El magnetismo, Diego Morcillo_Getafe
Finalistas Premio Energheia España 2022
(para atravesar el insomnio y la derrota)
Es tarde. Estoy sola en la barra del bar y se me acerca un hombre y me pregunta si necesito que alguien me lleve a casa. No parece borracho, pero suda un montón, el pelo se le pega a la frente.
—Me lo tengo que pensar —le digo, y miro a la camarera y le pido la cuenta.
—¿Te está molestando? —me pregunta ella después de afirmar que le debo veinte con diez.
El tipo nos mira, a una y a otra, y dice:
—Eh, que yo no quiero molestar a nadie.
—No te preocupes —le digo.
Y dejo veintiún euros sobre la barra y abandono el taburete. Voy al baño y meo sin sentarme en la taza. Al salir, el bar ya está vacío y la camarera y el tipo sudoroso se están enrollando junto a los grifos de cerveza. Mi dinero sigue en la barra. Lo cojo sin que se den cuenta y me marcho.
Un gato marrón está en la puerta y comienza a caminar detrás de mí. Hace un poco de frío. Tengo hambre y no quiero volver a casa. Busco un McDonald’s y gasto parte de los veintiún euros en una hamburguesa doble con pepinillos y un refresco.
En una mesa de la esquina hay una chica más o menos de mi edad. Me termino la hamburguesa y me acerco a ella con el refresco en la mano.
—¿Necesitas que alguien te acompañe a casa? —le pregunto mientras doy un sorbo.
La chica me mira por encima de sus gafas de sol con cristales en forma de estrella.
—Pensaba que esas cosas solo las preguntan los tíos.
Me encojo de hombros y doy otro trago a mi bebida.
—¿Te molesto?
Entonces ella se levanta y deja unas patatas a medio comer.
—No te preocupes —dice, y va hacia la puerta. Allí está el mismo gato de antes, pero ahora lo acompaña un perro de color oscuro.
La chica y yo caminamos juntas hasta el metro. Los animales nos siguen a poca distancia. Ella se llama Dulcinea. Le digo que pensaba que ese nombre ni siquiera existía en la vida real.
Nos detenemos en la boca del metro. Al lado de las escaleras hay un perro pastor y varias palomas. ‹‹Cerrado por obras››, reza un cartel.
—¿Tu casa está muy lejos? —le pregunto a Dulcinea.
Me dice que más de media hora andando. Así que decido acompañarla. El pastor alemán y las palomas se suman a los otros dos animales y caminan detrás nuestra.
—Oh, ¡cuántos animales! —dice Dulcinea.
—¿Me prestas tus gafas?
El mundo estrellado ante mí.
Caminamos hablando de gatos y perros y de por qué es mucho mejor que los recipientes sean de cristal y no de plástico. Luego también hablamos de ir a un after, pero aún es tarde, así que continuamos hacia su casa. Decidimos callejear y todos los animales callejean con nosotras. Poco a poco se van uniendo a ellos más perros y más gatos, la mayoría con correa y bozal.
—¿Ves? —dice Dulcinea—. Esos son san bernardo, pueden volar aunque no lo parezca, y esos son pitbull, y aquellas unas ratas comunes y corrientes.
Al parecer, Dulcinea sabe mucho de animales. Un montón de ellos forman grupos a nuestras espaldas.
—Malditas ratas —digo—, odio las ratas.
—Tienen su encanto —responde Dulcinea—, yo tengo una de mascota.
Llegamos a una calle muy estrecha. Acaba en una avenida que se está empezando a llenar de taxis. Los animales tienen ciertos aprietos para pasar todos a la vez, ya deben seguirnos casi una veintena, más las palomas y las ratas. Algunas de ellas se quedan curioseando en los cubos de la basura.
—Gracias por acompañarme —dice Dulcinea, y se detiene frente a un portal. Luego se dirige a los animales, que nos imitan—. Y a vosotras también —dice, y me mira—. Todas son hembras, ¿sabes?
Nos despedimos. Pero cuando va a entrar en el portal le pregunto cómo se llama su mascota y si puede enseñármela.
—Se llama Camila. Ahora mismo la bajo para que la veas.
Me quedo sola en la calle. Rodeada de roedoras y gatas y perras y palomas. Incluso algunas de las ratitas llevan correa y collar. Todas las animales están estáticas, mirándome, ocupando la acera y también el asfalto.
Dulcinea no tarda en volver. Lleva a Camila en brazos, ella no tiene collar.
—Puedes tocarla, no muerde ni se queja.
Entonces estiro mis dedos para acariciarle los bigotes y, en ese instante, la rata se escabulle de las manos de su dueña. Corre hasta llegar al grupo de su especie que nos ha estado siguiendo.
—¡Camila! —grita Dulcinea, y la persigue. Perras y gatas observan inmóviles.
La ratita se ha mimetizado con el resto. A mis ojos todas son iguales. Ambas analizamos a las roedoras. Dulcinea tampoco sabe cuál de ellas es la suya.
—¿Pero tú no sabías mucho de animales? —le digo.
Me mira en silencio.
—¡Andrea! —dice de pronto— ¡Ven! ¡He perdido a Camila!
Se dirige a una chica que está saliendo del portal. Detrás suya va un hombre. Cuando están cerca de nosotras me doy cuenta de que Andrea es la camarera y el hombre el tipo sudoroso.
—¿Tú cuál dirías que es Camila? —le pregunta Dulcinea a la chica.
—Anda, ese es el perro de mi vecino —dice el hombre señalando a una de las perras.
Andrea no sirve de ayuda para el reconocimiento. Empiezan a discutir sobre esa y sobre otras cosas y dejan de lado al grupo de ratas. Se enzarzan en una pelea y el hombre también da su opinión.
Yo decido marcharme. No les digo nada, tiro las gafas de estrella en los cubos de la basura y comienzo a caminar hacia la avenida repleta de taxis. Todas las roedoras y gatas y perras y palomas me acompañan.
A lo mejor algún after ya está disponible, o un karaoke, o el aeropuerto.