Nido de aviones, Iria Fariñas_Alicante
Finalista Premio Energheia España 2024
Una criatura cae del cielo. Un avión. Golpe seco como de castaña suicida. Golpe contra cemento bajo sol de mediodía. Después, espasmos y alas que buscan retomar el vuelo. El avión común, a diferencia de la golondrina, carece de los reflejos azules de su prima. A cambio, presenta una garganta blanca y un aspecto más redondeado. Azahar no puede señalar ninguna de estas características desde su balcón, pero toda una vida en el pueblo le ha enseñado a prescindir del análisis y a confiar en la intuición. Es la única manera de no enloquecer en un lugar así.
Observa al pájaro arrastrarse por el patio de la almazara, ya casi abandonada, y empatiza con el animal. Incluso le pica el nacimiento de las alas, es decir, de los omóplatos. Se estira sobre sus empeines para volcar aún más el cuerpo contra la barandilla y achica los ojos: ¿se habrá partido las piernas, es decir, las patas? El ruido ha sonado a juicio final, a cráneo hendido por la velocidad. ¿Cuánto tiempo le queda?
Baja las escaleras de dos en dos, reanimada de su modorra anterior. En la cocina, su abuela remueve un puchero que compite con las temperaturas infernales del verano. Masculla una despedida rápida mientras coge las llaves y abre la puerta, pero, pese a su eficacia, alcanza a escuchar la respuesta: ¡Las tardes a dos no comemos!
El eco del portazo retumba con mayor ímpetu del que pretendía. Le parece que fragmentos de su voz escapan en estampida. Mientras se aproxima a la almazara, intenta recordar, como cada día, cómo y cuándo se le desordenaron las palabras a su abuela.
Primero fueron los adjetivos, de eso está segura. Al principio pensó que era cosa de la edad: retruécanos arcaicos como síntoma de deterioro y nostalgia. Pero, por mucho que lo intenta, no logra compartimentar el Primer Cambio, ese que pulsó el interruptor. Tampoco tiene claro si descubrir el origen facilita la ruta hacia la salida o al contrario.
Se detiene en seco. La puerta de la almazara es inmensa y está oxidada. De eso está segura. Rememora: varios carteles avisan sobre sistemas de seguridad y cámaras, todo ello obsoleto. La estructura solo es utilizada por la cooperativa ocasionalmente, cuando hay suficientes aceitunas como para que merezca la pena el esfuerzo, lo cual sucede cada vez con menos recurrencia. Lleva en un estado de dejadez creciente desde hace ya algunos años. Ha contemplado su deterioro progresivo, cada día, desde su balcón. Su balcón, que es la única manera que tiene de sobrevolar el mundo. Sin embargo, de repente, los ojos contradicen a la memoria: donde siempre existió un seguro a levantar, no hay nada. Ni verja rodeada por la vibración de las avispas, ni carteles ni puerta: un camino liso de tierra conduce hasta un molino.
Cuando su abuela y ella caminaron tantas veces, a menos de un metro de distancia la una de la otra aunque apenas intercambiando instrucciones funcionales (cuidado con esa piedra, que está suelta / no te apoyes ahí: eso es una ortiga / vamos mejor por este camino de aquí) y observaciones casi enciclopédicas (la floración de las buganvillas no es perenne sino que está en constante renovación / la calcita se diferencia del cuarzo por su clivaje rómbico / ¿tú crees que el orégano silvestre huele como en Italia, abu?), junto a la estructura de metal de la almazara, Azahar recuerda haber fantaseado con la idea de que el río estuviera más cerca, con poder escuchar el agua corriendo desde su cama. Pero aquello apenas había sido una ensoñación, ¿no?
Mientras avanza por el camino de tierra, distingue que el avioncillo ha dejado de moverse. Tiene las alas extendidas y la cabeza sumergida en las sombras proyectadas por las muelas del molino. Azahar se acuclilla y comprueba que no respira. Recoge el pájaro con ambas manos y se va de allí con los brazos extendidos como en una ofrenda. Busca un olivo adecuado para depositar el cadáver entre sus raíces y rememora por milésima vez aquel paseo: la vibración de las avispas en torno al óxido de una verja que, empieza a dudar, quizá se haya inventado; su abuela con la mirada fija en el horizonte imposible, más allá del pueblo y de las montañas que lo engullían:
Otra muerte que no pueblo, la propia no conoce este.
