrucciones del aparato. Mi primer vistazo al universo fue el planeta Venus, El Lucero del Alba, un planeta cubierto de unas nubes tan densas que ni siquiera la luz del sol las puede atravesar y esta acaba siendo expulsada de vuelta al espacio. Dicen que todos tenemos uno o dos recuerdos que nos acompañarán toda nuestra vida hasta el mismo lecho de nuestra muerte, el mío sin duda es aquella noche que pasamos mamá y yo en la azotea. Sé que el recuerdo de Venus brillará con más intensidad cuando el sol se apague y llegue la noche. Los expertos han dicho en las noticias que la noche se acerca a toda velocidad hacia la Tierra, exactamente a 70.000 km/h.
Cada noche después de trabajar cojo la manta que tejió mi abuela, una silla plegable y el telescopio y subo a la azotea con unas medias noches de mortadela y unas latas de CocaCola. Uno ha de mantenerse
despierto, una vez probé el Red Bull, pero me acabó dando una taquicardia aguda y acabé la noche en el hospital. Escribo un diario al que llamo cariñosamente mi Cuaderno de Bitácora y en él anoto todo lo que veo cuando miro a través del telescopio. Trato de escribirlo todo desde mi perspectiva, incluyendo mis propias reflexiones y sentimientos, sé que eso no es científico, pero yo no soy ningún científico. Tengo terminados varios capítulos, este es el decimotercero, mi sueño es escribir un libro que pase a la posteridad en el campo de la astronomía. Aún me quedan muchas páginas en blanco, pero el tiempo no está de mi lado.
Los sueños son cuchillos afilados, se clavan hondo en la carne y desgarran todo lo que encuentran a su paso. Hace unas cuatro semanas, un lunes cualquiera a las nueve de la noche, me subí a la azotea con mis medias noches de mortadela, mis latas de CocaCola y mi Cuaderno de Bitácora para seguir explorando el universo. Es curioso cómo la casualidad y la suerte son elementos que siempre asociamos con la ciencia ficción, igual que los Aliens y E.T.s, pero en verdad están muy presentes en nuestro día a día. Puedo dar fe de ello: ese lunes cualquiera la casualidad y la suerte se compincharon para hacer de mí, un observador amateur sin nada especial, más que un telescopio, el descubridor del mayor y último gran hallazgo de la humanidad. A eso de las cuatro de la mañana encontré en el cielo una mancha luminosa que jamás había visto antes. Al principio no le di importancia y, por la mañana, busqué en
Google información sobre aquella mancha, quizás era la luz de algún planeta o algún astro lejano. Me decía a mí mismo que no sería nada relevante, de lo contrario los observatorios hubiesen dado algún
comunicado, sin embargo, algo muy dentro de mí, un instinto primario, me mantenía inquieto y provocaba que mi piel se burbujease al recordar aquella mancha luminosa.
Esa misma noche volví a la azotea y dirigí mi telescopio hacia las coordenadas de la mancha luminosa y allí estaba, aunque ahora la veía más grande y más brillante. La sensación de malestar aumentó hasta tal
punto que vomité la cena allí mismo. Busqué en mi agenda de contactos el número del Observatorio Astronómico Nacional y como era de esperar nadie me cogió el teléfono a esas horas, pero sí que puede enviarles un correo electrónico con las coordenadas de la mancha y mis datos. Aquella noche tuve un sueño de lo más extraño: soñé que vivía en un rancho de asteroides en la superficie de Titán, el mayor de los satélites de Saturno.
Había uno muy grande y especialmente fiero, pero yo me sentía confiado, coloqué la silla de montar sobre su espalda y me subí a él. Luchamos con fiereza, él quería deshacerse de mí y yo quería domarlo. Subió a toda velocidad hasta rozar el espacio negro e inmenso y yo me aferré a su piel áspera con todas mis fuerzas. Durante un instante pude sentir los latidos de su corazón palpitando en lo más profundo de su cuerpo rocoso y él pudo sentir el mío a través de las yemas de mis dedos. Nuestros corazones se acompasaron y por un segundo el asteroide y yo fuimos un mismo ser.
A la mañana siguiente me despertó el sonido del teléfono, solo que no se trataba de la alarma que había programado para las siete y cinco de la mañana, sino de una llamada entrante. El número estaba guardado en mi lista de contactos: Observatorio Astronómico Nacional. Ese mismo medio día la noticia se hizo eco en todos los medios de comunicación: un astrónomo local descubre un asteroide de más de doscientos kilómetros de diámetro que impactará contra la Tierra en menos de cuatro semanas.
Según la trayectoria calculada por los científicos de la NASA el asteroide impactará en la Península Ibérica, justo en su capital, justo aquí, en Madrid.
Han sido unas semanas muy ajetreadas, me he convertido en la mayor celebridad del momento por ser el heraldo del fin del mundo. La fama es un fenómeno curioso: por un lado hay gente que te trata como si fueses una figura hecha de porcelana, cuidan hasta el más mínimo detalle pera que te sientas como en casa. No sé cómo lo supieron, pero durante mi primera entrevista en un informativo grande, justo en mi camerino dejaron una bandeja llena de medias noches de mortadela, mis favoritas.
Y luego están los que desearían que no hubieses existido, te culpan de todo lo malo que sucede en el mundo aunque tú también seas una víctima más del maquiavélico plan del cosmos. Ayer me pasé toda la mañana borrando grafitis de la fachada de mi edificio, todas ellos decían cosas similares: «Ojalá no hubieras nacido», «Hijo de puta, nos has matado a todos» y mi favorita; «Sé quién eres, eres el hijo de satanás, tú invocaste al meteorito para exterminar a nosotros, los hijos de Dios».
Nunca he estado más nervioso que en mi primera aparición en los informativos de RTVE. La Uno, así es como la llamaba mamá. La presentadora me hizo muchas preguntas sobre mí: ¿cuánto tiempo llevas observando el cielo? ¿Tienes formación como astrónomo? ¿De dónde viene esa afición por el espacio? Creo que en mi vida he hablado tanto sobre mí que en los quince minutos que duró la entrevista. Le enseñé mi Cuadernos de Bitácora y leí algunas entradas, especialmente de la noche en la que descubrí la mancha luminosa que resultó ser un asteroide aniquilador. Justo antes de terminar la entrevista me hizo una pregunta que me hizo recordar a mamá y las noches de invierno en las que preparaba la sopa de letras para cenar. Si usted es el descubridor del asteroide, es justo que usted le ponga un nombre, dijo la presentadora, ¿ha pensado alguno en particular? Me quedé en silencio, la verdad es que hasta ese momento no lo había pensado, pero su afirmación tenía sentido: yo era el descubridor del asteroide y era mi deber darle un nombre.
Medité cuál sería el mejor para un astro de semejantes proporciones, nunca se me ha dado bien poner nombres a las cosas o a los animales, pero curiosamente no me hizo falta pensar mucho, ya había uno al que yo estaba predestinado. Desde aquel momento el asteroide pasó a llamarse Isabel, la mujer más importante de mi vida y de la de todo el planeta.