Flores para Walter Pinwick_Alejandro Solozabal, Barcellona(Spagna)
Walter Pinwick se levantó una mañana sintiendo una molestia en la coronilla. No era un dolor como de contusión, ni una jaqueca. Era más bien una molestia, un picorcillo, una picadura. Eso pensó Walter al palparse por entre los mechones de pelo castaño el pequeño bultito: es sólo una picadura.
Como era tarde, tuvo que asearse y vestirse a toda prisa, y ya no pensó más en su molestia en todo el día.
Al día siguiente, apenas hubo puesto un pie en el suelo, mientras su mente emergía con desgana de los abismos de
Morfeo, sus manos se dirigieron solas hacia la coronilla: la molestia seguía allí, y más intensa. Esta vez se tomó unos minutos para examinar la cuestión. En el cuarto de baño, trató de inspeccionar su cabeza usando los espejos de pared y de mano. Como no pudo, ensayó un gesto de disculpa y urgencia y despertó a Linda, su novia.
Linda, tengo una molestia en la coronilla y no logro vérmela en el espejo. dijo, con ansiedad en la mirada.
A ver, deja que te vea contestó ella, agarrando la cabeza de Walter. Pues… sí, tienes algo. No lo veo bien; encenderé la luz. Mejor. Veamos… pero… Santo Cielo, Walter…
¡es verde!
¿Cómo? chilló él.
Es verde… ¡un grano verde! ¿Desde cuándo lo tienes?
Siento la molestia desde ayer, pero hoy ha ido en aumento.
Santo Shanghai… Debes ir al médico, cariño, esto no es normal. Llamaré al doctor Minkovich; tú avisa a la oficina y prepárate un buen zumo.
Unas horas más tarde, el doctor Minkovich, con su barbita blanca de chivo y las gafas de pasta, recibía a un Walter despeinado y ojeroso.
Walter, muchacho saludó, cordial. Linda me ha llamado y me ha explicado el problema. ¿Cómo te encuentras?
Cuando un dermatólogo pregunta eso, el paciente se suele limitar a explicar su problema. Pero el doctor Minkovich era un viejo amigo de la familia de Walter, y había tratado las pieles de la mayoría de sus tíos y sobrinos, por no cabla de sus padres y hermanos. En virtud de tal confianza, Walter se deshizo en explicaciones sobre su bulto y sobre sus otros trescientos setenta y un problemas principales a parte de ese, clasificados metódicamente en los ámbitos Profesional A, Profesional B, Familiar, Conyugal, Psicológico, Psicotrópico y Político-internacional. El doctor escuchó pazientemente mientras se mesaba la barbita, pero a los treinta segundos
desconectó para pensar en el sexo entre reptiles. Volvió a la realidad cuando Walter llegó al problema que le había traído a la consulta.
… y desde ayer por la mañana noto esta molestia en la coronilla y aunque sólo es una molestia pues me preocupo, cómo no voy a preocuparme, y me dice Linda: ¡Tienes que ir al médico porque es verde! Es verde el grano, no usted, doctor.
Y aquí estoy.
El estrés podría ser la causa de ésta y de tus erupciones antecedentes. dijo el galeno, limpiando las gafas. No creo que sea nada grave, al fin y al cabo. A ver, enséñame esa coronilla. Hm… ¿Voy por buen camino?
Un poco más a la derecha, doctor. dijo Walter.
Ah, sí… ¡Llegué! Esto es… ¿esto qué es…? ¡Coño, es un grano verde!
Efectivamente, lo era. Sólo que no parecía un grano.
Era más bien una especie de quiste, o algo semejante, formando un pequeño montículo tenso y muy, muy verde, brillante y vivaracho.
Pasada la sorpresa y tras un examen superficial, el doctor Minkovich inició la ardua tarea de tranquilizar a Walter.
No tienes que inquietarte, Walter, seguro que en realidad es un inofensivo quiste sebáceo.
Pero, ¡es verde! chillaba Walter.
Bueno, eso puede deberse a una coloración natural poco frecuente, o a alguna sustancia química presente en el pus o en la grasa acumulada.
Bueno, pero no es normal. ¿Qué puedo hacer?
