I racconti del Premio Energheia Europa

Morituri te salutant _ Adrian Ramos Alba, Madrid.

Premio Energheia Espana 2013.

spagna1La alarma del recreo sonó como el alarido de un demente. Los alumnos se levantaron de sus pupitres y fueron dejando los exámenes sobre la mesa del maestro antes de salir. A don Mariano, la barba entreverada de mechones blancos y rojizos le nacía demasiado cerca de los ojos, subrayándole las ojeras, y se le desparramaba por toda la cara como un río de caudal peludo que iba a desembocar a la altura del abultadísimo gaznate. In extremis, Paquito Salas le entregó su examen, lleno de malformaciones. Tenía la piel triste, azulada, y dos ojos como cicatrices palpitantes. Para colmo de males poseía una dentadura descomunal que le impedía cerrar la boca, o al menos se lo ponía muy difícil. Don Mariano oteaba el fondo de la clase por si quedaba alguien cuando un papel se escapó de la carpeta de Paquito y fue a aterrizar junto a los lustrados zapatones del altivo profesor de latín, que sin dejar de mirar a su peor alumno, alargó la mano como un orangután cetrino y cogió el papel. Paquito Salas observó con estupor cómo los ojos de don Mariano se derramaban sobre el papel como aceite hirviendo. Un cuerpo coloreado, semidesnudo, era recorrido por las pupilas del profesor, de pies a cabeza, notando como una barahúnda calenturienta le invadía por dentro. No podía apartar la mirada de la vaporosa falda transparente que dejaba ver el vello impúdico, las venas que desde las muñecas seguían el rastro de la sangre a través de brazos bien torneados, los pezones con funda maximalista, los lunares hiperestésicos que le moteaban el cuello, alrededor del cual le serpenteaba una soga fosforescente. Aquí la mujer se desdibujaba.               Don Mariano creyó verla gravitar y abandonar el papel, se le volvió borrosa, y sobre la cabeza desmadejada pudo leer una aureola de mayúsculas exuberantes que formaban dos palabras. LADY GAGA.

Quiso saber quién era el autor, descartando a priori a Paquito, a quien la naturaleza no había dotado ni de sesos ni de destreza, como no fuera para propalar pedorretas interminables que podían alcanzar los quince segundos de duración. No hizo falta que le apretase mucho las tuercas, Paquito confesó motu proprio. El autor de tan sicalíptico fresco resultó ser un tal Cepe, alumno de otra clase, con quien Salas solía reunirse en los cenáculos de inadaptados que tenían lugar durante el recreo. Al parecer, el irreverente dibujante se lo había regalado movido por esa rara misericordia que sienten los empollones por los zotes. Tras amenazarle con llamar a sus padres la próxima vez que le pillase con otro obsceno dibujo (don Mariano desconocía que Paquito era huérfano de padre y madre), dobló el papel y lo guardó en su maletín, en cuyo interior fue a confundirse con los exámenes recién hechos. Acto seguido le instó a llevarle hasta Cepe.

spagna4Niños asilvestrados dando balonazos poblaban el patio del colegio de los Hermanos Maristas pasadas las once de la mañana. Saúl y Paulo, dos gemelos retrasados mentales habían sido colocados como postes de una portería en un improvisado terreno de juego. Con sus andares de verdugo, don Mariano avanzaba sin mirar a nada ni a nadie. A su lado, como un apéndice atolondrado, Paquito Salas arrastraba los pies como si no tuviese articulaciones en las rodillas. Llegaron a unas escaleras que ascendían hasta un muro ciego, donde en el pasado hubo una puerta que comunicaba con el bosquecillo que circundaba la parte del patio más alejada de las clases. Cuando el anterior director del colegio decidió tapiar la puerta, las escaleras perdieron su razón de ser, quedándose allí arrumbadas, como un fósil herrumbroso. Sentados en los escalones donde crecía la mala hierba, una turbamulta de gordos sebosos, gafotas con brackets y demás inadaptados se desplegó ante los ojos del profesor. Haciendo gala de un modus operandi escueto y bronco, don Mariano propinó un coscorrón a Paquito Salas, que descifró rápidamente el mensaje del maestro

