Hubo un castillo, Irene de la Torre_Madrid
Mençion Premio Energheia España 2023
—Me habría gustado que me pasara a mí y no a ti, Lola.
Le digo esas palabras a mi hermana y, mientras termino la frase, mientras pronuncio la última sílaba de su nombre, esa ele que ahora me sale sonora al lado de la a final, me doy cuenta de que me ha salido desde dentro, desde algún lugar imprevisto, como si me acabara de sacar del estómago un puñal tardío e infortunado. Es algo que hasta ahora no sabía, me he dado cuenta aquí, justo delante de ella, en esta habitación de hospital sin nada en las paredes, prácticamente vacía, con las ventanas selladas. Me noto agotada, preferiría con fuerzas estar en el otro lado, oír a mi hermana decirme eso, ella a mí, que a ella le habría gustado que le pasara a ella, y no a mí.
Las dos sufrimos en ese hospital. Por lo que ha pasado, por los años que llevamos en esto, pero son dos tipos de sufrimiento distintos. No competimos, tiramos la una de la otra. Es algo que ha ido desarrollándose, que se ha ido apilando, construyendo, transformando, a lo largo de los años. Ahora nos veo a las dos de pequeñas, Lola con ocho y yo con seis. Estamos en el salón de casa de la abuela, con el hilo de voz de nuestra madre y nuestra tía, su hermana, hablando en la cocina, de fondo. El olor a café recién hecho. A pan tostado.
—Vamos a hacer un castillo con las cartas.
—¿Un castillo? ¿Cómo se hace?
Lola siempre ha sido la de las ideas brillantes. Al ser la mayor, siempre me ilumina el camino, por ahí ya ha pasado ella, ella tiene toda la lucidez, es inteligente, su inteligencia es caleidoscópica. Se pasea por la vida desde arriba, observando al resto de los mortales. Le digo que vale, como a todo lo que se le ocurre, y ella me mira con cara de triunfo, con la seguridad que tiene alguien que se siente admirado, y se deja admirar, y abre la caja de cartas y las deja todas, todas, todas, repartidas y extendidas sobre la mesa del salón. Y a mí eso me pone algo nerviosa, yo habría preferido dejar una pila bien ordenadita, sin ninguna carta que sobresalga más que otra. Pero mi hermana es así, mi hermana es siempre así.
—Es muy fácil, pero primero lo tienes que ver para poder hacerlo tú después. Ahora solo mírame cómo lo hago.
—Vale.
Lola pasa la mano por todas las cartas que ha extendido encima de la mesa, sus piernas de niña cuelgan en la silla tapizada del salón, y ahora se columpian. Delante y atrás, delante y atrás. Se mueve en la silla, a un lado y a otro, a un lado y a otro. Yo estoy sentada cerca de donde está ella, estamos separadas pero noto su agitación. De alguna manera me templa verla nerviosa, porque, aunque en el fondo la admire, me gusta hacer todo lo contrario a lo que ella hace, distinguirme. Ser única. Una niña con personalidad propia. Lola coge dos cartas y las apoya una contra otra, encima de la mesa, creando un triangulito que se queda erguido, sin caerse. Es la primera vez que veo hacer eso y me parece algo mágico. Pero hay que ir con mucho cuidado, no podemos hacer ningún movimiento brusco cerca, si soplamos más de la cuenta, las cartas se caerán, se derrumbarán.
Me acerco a Lola, que está parada, sentada en el borde de la cama, esas camas de hospital tan desalmadas y grises. Tiene un montón de revistas en la mesilla, un libro de filosofía que me ha pedido que le traiga de su estantería. Completamente subrayado y arrugado por las esquinas. Tiene la mirada un poco perdida, pero la noto tranquila.
—¿Cómo estás? ¿Te tratan bien aquí?
—Yo no me merezco esto, estaba muy nerviosa, y me han ingresado. No me acuerdo bien, pero yo no he hecho nada. Dicen que ha sido un ingreso voluntario, pero no es verdad.
—No te lo mereces, Lola, tienes razón.
Ping-pong, ping-pong. De esa forma me siento con Lola cada vez que hablo con ella. Lanzándole las respuestas, que acaban rebotando pero a la vez se van metiendo en su cabeza, o eso espero. Es como un juego. Pero en este juego nadie gana. Nunca.
—Quiero que me quiten la medicación.
—No pasa nada por tomar medicación, Lola.
—Sí que pasa.
—Si no te la tomas volverás a ingresar.
—No es verdad.
Aquel día nuestra madre nos regaló la caja de cartas. Una a cada a una, para que no nos peleásemos. Siempre era así. Ese mismo día, sentadas en el suelo del salón, sobre la alfombra, Lola arrancó el papel de regalo, lo hizo pedazos, abrió la caja de cartas enseguida. Manchó alguna de chocolate, perdió varias. Yo recuerdo abrir la mía con mucho cuidado, doblar el papel, guardarlo. Siempre lo guardaba todo. Tenía muchas cosas, no podía deshacerme de nada, todo me daba demasiada pena tirarlo, aunque solo fuese ese papel de regalo de color fucsia y estrellas doradas. Me quedé mirando la caja de cartas, sin abrirla, maravillada. Pasé los dedos por encima de ella, despacio. Observé los dibujos de colores de la caja antes de abrir el plástico del envoltorio. Con mimo, con delicadeza.
