Caperucita, Marta Barrio_Madrid
Finalistas Premio Energheia España 2022
Ione sabe dónde esconde el vecino las llaves de repuesto. Se lo dijo Paola, hace ya tiempo, y de esas cosas siempre se acuerda. Cuenta hasta diez, levanta la maceta invertida a la derecha de la entrada, coge el manojo de llaves y prueba con varias hasta dar con la correcta. Hay una que está manchada de algo rojo, la más pequeña, y aunque frote con la uña no se quita, como si estuviera encantada. Las llaves están frías y sus manos calientes. Su corazón late desacompasado, en la punta de sus dedos y debajo de sus costillas. No debería pensar mal de todos, y menos del vecino, siempre tan dispuesto a echar una mano, siempre tan sonriente, con sus dientes blanquísimos y su barba negra que de tan negra casi es azulada.
Está cruzando una raya, infringiendo una ley, colándose en una casa que ella cree vacía.
En el vestíbulo hay dos espejos de cuerpo entero, frente a frente, con marcos dorados, y ella se sobresalta al verse reflejada tantas veces. Al principio no se reconoce. ¿Qué hace ahí? ¿Qué está buscando? ¿Por qué no está en su propia casa, aprovechando que los niños duermen para descansar un poco ella también antes de la fiesta de cumpleaños de la mayor?
La casa es idéntica a la suya, pero está ordenada y limpia. Hay macetas por todas partes. A las nuevas inquilinas siempre les gusta que la casa esté llena de plantas de hojas lustrosas. Parece una selva, dicen. No hay juguetes por el suelo ni abriguitos tirados encima de las sillas, sino muebles de madera oscura y alfombras persas. Huele a tarta, y a pintura fresca, muy reciente, porque le pican los ojos y la nariz. Llama a Paola a voces, pero nadie responde a sus gritos. De repente se siente estúpida y tiene miedo de que vuelva el vecino y la encuentre allí. ¿Qué explicación le daría? ¿Hay acaso algo lógico en sus sospechas? Quizás tenga razón Mónica, y haya leído demasiadas novelas policiacas. O tal vez se esté volviendo loca de tanto estar a solas con los niños y no hablar con adultos, pero lo cierto es que Paola ha desaparecido, y tiene que encontrarla. Para eso debería darse prisa, y buscar pistas de su paradero. Solo la conoce desde hace cuatro meses, pero se han hecho muy amigas. Casi diría que es la única con la que puede contar últimamente. Se siente sola, aunque nunca lo esté.
No sabe que ya es demasiado tarde, que varios equipos policiales buscarán a Paola durante los tres meses siguientes en el vertedero de Rivas, sin dar con ella.
Conoce el mapa de la casa, tiene la misma disposición que la suya y a la vez es del todo diferente, como si hubiera entrado en otro mundo al cruzar esa puerta. En lugar de dirigirse hacia la habitación de su amiga en el piso superior, una fuerza irresistible la empuja hacia la puerta del sótano, a donde Paola no entraba nunca, por prohibición expresa del dueño.
Atraviesa el vestíbulo, entra en la cocina, en donde se detiene un minuto a contemplar la tarta que ha hecho el vecino para la fiesta, de zanahorias de ese huerto siempre fértil, como si hubiera hecho para ello un pacto con el diablo, y empuja la puerta roja que da acceso al sótano. Pero el pomo no gira, la llave está echada.
Ione sabe que está a tiempo de darse la vuelta y dejarse de misterios. Y sin embargo busca en el manojo la llavecita manchada y la introduce en la cerradura. Es tan pequeña que parece de juguete, tan dorada y reluciente que cuando la miras no puedes dejar de hacerlo, perfecta salvo por la mancha roja que, ahora que se fija, bien podría ser una huella dactilar. Se detiene un momento, pensando que podría sucederle alguna desgracia, pero la tentación es tan fuerte, que se decide. La puerta sigue atrancada, y le da un empujón con la cadera para abrirla. Enciende la luz, pero la bombilla crepita y ella se agarra a la pared para ir bajando las escaleras. La pared está húmeda, y se mancha la mano, y la manga de la chaqueta, de blanco.