y señaló con el dedo índice a un niño amazacotado y mofletudo, con cara de anciana irlandesa. Utilizaba su panza con superávit de lorzas a modo de fofo caballete, apoyando sobre ella un cuaderno de dibujo. Ajeno por completo a la mirada atravesada de don Mariano, Cepe, “Ceporro”, como le llamaban en clase, daba las últimas pinceladas a su último opúsculo, cuando la sombra del profesor se cernió sobre él. Paquito Salas aprovechó para hacer mutis. De un certero manotazo don Mariano le arrebató a Cepe el cuaderno.

Los dedos huesudos del profesor fueron pasando una lámina detrás de otra, y sucesivamente fueron apareciendo Tom Cruise degollado, Nicki Minaj gaseada, Britney Spears pasada por el garrote vil, Keira Knightley lapidada, y un largo etcétera de celebridades ejecutadas. El holocausto pop no carecía de estilo, a medio camino entre Jordi Labanda y Valdés Leal. Don Mariano cerró con tal violencia el cuaderno que a punto estuvo de pillarle a Cepe su nariz con forma de alcachofa. En compensación por su talento, el grasiento retratista se llevó un bofetón monumental. Dos lagrimones rechonchos se arrastraron por los molletudos carrillos. Antes de marcharse, don Mariano hizo añicos el cuaderno.  El viento se llevó los pedacitos de papel, esparciendo por todo el patio un confeti de celebérrimos miembros amputados.

 

spagna5Entró en su casa a duras penas. El adefesio con el que llevaba veinticinco años casado le recibió con las mismas cajas destempladas de todos los días. La naturaleza había tenido a mal otorgarle un rostro inadmisible donde ojos, boca y nariz se apretujaban como queriendo huir. Pasaba las horas muertas despanzurrada en un sillón engullendo culebrones, las manos apoyadas sobre los reposabrazos como dos sapos cárdenos. A menudo don Mariano tenía la impresión de verle asomar la masa cerebral por las orejas. A su lado, con ademanes de reina de Saba, pintándose las uñas de los pies de un color como de sangre coagulada, su hija adolescente le saludó con un vago arqueamiento de cejas recién depiladas. El temido profesor, azote de alumnos descarriados, Genghis Khan de las aulas, hacía tiempo que se había resignado a despojarse de su status autoritario nada más pisar aquel opresivo gineceo en el que vivía.

Durante el trayecto que hacía cada día del colegio a casa, don Mariano iba dejando atrás jirones de autoridad, en una suerte de striptease anímico que le consumía hasta hacerlo trizas. Intramuros eran la madre y la hija quienes marcaban el paso. Él las seguía con la mirada del cervatillo que vive entre lobos, sabedor de que más tarde o más temprano acabarán por devorarle.

Después de almorzar una chuleta mustia se encerró en la biblioteca, su sanctasanctórum, y se dispuso a corregir exámenes, tarea que habitualmente le sumía aún más en la tristeza. Hasta que se topó con el retrato de Lady Gaga. Lo observó con detenimiento durante un buen rato. Sin darse cuenta, su dedo índice, que previamente se había metido en la boca a modo de transitorio biberón, repasó una y otra vez las acuareladas curvas, dejando un rastro de baba en el papel. Se desabotonó la bragueta y una verga mas post mórtem que viva hizo acto de presencia. Con movientos ad hoc, sometiendo a un carrusel de vaivenes a su disoluta y morcillona minga, sintió cómo poco a poco le devolvía la vida y se desperezaba como un crótalo resucitado. Un semen mojigato, espeso, como veneno largo tiempo retenido, cayó como una lluvia ácida sobre la mujer de papel, desdibujándole las facciones. Don Mariano, derrengado sobre su butaca predilecta, los calzoncillos en blanco Abanderado ondeándoles a media asta a la altura de los tobillos, los ojos volteados, la boca reseca, exhausto, flotando en una etérea placidez, sintió un escalofrío nada halagüeño cuando de improviso un golpe de viento se llevó el dibujo de sus manos. La puerta se había abierto sin hacer ruido.       Un rojo oscuro, desafiante, sobresalía de las uñas de los pies de la adolescente. Aterrorizado,      Don Mariano se guardó su pingajo, sintiendo como entre su hija y él se abría una zanja. La hija, temblando, recogió el papel del suelo. Don Mariano se le acercó. Ella retrocedió. El labio inferior le temblaba mientras miraba el dibujo. Salió corriendo por el pasillo gritando, seguida de cerca por su padre, quien con una mano le hacía gestos para que bajara la voz mientras con la otra intentaba sin éxito insertar la púa de la hebilla en uno de los agujeros del cinturón. Llevaba el rostro lívido, como el cerdo que se acaba de enterar de que hoy es San Martín.