Me siento en la butaca que hay al lado de la cama de hospital. Para las visitas, supongo. Sobre ella hay un montón de ropa que ha dejado allí mi hermana, sin doblar, y no la aparto. Estoy demasiado cansada para hacerlo y me acomodo entre esas sudaderas y pantalones. Ahora Lola me mira fijamente a los ojos, y yo le aguanto la mirada.
—No sé por qué me tuvieron que llamar Do-lo-res. Aunque todos me llaméis Lola. Tú tienes suerte, tu nombre es bonito, tiene un significado bonito, es muy diferente.
—Tienes razón, Lola. Pero yo no puedo hacer nada. Y tú tampoco, ahora.
—Sí que puedo. Me voy a cambiar el nombre. Es ilegal poner esos nombres, luego mira dónde acabo.
Ahora Lola ha colocado otro triangulito al lado del que ya se mantiene en pie, y yo solo observo, soy la pequeña. He dejado la barbilla apoyada sobre el dorso de las manos y miro atenta todo, me quedo embobada con los movimientos de mi hermana. Le doy un sorbo a la pajita del zumo de naranja que nos ha dado nuestra madre para merendar. Un mordisco al Bollicao. Pero todo eso lo hago muy despacio, y con miedo. No quiero que se caiga el castillo de cartas y a mi hermana le dé una rabieta. Aunque es la mayor llora mucho más que yo. Se enfada mucho más que yo. Yo también soy sensible, pero son lágrimas más suaves. Trago el zumo asustada, e intento no moverme, no parpadear.
—Yo no tendría que estar ingresada. No he hecho nada.
—Ya lo sé, Lola.
—Tampoco me gusta tanto que me vengáis a ver, podéis hacer vuestras cosas. No necesito vuestra ayuda, vuestra compañía.
—A mí sí que me gusta venir a verte. Lo hago porque quiero.
Una carta encima, entre esas dos torres, una carta plana que sostienen la punta de esos dos triangulitos. Me sigue pareciendo algo increíble, que se pueda hacer eso con unas cartas, con unos papelitos finos que no parecen tener casi resistencia. Es asombroso las cosas tan bonitas que hacen objetos que ni siquiera te imaginas. A veces esas cosas están allí, en algún lugar escondido, y nunca salen a la luz. Yo nunca habría hecho un castillo si Lola no me lo hubiera enseñado. Me habría perdido cosas de no ser por ella. Me limitaría a usar las cartas para jugar, su papel funcional. Pero la vida no era eso. La vida eran aquellas otras cosas. Los castillos.
Me reacomodo en esa butaca de hospital. Intento doblarle la ropa a mi hermana, pero desisto. Seguro que no sirve de nada. Ahora Lola se acuesta, en la cama. Fija la mirada en el techo.
—Yo no he hecho nada, siempre he sido buena, siempre he cuidado de todos.
—Tienes que ser más egoísta, Lola, y pensar en ti. En qué quieres hacer tú.
Como si la suerte se hubiera puesto un vestido negro y la hubiera lanzado a la vida así. Sin piedad. Lo aleatorio de todo, el tú sí pero tú no. Tú entras en lo social y tú no. Tú vales pero tú no. Mi hermana vale mucho, pero la sociedad no es lo suficientemente válida para ella. Eso es lo que pasa. Eso es lo único que pasa, me repito. Solo eso.
Lola ha hecho una hilera de tres triangulitos, y ahora se dispone a colocar el primero de la segunda planta, como ella lo llama.
—No te muevas, que se van a caer, estate muy quieta.
—Vale, no me estoy moviendo.
Me ha dicho que va a hacer el castillo más sencillo, que tiene tres pilares abajo, dos arriba, y el último en la cima. Ahora coge el triángulo entre el pulgar y el índice. Dobla un poco las cartas antes de soltarlas. Me sigue pareciendo algo enigmático, extraordinario. Ni siquiera entiendo que ese castillo haya llegado hasta donde está llegando, ni siquiera soy consciente de la fuerza que pueden tener los castillos con una estructura tan frágil.
—Ahora mucho cuidado, que pongo el último triángulo, la cima del castillo.
—Vale.
—No te muevas nada.
—No.
Lola coloca ese último triángulo, en la cúspide, como me acaba de decir. Cuando lo hace sonríe satisfecha. Está contenta de que no se haya caído, de haberlo terminado, de que siga en pie. Se levanta como puede de la silla, me deja a mí allí, al lado, admirándolo tan solo unos segundos más antes de que la fuerza con la que Lola, de pura euforia, sale corriendo a llamar a nuestra madre para que lo vea, genera un soplo de aire que hace que el castillo se tambalee. Lo veo tambalear, lo veo tambalear, lo veo tambalear. Y al final se cae, se desmorona. Una carta tras otra tras otra. Algunas caen boca arriba, otras boca abajo. Unas encima de otras, varias llegan al suelo. Lola no ha presenciado su caída, pero yo sí. Yo lo he visto todo, y ni siquiera se lo podré explicar, no razonará, no lo va a entender. Tan solo verá el castillo derrumbado cuando vuelva.