Zygaena_Carolina Figueras Morató, Barcellona(Spagna)
Se encomendaba a los pies de Santa Cecilia y a veces los besaba. Hasta me pareció verla alguna vez lamiéndolos lascivamente.
Murió el año pasado pero lo recuerdo como si tubiera pasado hoy mismo. El recuerdo excéntrico, sumiso y a veces rebelde, que tenía de la tía Dafrosia se transformó en una imagen, en una sola imagen oscura, macabra y cínica, en un abrir y cerrar de ojos.
De pequeño el barrio no lo habitaba casi nadie; recuerdo mi infancia como un boceto de acuarelas, entre unas calles de casas blancas y ventanas azules de madera, que encajaba a la perfección con los barrios nuevos que hay al salir de la ciudad. Lo que sí tengo presente cada vez que vuelvo a casa, es el olor. El olor es de los cinco sentidos el que me transporta más rápidamente por las cavidades del recuerdo. Puedo sentir un perfume durante un instante y recordar un verano entero y en el momento que dejo de oler el recuerdo también se atenúa, y desaparece como si nunca hubiera estado presente, y se vuelve a enterrar en la memoria, a la espera de un nuevo afloramiento de luz.
De niño ya adoraba respirar el bosque, oler el aire salado que se filtraba entre las montañas, y que nos hace saber que no muy lejos tenemos el mar. Oler las cymbidiums carnosos que florecen casi sin hojas, cerca de los hojaranzos y las verónicas, y aquellas coles de invierno ya muy espigadas que hacen juego con el tacto mullido de las hierbas secas esparcidas por el jardín de al lado. Los primeros narcisos empiezan a despuntar entre los márgenes del jardín y el sol los acompaña, templado, haciendo juego entre el amarillo de la hierba de las campanitas chinas y los rosados de los primeros almendros y magnolios. Es una verdadera lástima que en la terraza del piso donde vivo tan sólo tenga espacio para poner un par de macetas y que para comprarlas tenga que pedir los tiestos, porque sino no me da para tenerlos.
De hecho aún me viene a la cabeza uno de los pocos recuerdos que me quedan de este lugar; cuando la tía Dafrosia nos ofrecía a mis hermanos y a mí galletas remojadas, justo antes de entrar en casa, después de habernos pasado horas dando vueltas con la bicicleta. Recuerdo subir los tres primeros peldaños de su casa, antes de llegar al porche, corriendo deprisa y escuchar como gañían y crujían bajo los pies, igual que el molino de la ventana. Era la única vecina que no tenía flores, tan sólo un puñado de arena. En la puerta había una mosquitera que apestaba a carne, como cuando el cordero se agría, apestaba a lana quemada. Desde la repisa de la ventana se desdibujaba un salón modesto con moqueta y un ventilador de barco en el techo.
Ella era la criatura más desconcertante del barrio y digo criatura porque a veces era tan extraña que no parecía ni que fuera humana. Caminaba dejándose colgar, sin gracia, tenía la boca torcida y una sonrisa maliciosamente tierna acompañada con algunos mechones de su cabello caoba, que le colgaban alrededor de las orejas, aclimatados por el color miel y verde manzana de sus ojos cristalinos, modelados únicamente por la luz solar. Iba a misa cada día y a menudo llevaba un colgante debajo del crucifijo entallado de roble que le sobresalía por un lado del pecho. Y todo el mundo pensaba que era un colgante, pero yo, cierta vez mientras ella comulgaba, me acerqué muchísimo porque quería tocarlo, pero al tenerla a pocos centímetros de distancia cambié de parecer al comprobar que era un capullo de mariposa entelado y perforado por una aguja imperdible de plata y allí dentro algo se revolvía como si estuviera vivo.
Mi sorpresa fue tal que salté hacia atrás de golpe y casi me rompo la cabeza contra una esquina del banco. Tras aquel encuentro las semanas siguientes viví obsesionado por aquel extraño capullo que le colgaba entre los pliegues de la camisa azul marino que de tan vieja como era hacía bolas de felpa y que parecía que se te pegaban sólo con que te acercaras. Y incluso algún día llegué a convencer a mis hermanos para organizar una expedición fútil que más que algo serio se convirtió en un esperpento. Pero aún así recuerdo que nos dispusimos los tres a rodear la casa dando vueltas y más vueltas con las bicicletas hasta que terminamos chocando contra nostro mismos cuando nos equivocamos de dirección. Y volvimos magullados a casa, con un chichón bien grande. Recuerdo aquel dolor y aquellas lágrimas de cocodrilo, pero nada más.
Aquello se quedó en nada.
