El sombrero de mi abuelo (Diario kirkegaardiano)_ Ivan Gonzales, Vigo.
_Premio Espana 2013.
Día 1
Hay un mundo en ti de mansa esquizofrenia. Donde acaba la mano pterodáctila, donde se sumerge el frenillo de viejos sueños en la alcantarilla de oro, donde se evoca esa otra sangre de piernas en función de puerto, barco, comisuras que no han nacido para cantar un mundo de elegías. Di no al mundo, cariño. Díselo si quieres saber qué es el mundo. Su colección de engaños, su cuneta de muertos, su misa de domingo. Quién nos mira y nos ama sin pedirnos seducción. Quién, dime, todavía quién. A veces la calle se mueve en la dirección contraria de mis piernas. A veces los poetas tienen que pasarse una tarde entera mirando un trozo de papel, soñando. La oportunidad de su vida está en ese trozo de papel. El gran poema que todos llevamos dentro. Solo hay que saber dejar al mundo fuera por una tarde. ¿Qué es una tarde ante la eternidad de un gran poema? Pero la misma tarde es eterna y eso, amor, lo entienden todos los poetastros, las mujerzuelas, los pechitos que se inflaman de vanidad o deseo.
Hay también una tristeza infinita en el hecho de mirarse las manos. Ayer en el metro me miraba las manos cuando dos muchachas sonrientes se sentaron a mi lado. Cuando se dieron cuenta bajaron los ojos. Fue penoso. Allí mismo sentí cómo me amaron. Y me fue imposible desdecir mi tonta e inconsciente acción con groserías. A cada gesto ellas se arrimaban más, sin compasión, ofreciéndome algo más que su compañía. Ser amado sin seducir…
Hay un mundo en nosotros que se rompe sin cesar. Nos imponen un silencio y a eso lo llamamos épica. Otra noche un amigo censuraba mi heroísmo en el amor. Tonterías.
Un día Ana nació en mí. ¿Por qué pasan esas cosas? Luego tú, muy distinta. Cuando la conocí Ana era pelirroja. Me enamoré. Y dije: no. No quiero este amor que no busqué. No quiero este amor que me devuelve al mundo. No lo quiero. Te quise a ti. Aunque sabía que nuestro tiempo ya había pasado. Fue hermoso, más tarde, sentirlo renacer. A veces los poetas tienen que pasarse una madrugada en vela mirando un trozo de papel, durmiendo. ¿Qué es una madrugada ante la eternidad de un gran amor?
Homero comparaba las generaciones de los hombres a las generaciones de las hojas. No hay melancolía en Homero, no puede haberla. Ni siquiera la hay aquí, a las afueras de Madrid, paseando por calles sin nombre, sin gente, el metro a punto de cerrar. Basta que uno quiera sentirse perdido para que se reconozca enteramente clásico. Viajar a un extrarradio hostil y desconocido para, en medio de la nada, reencontrarse. Distinguir las luces solitarias de una cervecería para sentir las ganas de ver una mujer. Haberse mirado las manos unas horas antes para necesitar ojear un coño por la noche. Pero el metro cierra pronto y, sin melancolía que nos muerda la garganta, preferimos volver al centro, a la ciudad. ¿Cómo podríamos quedarnos allí tirados, sin miedo, sin frío, sin desolación? Acabaría por entrarnos sueño y maldiciendo dios sabe qué filosofías. Nos gusta meternos en la cueva cuando existen los fantasmas. Lo demás es artificio, victoria banal del hombre menos que racional, razonable. En efecto, hay un heroísmo en mí que si lo descubriéramos en otro no dudaríamos en llamarlo infame.
Ana es pausada, su estar es levitación. A veces camina y uno no entiende. ¿Y por qué ese nombre? Ana, Cristina. Si cada nombre es un destino… Pero Ana no es Ana como Cristina nunca había sido Cristina. Hasta cuándo. Pienso en la relación entre nombres de mujeres y apellidos de filósofos al entrar en la pensión. Por las escaleras baja un olor a sopa. Será el escritor… me digo villano, irónico, aristofánico. Pero mi cuartucho es tanto o más ideal. Ahora hace frío y las voces son un rumor. Ah, tenía que ser. Recuerdo la frase homérica que ya no viene envuelta en la luz mediterránea de ningún sol clásico, sino envuelta en un halo tenue y lunar. Melancolía. ¿Por qué ahora y no antes? La última vez que hablé con ella me confesé: “había algo tan insólito en ti antes, hace años, algo imperecedero que, sin embargo, no se mostraba resentido con el cambio, sino que amaba la vida, cuánto la amaba sin querer… ”, y sus mejillas se sonrojaron. “Pero dices antes, como si, como si… ¡hablas en pasado!” Cómo decirte, Ana, que para mí la única forma de hablar de amor es en pasado. Aunque en ese instante tuviese más ganas que nunca de abrazarte, de besarte, de sacarte de allí. Tal vez lo hubiera hecho. En ese momento apareció, casualidades de la noche canalla, mi morena. Y he de confesar que me sentí aliviado.