La capa de pintura plástica no es uniforme, sino que se ha hecho a trozos, como queriendo tapar algo, y así lo harán constar los policías en su informe dentro de unas horas. No era la primera inquilina desaparecida, en el cajón del despacho encontrarán más pasaportes, pero a las anteriores nadie se había tomado la molestia de buscarnos.
El sótano huele a la humedad del fondo de los pozos, como si un río subterráneo pasara por debajo de la casa, y a otra cosa a la que ahora no es capaz de ponerle nombre, pero que le resulta extrañamente familiar. Le entra un escalofrío y se detiene a medio camino. Quizás lo mejor fuera volver sobre sus pasos y regresar a las sábanas calentitas de la cama king size en donde sus hijos duermen la siesta, cerrar los ojos y olvidarse de Paola. La curiosidad nunca trae cosas buenas. Pero en la cocina había también un paquete de alfajores y otro de mate, y ella no se hubiera ido a vivir a Barcelona sin darle los regalitos que le prometió traer de Buenos Aires, o sin despedirse. Aunque no sabe que yo la estoy mirando, ¿cómo podría adivinarlo ella, que no cree en los fantasmas, ni en los malos augurios?, se siente observada, y gira la cabeza a cada rato.
Durante unos minutos, se queda a oscuras, tropieza y cae. Las gafas salen disparadas. Seguro que se ha hecho un moratón, ella que tiene la piel tan fina como la princesa del guisante, aunque de momento no le duele. Debe de ser por la adrenalina, esa excitación de acercarse a lo prohibido. Mientras busca a tientas las gafas, las pisa y crujen. La luz vuelve a encenderse de nuevo, pero no del todo, crepita como si en ella ardiera una polilla. Ione se pone las gafas con los cristales rotos y se arrepiente en el acto de haber entrado en esa casa que no es la suya, pero se le parece tanto. Reconoce entonces ese olor que le resulta tan familiar: es un olor con el que trabaja a diario en el quirófano, que se le queda pegado al cuerpo, escondido entre las arrugas de la frente y los pliegues de los párpados, el motivo por el cual se rocía de colonia por la mañana antes de ir al hospital, el olor a vísceras y a sangre que emana de los cuerpos en cuanto el bisturí se abre paso por la piel. Las suelas de sus zapatos se pegan a las baldosas, completamente cubiertas de sangre coagulada.
Ione se acuerda, al ver la trituradora industrial, de la canción que tarareaba su hija esa mañana saltando a la comba, y, a su pesar, canturrea el estribillo ella también: “Don Federico mató a su mujer, la hizo picadillo y la puso a cocer”. Su hija, que todavía no sabe que existe la maldad, que los villanos no solo viven en los cuentos, aunque haya un niño en su clase llamado Rodrigo al que castigan a menudo mandándole al rincón porque muerde a los demás. En el informe policial constará el nombre exacto de la máquina, e incluso su precio: “picadora industrial Braher modelo P-22, comprada el 29 de julio de 2008 por 1.189,5 euros”.
Los invitados a la fiesta deben de estar a punto de llegar y sus hijos a punto de despertarse.
No sabe que llegará tarde al cumpleaños, si es que llega.
En ese instante se despiertan los niños y el vecino aparca la moto en la acera, se quita el casco y gira la llave en la cerradura de la puerta de la entrada. Los niños buscan a su madre sin encontrarla mientras en la casa de al lado el vecino atraviesa el vestíbulo y la cocina y al ver a Ione subiendo las escaleras del sótano sonríe con un brillo en los ojos que ella no le conocía, y que casi nunca se ve a tiempo. Ella traga saliva, y finge no tener miedo.