Pero de noche me levantaba sudado con el corazón palpitante, con los latidos desbordados y con aquel ruido que todavía ahora me cautiva; era aquel sonido, el zzzsss, como un zumbido chillón, como un estallido perpetuo que me penetraba, que sentía soplándome el cuerpo por dentro, en el interior de mi cabeza, y lo veía y lo sentía tan adentro que llegué a pensar que lo hacía yo, que era mío…maldito ruido. Aquel zzzsss que me dormía y me exaltaba señoreaba todas mis noches y a la mañana siguiente me despertaba con ojeras y con los ojos tan morados que mi madre creía que tenía insomnio, y tenía razón, pero todo provocado por aquella fiebre. Todo por esa maldita larva, pensaba yo durante el día. ¡Qué estúpido me sentía! Por eso nunca dije nada. Y pasaron los años y nos fuimos haciendo mayores.
Hace unos meses llamaron a mi madre desde el hospital para decirle que la tía Dafrosia se moría y, como no habían podido localizar a sus familiares, si tendrían algún inconveniente en asistirla como buenos vecinos que eran. Y nosotros, claro está, siempre le habíamos tratado de tía sin serlo, ¿cómo no?, allí estuvimos, fuimos al hospital.
Pocas flores y una lápida limpia, los enterradores negros y ni tan sólo un perro lampiño y pelado que ladraba y mordía una zapatilla vieja pudo ponerle el punto de reverencia que le faltaba al aire. Todo transcurrió con una normalidad que adormecía a las ocas. Recitamos unos versos y, así seguimos, estábamos solos, los versos y nosotros. Ningún pariente, ningún amigo, mi padre en silla de ruedas y mi madre que se indispuso y no pudo asistir. Eché en falta el griterío de los niños y el zumbido de los coches, porqué básicamente en aquel ambiente sólo se respiraba silencio. Era un silencio mudo que te cortaba la respiración y la volvía pesada. Tenía ganas de volver, de ir a su casa, ponérsela en orden, esperar al familiar que mi madre había podido localizar y que venía de lejos, sentarme un momento en su sofá, arreglar los papeles y marcharme, y no volver más, y olvidarme de la tía Dafrosia, de su casa, del ventilador de barco colgado en el techo, de aquel zumbido que como un aguijonazo había vuelto a mi mente, deseaba marcharme lejos, todo lo que pudiera, incluso tenía ganas de viajar.
Pero nada más lejos de la realidad que lo que me encontré.
Anochecía y el sol había empezado a ponerse. Mis dos hermanos esperaban dentro de casa pero yo había salido a admirar la puesta de sol. A partir de aquel momento sólo vi luz; una fuerte ventolera hizo brotar frente a mí una belleza única.
Los ojos le brillaban, llevaba los cabellos atados desde media espalda y trenzados por detrás. La poca luz que quedaba la había robado toda ella. Sus cabellos de cinabrio anaranjado, su piel blanca, aquella sonrisa medio arcaica que había forzado al girar la cabeza y mirarme. No pude decirle nada: mudo. Y, de nuevo, toda la santa noche pensando en ella.
A la mañana siguiente al amanecer, volví a la casa. Me acerqué subiendo deprisa los tres primeros escalones como cuando era un niño, y oí el crujir de la madera y vi el molino roto que ya no giraba. Tuve miedo de llamar a la puerta por si salía la vieja Dafrosia en lugar de la chica de los cabellos anaranjados. Pero llamé a la puerta con tres golpes suaves, por debajo de la vieja mosquitera a medio remendar. Y me abrió ella, la chica de los cabellos anaranjados y de los ojos azules, y de las manos del frío y la piel blanca. En el interior la luz se filtraba muy débil, era un comedor muy oscuro, muy frío y extraño. Me dijo que me sentara tocándome ligeramente las manos. Y otra vez aquel escalofrío me invadió el corazón, frío y rojo al tiempo: como un presagio del miedo. Su nombre me removió, algo me destempló cuando me dijo que se llamaba Zygaena.
Me miró y suavemente se humedeció los labios hasta mordérselos. Incandescentes le respondieron e hinchados brotó el rojo y el amor. Dentro de los labios, entre los dientes, ella, consciente del interés que despertaba en mí, quizá por el movimiento repentino de los pantalones o por mi desasosiego ascendente, me repitió muy pausadamente el zumbido erótico de su nombre: Zzssy; los labios se entreabren y la lengua es fríamente detenida por los dientes, los labios se deslizan y se estiran: provocan el vacío. Ggaa; la lengua baja y reposa esperando la apertura: el gong de la A. Eeee; sigue sonando con la transición hasta llegar a la imagen final, la boca es la cuenca, la guarida de la palabra que loca de amor acoge la sílaba y la concluye. Nnaaa; el órgano blando que estalla contra los dientes otra vez y lo hace sonoro y alto como la “petite mort” que sucede al orgasmo. Ella lo pronunciaba así, marcando el ir y venir de la lengua suave y lasciva en la vibración casi mística de cada una de las letras de su nombre: Zygaena.