Azahar recuerda asustarse: Abuela, ¿estás bien?
Y ella: También tragando tierra lo siento. A ti que te esté.
Abuela, ¿qué dices?
Retroceder razones: tenían huida para quienes la intentaron.
Vamos al médico. Hace calor. ¿Quieres agua?
Queda solo una noria en camino de desaparecer, ahora abrió el caos.
Y tras aquel trastorno lingüístico, su abuela volvió a su mutismo habitual. A veces, Azahar pensaba que, cuando su madre las abandonó en aquel pueblucho en mitad de la nada, se llevó consigo el ruido que un día les perteneció. Desde entonces, se hizo el silencio en aquella casa y, cuando salían, ni la corriente del río tras el deshielo ni las migraciones de aves ni los berridos de los vecinos eran capaces de traspasar la membrana que las rodeaba. Azahar no soñaba más que con reventar aquella burbuja. Pero siempre detenía el dedo a un milímetro de su superficie.
Azahar, de espaldas al movimiento circular del molino, deja el cuerpo del avión, cada vez más tieso y frío, entre dos raíces que dibujan un nido. Imagina al pájaro despertando y yéndose. Qué hermoso lugar para abandonarlo. Imagina las huellas del despegue. No imagina, sin embargo, su trayectoria, una vez superadas las copas de los árboles. Le cuesta predecir a dónde van los que se van.
Ni Azahar ni su abuela habían salido jamás del país, por no decir del pueblo, pero conocían a muchas personas que sí, gran parte de las cuales no habían vuelto. Azahar se debatía entre el horror y la fascinación por el más-allá-del-pueblo: ¿no regresar significaba libertad o secuestro? Apenas quedaba nadie que pudiera responder.
Con los pies algo más pesados, vuelve a casa. Duda antes de introducir la llave y duda una vez más antes de girarla. Dentro, la mesa ya está puesta y el olor humeante lo preside todo. En silencio, existe una sensación de normalidad. Pero es frágil:
Caer en esta tristeza es vida, no hay milagro.
De repente, decide tomar un riesgo que lleva meses sin ejercer: preguntar a su abuela. Le dice: abu, ¿el río llegó alguna vez hasta la almazara? Y ella: ¿almazara qué? Y Azahar: ¡la de ahí enfrente! Y la sentencia: ¡refieres molino al, te ah!
Esa noche le cuesta dormir. Le pican los omóplatos y le duelen los tobillos. La cabeza, oscurecida. La forma en que las sábanas se agolpan a su alrededor le asfixia. Las empuja y las patea, pero una y otra vez vuelven a cercarla. Cuando, en plena madrugada, está a punto de rendirse y desplomarse sobre el bucle, lo oye.
Un nuevo ruido inesperado. Gorjeos enlatados, murmullos, arañazos, aleteos, levedades. El espíritu del avioncillo, piensa. ¡El espíritu del vuelo! Se levanta y busca su origen. Recorre las paredes con la oreja pegada a ellas. Palpa y mueve muebles. Se agacha, se sacude, se asoma. Llora un poco, sin saber por qué. Y, entonces, lo encuentra: el sonido esperándola, amplificado a través del conducto de ventilación. Se sube a una silla y descuelga la rendija protectora. Encaja su rostro en el rectángulo desnudo y siente un aliento desbandado recibiéndola. Le desbordan unas tremendas ganas de cantar.
Al día siguiente, regresa a la almazara en una tentativa por desmentir el sueño del molino. Quizá ayer hizo demasiado calor, se dice. Quizá estaba cansada. Quizá la caída del avión me aturdió. Quizá lo de la abuela sea genético y a mí se me desordenen las imágenes en lugar de las palabras. Baja, trotando, por la cuesta que lleva de su casa a la factoría y, una vez se disuelve la polvareda que levanta a su paso, se encuentra con que esta ha sido sustituida, ya no por un molino, sino por una noria.
Olor a algodón de azúcar, niños que no ha visto nunca e, incluso, personas de piel quemada pronunciando palabras que nunca ha oído. ¡El lenguaje se nos está desordenando a todos!, le dice al panadero, cuando le ve pasar de la mano de su hija. Este se apresura a alejarse. El río ya no atraviesa el punto en el que antes estaba el molino, sino que ahora rodea la noria, como burlándose de ella con su enredo.