DÍA 2
Caminando entre los plátanos de la gran ciudad a la hora en la que cierran los museos que están a uno y otro lado. Siento que el otoño es mío. A eso se le llamó ayer Ens Realissimum, y antes, y después, todavía se lo siguió denominando Dios: estoy en ningún lugar y al mismo tiempo en todas partes ocupando el centro. Así me siento. Invisible y omnipresente. No una simple fuerza del universo, sino el universo mismo. Un átomo, un corazón. Entonces me paro, me saco aquel sombrero nuevo que me aprieta demasiado la cabeza. Lo contemplo absorto. Recuerdo al fin. Aquellos días azules y, en medio, una noche de ruptura. Una ciudad atlántica. Horas, días, meses de una dulzura nunca soñada, sin preocupaciones, amando, siendo amado. Pero una tarde mi demonio me susurró: basta. Hay que acabar con esto. Un poeta no tiene vida matrimonial. Decidí que había que acabar. Fui a casa, a nuestra casa, para anunciarte que me iba, que punto final. No estabas. Los planes de un niño no resisten la prueba de la experiencia. No estabas, coño. Volví a la calle. Oscurecía. Se acabó, pensaba. Me dejaba llevar. Estaba feliz. Toda ruptura es ebriedad. Les sonría a las muchachas que se cruzaban conmigo. Me asomaba al paseo, bajaba a la playa, corría. De vuelta a la ciudad había que celebrarlo. Sin alcohol. Hay que sentir, me decía, sentirlo todo. Sin alcohol. Así una hora, hora y media, dos horas. Hasta que el propio cuerpo gritó: ¡ahora sí, ahora que corra el vino! De tasca en tasca, saltando, mirando, pestañeando. Pronto fue madrugada, pronto llegué a un pub, tan lúcido como solo puede estarlo el hombre que ha tomado una firme resolución. Un hombre con sombrero. El sombrero de mi abuelo. En la pista una rubia se me acerca. Lleva unos cuernos y una falda y una cola roja. ¿Era carnaval? No lo parece. ¿Por qué va disfrazada? Se me acerca demasiado. No está borracha, ni colocada. Está tan sobria como yo. Se me acerca demasiado. En otra ocasión la habría apartado: esto no es lo mío, nena, búscate un consolador. Pero cuando hablamos la cosa se pone más interesante. Así que le miento: tengo farlopa. Es guapa, está muy buena. Vamos al baño, me dice. La sigo. Nos encerramos. Cuando siento la franela de su cuerpo rozando mis pantalones los ojos se me abren tanto que la asusto, pero no la asusto. Ha comprendido de manera fascinante que la tierra tiembla bajo nuestros pies. La cojo del cuello y la beso. Nos besamos. Luego yo le bajo las bragas, luego ella me baja los pantalones. Estoy contra la puerta del baño y siento que el sombrero se cae del otro lado. Ella me baja los calzoncillos y se arrodilla. La miro: es una rubia impresionante con labios dulces de melocotón. Pero, ¿me gustaba aquello? ¿qué es lo que sentía? Lo cierto es que entonces no pude evitar pensar en el grotesco caballero de la fe. El caballero de la fe que en nada se distingue de sus conciudadanos, que comparte hábitos, costumbres y aficiones con ellos, que a cada instante representa el papel de perfecto burgués endomingado. ¿Acaso podía referirse Kierkegaard también a una escena como aquella? Comprendí que sí. El caballero de la fe podría ocupar mi lugar, nada iba a cambiar. Solo que ahora ya no se estilan las jornadas de domingo fumando pipa en la puerta de la casa rodeado de vecinos. Ahora triunfan las henrymillerianas madrugadas que se prolongan más allá de las veinticuatro horas. Urbi et orbi. Temor y temblor. De hecho, lo vi tan claramente que me dolió, yo era el caballero de la fe. Qué forma cruel de devenir intrascendente sin rozar siquiera la inmanencia del ser. Me la estaban chupando y a mí no se me ocurría nada mejor que ponerme dialéctico con Kierkegaard. Levanté a la rubia y le metí la lengua en el coño. Al menos que disfrutase ella. Qué diferente almeja a la que estaba acostumbrado. Sin pelos, raspada, un poco áspera. Almeja de modelo. Aquello me sorpendió tanto que se la metí lo más adentro que pude. Ella gritó de una manera tan real que pensé que se me iba a correr en la boca. ¿Cuánto duró? Imposible saberlo. Cuando recordé que mi sombrero estaba del otro la dejé caer como un fardo, abrí la puerta y…el sombrero ya no estaba. Así se perdió el sombrero de mi abuelo.