– Zygaena – volví a repetir yo con menos erotismo y mucho más miedo –. Nunca había oído tu nombre – le dije sintiéndome cada vez más cerca de la boca de un lobo del que sólo veía los ojos.
– Es el nombre de una mariposa diurna que viste de negro y escarlata, muy venenosa, por aquí se encuentra en la Dehesa del Saler.
– Escarlata como tus cabellos.
– Exacto, como mis cabellos. ¿Quieres tomar algo? Los papeles los arreglamos ayer. Tus hermanos fueron muy amables al ofrecerse a ayudarme y lo dejamos todo listo. No, no quiero nada, sólo quiero mirarte. Es lo que me tubiera gustado decir, pero en lugar de esto le pedí un vaso de agua bien fría del grifo o de donde fuera. La miraba pero me eclipsaba, era incapaz de subrayar mis ojos fijados en los suyos y que me obedeciesen. No bebí ni un sorbo, ni tan siquiera toqué el vaso. Las gotas de agua goteaban por todo el cristal y ella con los dedos las estiraba y se las pasaba de una mano a otra. Creo que pasamos horas así, hasta que al fin me miró, esta vez sí, clavándome las córneas preciosas hasta el fondo de la caverna de mis ojos y me llevó de la mano por el pasadizo oscuro hasta una habitación enlucida, de papel mal arrancado y con el suelo con toallas, y los cojines granates, cardados de viejos y de polvo, hasta una cama rota, sin muelles.
Me tumbé, la seguí porque la hubiese seguido donde me hubiera llevado, incluso me hubiera tirado de cabeza por todos los precipicios que me hubiese puesto delante. No era preciso atenuar una luz que ya no existía: ni bombillas, ni cortinas. La ventana se abría porque se movía con el viento, pero yo no podía oírlo porque el zumbido que aterrorizaba mi infancia se había apoderado ahora de mi mente, ocupándola, mezclando el deseo que me producía aquella venus nórdica, de piel de hielo, con un miedo creciente, macabro que me satisfacía al confrontar una belleza como aquella con una larva infestada clavada en el cuello, en el pecho de su difunta tía.
Las dos imágenes me helaban la sangre y al tiempo me la hacían hervir. La cogí sin dejar que terminara de quitarse la ropa apretándola contra mi cuerpo caliente, contra aquella cama de barrotes herrumbrosos, le metí los dedos y después de sacarlos bien húmedos, los lamí mientras embriagado devoraba su sal. Z a gatas, como una gatita oferente, de reojo me espiaba sacándome la lengua. Atrápame y seré tuya, me decía con una melodía contrapuntística que me reventaba por dentro.
Ella debió ver mis ojos de perdición y me cogió para salvarme a tiempo, antes de caer al vacío. Sentada me miraba rientra subía y bajaba acompasada por un ritmo ancestral, movía la cabeza y apretaba los dientes mientras pronunciaba sonidos guturales. Y del interior de su garganta brotó un suspiro, un chillido lanzado por un insecto, escupido, que batiendo las alas se estrelló contra mí. Lo cogí al vuelo y lo aplasté como un sandwich entre mis manos. Ella asustada empezó a gritar, la voz se le ahogaba y la piel de plata se le abría. La piel se le caía a tiras, mudaba.
Los cabellos anaranjados se volvieron oscuros y los ojos vidriosos de sirena de playa se le gangrenaban, granulados en sal. Me miró y me escupió cicuta como la mariposa que le daba nombre. Mientras agonizaba hice de mantis, intercambiando el papel del macho, y me vacié en su interior, completamente, como nunca no lo había hecho antes, anulando el trauma, comiéndomelo, penetrando la pequeña mariposa enferma disfrazada de hada de alas escarlata. Reducida a insecto, la clavé con una aguja y la llevé esa misma noche al cementerio. Allí la quise colgar dentro de la tierra ácida que cubría la sepultura pero el recuerdo morboso de aquella chica transformada en el insecto de mis sueños me hizo temblar y pensé en utilizzarla como el premio obtenido de una cacería.
La tía Dafrosia la había guardado durante años en la cápsula de un colgante entallado y sólo cuando la tía murió aquella mariposa había resucitado. No pude abandonarla entre la tierra apestada por los cuerpos de los muertos; la cogí con la punta de la aguja con mucho cuidado y cuando volví a casa la enmarqué:
Zygaena fue sólo la primera pieza de mi colección.