Convierte el regreso en un ritual. Vuelve cada día a comprobar el cambio. La noria pasa a ser un mirador de madera con grandes paneles informativos. Decenas de individuos en bermudas se agolpan en su alféizar, luchando por un hueco en que introducir sus prismáticos. Exclaman: ¡golondrinas! mientras señalan aviones comunes. Después compran raciones para llevar de sopa de golondrina en un puesto de la esquina al anuncio de ¡especialidad de la zona! ¡2×1! El río se aleja a la distancia suficiente como para decorar el paisaje contemplado a distancia de postal.
Después, una casa rural con guía forestal sustituye al mirador y el río se ensancha y se llena de barcas de colores. Azahar le pregunta al ferretero qué está pasando y este le ofrece panfletos promocionales. Enseguida, la casa es sustituida por un hotel de cinco plantas y aparcamiento que sumerge cualquier rastro del río. Su abuela se suscribe al plan mensual del balneario. Mientras tanto, Azahar espera algo. Una señal. Lo que sea. Una manera de comunicarse con el espíritu, de que le ofrezca una solución. Una acción, incluso si no es determinante. Una flecha.
Prefiere la superstición a la sumisión. Por las noches, se sienta en el suelo a escuchar el aleteo del espíritu del vuelo. Por las mañanas, da vueltas al olivo de cuyas raíces fue arrancado el avioncillo muerto por algún carroñero, lo único que se mantiene estable. Examina las ramas, las hojas, las malas hierbas, las piedras, los insectos.
Está agachada con la cabeza metida en un arbusto cuando oye el chasqueo de una lengua a sus espaldas. Se vuelve y descubre a dos vecinos, ambos miembros de la cooperativa que llevaba primero la almazara, después la feria, enseguida el mirador y la casa rural y, ahora el hotel, con los brazos cruzados y consternación fingida. Les saluda con un gesto y retoma su actividad. Se alejan. Les escucha, pese a ello, comentar:
Está cada vez peor.
Menos mal que nunca dejé que mi hija jugara con Azar.
Pobre criatura, pobrecita.
Y, entonces, antes de que la rabia cotidiana le escale por las arterias, antes de que contenga una vez más el impulso de explicarle a todos y cada uno de los habitantes de aquel pueblo que la hache intercalada no se pronuncia, pero se presencia; y de sentir unas ganas acumuladas de señalarles la importancia de la pausa y la paciencia y, sobre todo, de la sutilidad; y, por encima de cualquier cosa, de gritar con la cara pegada a cada una de sus caras que no se llama Azar y que nunca se ha llamado Azar y que si no les responde es porque llevan toda su vida llamando a la persona equivocada, comprende.
Uno de esos vecinos comparte una pared con su casa. De niña, solía espiar desde el balcón cómo cargaba sacos hacia el interior de la almazara. Algunas noches, le oía discutir con su mujer. Una vez oyó un golpe seco y ya no volvió a ver a la mujer. Su hija nunca comentó el tema, pero fue una de las primeras en irse del pueblo y no regresar. Como un grito, que no tiene nada que ver con todo lo que quería gritar unos segundos atrás, Azahar sale corriendo hacia su casa. Más específicamente, hacia la pared en la que desemboca la rejilla de ventilación de su cuarto. La señal ha llegado.
Un rompecabezas tiene más de laberinto que de manualidad: imaginar caminos posibles, proyectar el encuentro, arriesgarse a la pérdida. Azahar, plantada frente a la rejilla de ventilación de su cuarto, visualiza los giros del conducto hacia su meta. En su cabeza, se expande como un artefacto monstruoso, lleno de recovecos que llevan a su vez a nuevos recovecos; interminable. Con el corazón convertido en un colibrí enjaulado, se asoma una vez más a la ventana de metal. Aspira el aire de su interior y lo devuelve en forma de silbido. Aguarda. Respira de nuevo, aliviada, cuando la respuesta llega apenas unos segundos después: el espíritu sigue vivo. El espíritu permanece.
Ahora solo debe encontrar una vía para alcanzarlo. Se plantea diferentes mecanismos: aviones de papel, tirachinas, cañas de pescar, guijarros lanzados con la certeza de los amantes secretos, coches teledirigidos, lagartos amaestrados. Ninguno le convence. Quiere, desea, necesita verlo con sus ojos, tocarlo con sus manos. Nota la llamada en la piel. Está tan cerca. Toma una decisión: esperará hasta el amanecer.