spagna6Se asomó a la habitación de su hija, donde cada vez que entraba, dos o tres veces al año como mucho, se encontraba más perdido que Perelman en Puntacana. La encontró aferrada a la almohada emitiendo grititos ahogados.

-Gaga… papa… haciéndose… lady… paja…

Junto a ella, su madre iba recogiendo las palabras del aire como si atrapase mariposas de mal agüero, poniéndolas en orden sintáctico y clavándolas con un alfiler en su mente de corcho.        Don Mariano contemplaba con horror las paredes de la habitación, reventonas de pósteres. No había ni un ápice de pared que no hubiese sido invadido por un monocorde ejército de clones de Lady Gaga en actitud poco recatada. Maldijo su suerte, y viéndose acorralado pidió perdón con lágrimas caudalosas, henchido de culpa, humillándose, de rodillas ante su hija y su esposa, quienes le cerraron la puerta en las narices.

Tras nueve horas de reclusión en la biblioteca, movido por un voraz apetito, salió a hurtadillas de su guarida e hizo parada y fonda en la cocina. No le habían dejado ni las raspas, así que hubo de contentarse con una caja de galletas campurrianas recién caducadas. Al salir al pasillo encontró cerrados a cal y canto su propio dormitorio y el de su hija, por lo que decidió que lo mas prudente sería pasar la noche en la biblioteca.

A la mañana siguiente los tres miembros de la familia se reunieron en torno a la mesa de la cocina para desayunar. La mujer y la hija ponían mucho empeño en no rozar sus rodillas con las de Don Mariano. No se miraban. Simplemente “estaban”, como “estaban” desde hacía una eternidad, inmóviles, sus tres nombres en el buzón de correos; juntos pero sin tocarse. Don Mariano se aferraba a una tostada como el náufrago se aferra a una tabla en mitad del océano. Intentaba untar mantequilla sin hacer ruido, lo que resultaba imposible dada la sólida consistencia del derivado lácteo. Su mujer, incapaz de soportar el engorroso sonido, se levantó de sopetón y encendió la radio.

spagna8Mohína, volvió a sentarse y sumergió una magdalena en el café, todavía demasiado caliente como para ser ingerido por alguien perteneciente a la raza humana. Un humillo amenazador proveniente de las tres tazas se mezcló sobre la mesa como un espeso nubarrón. Desistiendo de la mantequilla, Don Mariano mordió su árida tostada, concentrado en los cuadros vichy en rojo y blanco del mantel, mirando furtivamente a su hija de tanto en tanto, pero ella no apartaba los ojos de su tazón repleto de cereales, que ni había tocado. Después de dar el parte meteorológico, una voz femenina interrumpió al locutor en la radio.

“Tenemos una noticia de última hora. La cantante Lady Gaga ha aparecido sin vida en su mansión de Nueva York. La policía aún no ha confirmado la causa del fallecimiento, pero todo parece indicar que la cantante se ha suicidado ahorcándose”.

De camino al colegio de los Hermanos Maristas se iba mirando en todos los espejos y en todos los escaparates que le salían al paso. La quemadura que le ocupaba la mitad del rostro le daba cierto aire de monstruo de la Troma. Que su mujer le hubiese arrojado el café ardiendo a la cara no parecía afectarle lo más mínimo, pero reprimía las lágrimas cuando le venía a la cabeza la imagen de su hija, fuera de sí, arrancando las páginas de la Anábasis de Jenofonte en edición príncipe, desmembrando a Homero, Catulo y Horacio y arrojando sus restos por la ventana. En cuanto al azaroso deceso de la popstar y su conexión con el turbador retrato de Cepe que propició la inapropiada paja, don Mariano no albergaba duda: no podía escapar de su fátum. Espoleado por los acontecimientos, por primera vez en quince años había alterado su itinerario, desviándose por callejones a los que una niebla espesa acompañaba urbi et orbi, impidiendo que los rayos solares señalaran con claridad la ubicación exacta de las cosas, pero él parecía saber adónde iba cuando empujó la pesada puerta de una tienda de material para bellas artes y manualidades.

Cuando llegó al colegio, antes de lo habitual, se recluyó en su despacho y terminó de corregir los exámenes. A la hora del recreo atravesó el patio hasta llegar a la escalera donde se reunía la crema de la marginalidad. A Cepe, el chorizo pamplonica del bocata que se estaba jalando le teñía las manos de un rojo que a Don Mariano le recordó al esmalte de las uñas de los pies de su hija.

 

spagna10Al ver su cara churruscada Cepe quiso salir corriendo, pero ya era demasiado tarde. Contra todo pronóstico, el profesor sacó de su maletín un paquete de kleenex y le ofreció uno, indicándole con un gesto que se limpiase las manos. A continuación le entregó algo envuelto en papel de regalo que Cepe desenvolvió con recelo, hasta descubrir bajo los pliegues de papel un cuaderno de dibujo y una colección de témperas sin estrenar. El orondo artista preadolescente miraba aquello con ojos crecidos, relucientes, como bolas de discoteca. Un enérgico chasquido de dedos de don Mariano  bastó para que el resto de alumnos por allí desperdigados desaparecieran ipso facto. Una vez solos, don Mariano se sacó la cartera del bolsillo trasero del pantalón y estuvo trasteando hasta encontrar una fotografía tamaño carnet de su mujer. Se la alargó a Cepe y le pidió que la dibujase in situ, pidiéndole amablemente que añadiese unas llamas donde la mujer se consumiese lentamente.      Bajo la atenta mirada de su imprevisto factótum, Cepe dibujó grosso modo lo que el profesor le pedía. Cuando éste consideró que el dibujo ya estaba terminado, lo arrancó del cuaderno con inusitada delicadeza y acercando su cabeza a la de Cepe le susurró al oído:

-Si le dices una palabra de esto a alguien te arrancaré las orejas y te obligaré a comértelas.

Antes de volver a clase, Don Mariano hizo una visita al baño, de donde salió cinco minutos después con el rostro lívido y la cremallera de la bragueta mal cerrada.  Lo primero que hizo al entrar en el aula, antes incluso de quitarse el abrigo, fue entregarle a Benítez, el delegado de la clase, los exámenes corregidos y mandarle que los repartiese entre sus compañeros. Sentado al fondo, Paquito Salas no hizo ni por mirar su examen cuando Benítez lo depositó sobre su pupitre. A punto estaba ya de hacer una bola de papel con él cuando descubrió que don Mariano le miraba desde el otro lado de la clase con una socarrona media sonrisa surcándole la carne quemada, lo que sobresaltó a Paquito, que no había reparado hasta ese momento en el repulsivo aspecto del profesor. Espoleado por esa absurda guirnalda tejida de quemaduras de primer grado que era la sonrisa del profesor, Paquito Salas bajó la vista y se topó con el examen. Por primera vez en su vida había sacado un sobresaliente.