Escondida en un ángulo muerto de su balcón, ve a su vecino salir de casa, hacia lo que esta mañana parece ser un camping de burbujas. Ve a los turistas aún durmiendo en el interior de las esferas transparentes. Ya ha dejado de preguntarse cuándo y cómo llegan. El río ahora serpentea entre sus cabañas, como un espumillón decorativo.
Su vecino no cierra con llave. Nadie lo hace. ¿Para qué? Aquí nunca pasa nada. Eso anuncian los nuevos carteles de seis metros a la entrada del pueblo: seguridad y tranquilidad. Aquí nada termina. El hombre se aleja con pasos amplios, labrados en la costumbre. Se enciende un cigarro. Lo último que queda de él es una estela de humo.
Azahar se obliga a contenerse durante unos minutos: podría haberse olvidado algo, podría regresar y arruinarlo todo. Pero el sol asciende sin sobresaltos y su abuela ronca desde su dormitorio. Se apresura, de puntillas. No sabe con cuánto tiempo cuenta.
El mundo parece de pronto su cómplice. Ninguna puerta, ya sea de entrada o de salida, chirría al empujarla, ningún animal la increpa, ningún objeto se cae, ningún humano aparece por sorpresa. Llega, en apenas un suspiro, a la habitación contigua a la suya y, por un momento, se siente al otro lado de un espejo. La habitación tiene el mismo tamaño que la suya, la misma altura, la ventana en el mismo punto de la misma pared con la misma luz atravesándola. Sin embargo, todo es distinto: en lugar de su cama de sábanas recién lavadas, hay un armario; en lugar de su mesilla de noche siempre abarrotada de vasos y flores secas y papeles, hay un armario; en lugar de su escritorio en desuso, hay un armario. Lo único que se mantiene igual es que, donde ella tiene su armario hay un armario. El centro de la habitación está vacío. Un cráter observado por cuatro guardianes de madera.
Se sitúa justo en el centro del centro y gira sobre su eje, sin atreverse a abrir ninguno, todavía. ¿En cuál de ellos habitará el espíritu del avión muerto? Cierra los ojos y silba imaginando que su voz es un proyectil, una onda expansiva después de lanzar una piedra a un estanque. Imagina que algo se hunde y algo emerge. Un intercambio: su silbido por el orden del lenguaje de su abuela. Su silbido por el regreso de la almazara. O por el fin de todo. Espera. Prolonga el sonido tanto como se lo permiten sus pulmones. Entonces, el revuelo. A su alrededor, desde cada ángulo, un murmullo a punto de ser liberado. Gorjeo. Canto reprimido. Aún con los ojos cerrados, Azahar palpa las puertas, una a una. Nota el poder de la vibración que emiten. Algo está al borde. Abre los ojos, casi como si recibiese una orden. Recorre la habitación y, en un arrebato imperativo, abre todos los armarios. Descubre, así, sus entrañas de nidos.
Nidos de tierra agolpada y decenas de ojos observándola. Ni uno de los aviones comunes encerrados se mueve. Azahar entiende. Avanza de espaldas hasta la ventana y, sin apartar la mirada de los pájaros, tantea su marco hasta encontrar la manilla. Un crujido. Una apertura. La señal: se aparta justo a tiempo para que un enjambre de alas la roce con su huida. Cuando el último ave atraviesa su umbral, se asoma y les despide, agitando un brazo por encima de la cabeza. Sabe que nunca regresarán.
Una vez de nuevo en su balcón, Azahar espera, dispuesta a no parpadear, si es necesario, con tal de contemplar el momento del Último Cambio. Permanece horas sin moverse. Escucha a su abuela cantar desde la cocina: pareces el vuelo final de mis sueños, Azar. Sonríe. Ve como se apagan todas las luces. Ignora el hambre y la sed. Ignora el frío que traen las estrellas. Sin embargo, de repente, aprovechando el temblor de sus párpados cansados, sucede: el camping es un aeropuerto y el río pasa a servir a un transformador hidráulico. Borboteo sobre cemento al amanecer. Una criatura despega hacia el cielo. Un avión. Y, a lo lejos, el gorjeo del espíritu la reclama.