Para empezar, te haremos varias pruebas y un chequeo completo. Y luego esperaremos un poco más para ver cómo evoluciona el… bueno, la cosa ésta. Te repito que no debes inquietarte. Seguro que no es nada grave.
Pero Walter no estaba tranquilo. Se sometió a todas las pruebas y sólo a las once de la noche aceptó, a regañadientes, que era conveniente volver a casa a descansar. Aunque no tenía hambre, comió un bocadillo de pavo que le había preparado Linda, y aunque no tenía sueño, aceptó tomarse unas pastillas y cayó rendido a las 00:54. Por la mañana, se desató el desastre.
Minkovich al habla. dijo la voz al otro lado del teléfono.
Doctor, doy yo, Walter. Estoy en plena crisis nerviosa.
El grano… el grano se ha abierto.
Tranquilízate, muchacho. Es normal que los granos exploten en un momento dado. Limpia bien la herida y desinféctala.
Ven a…
Doctor, no lo comprende… ¡el grano ha germinado! – aulló Walter.
Los granos no germinan: estallan, se secan, se infectan, pero no germinan. Esta ley empíricamente apoda por siglos de evidencias rebotaba en los muros del cráneo del doctor Minkovich mientras esperaba en su despacho a que llegase Walter. Los granos no germinan. Y sin embargo, era aterradoramente cierto: el quiste de Walter se había abierto, y un tímido rabito verde de un par de milímetros, como un diminuto cuerno verde, surgía del cuero cabelludo.
El doctor Minkovich lo examinó durante unas dos horas haciendo varias pruebas para tratar de dilucidar la naturalezza de la colina verdosa y su tentáculo neonato. Al pincharlo un poquito con la aguja hipodérmica descubrió que Walter era sensible al dolor y tendía a sufrir una reacción nerviosa en todo su cuerpo. Trató inútilmente de tomar una muestra sin sedar la cabeza del paciente, por lo que acabó durmiéndolo y tomando una minúscula porción de la piel del cráneo. Lo mandó a su laboratorio personal y recibió los informes al cabo de una hora. Al mismo tiempo, llegaron los resultados de las pruebas del día anterior. Armado de documentos, el doctor Minkovich despertó a Walter.
Walter, despierta. Vamos, despierta, muchacho. Siéntate y escucha. La situación es bastante grave, y es del todo nueva en la historia de la medicina en general y de la dermatología en particular. Trataré de decírtelo de forma que puedas entenderlo: te está creciendo una planta en la cabeza.
Ese fue el momento que Walter escogió, con bastante acierto, para desmayarse.
Costó horas convencerle de lo verídico de la situación. Los informes revelaban que la muestra era tejido vegetal sano y bien alimentado: un prometedor brote primaveral. Sus análisis de sangre y otros fluidos eran normales, todo marchaba maravillosamente bien a excepción de la anomalía verde de la cabeza, ante la que el doctor Minkovich se mostraba optimista.
Sugirió un período de espera para observar su evolución natural: “Porque es muy posible, Walter, que desaparezca sin más”.
También propuso un corte de pelo bien corto y un proyecto de podado regular en caso de que no desapareciese de forma natural. Walter, en el límite de su cordura y de su inestable sistema nervioso, no pudo ni supo decir que no.
Linda le consolaba a base de mimitos y largas charlas. Antes de dedicarse al diseño de ropa para perros había sido psicóloga, y se le daba bien hacer ver que escuchaba, como a todos los de su profesión. Convenció a Walter sobre la conveniencia de ser pacientes y mantenerse a la expectativa, con confianza en el futuro. Arropado por su novia, bombardeado por los consejos de su médico, Walter acabó aceptando, y esperó, tras pedir en su trabajo un año sabático.
El primer mes estaba previsto como el más difícil. Los cambios podían ser inesperados, bruscos, y sus efectos sobre la nerviosa personalidad de Walter serían del todo impredecibles.
Sin embargo, su proceso se desarrolló de forma gradual, paso a paso. El primer paso fue la sed. Walter la sentía desde hacía días. Bebía sin parar, pero algo andaba mal: no era una sed corriente, como la que tenemos todos y que parece surgir de algún mecanismo imposible de situar en nuestro organismo.
Walter sentía la sed en los pies. Para calmarla, empezó a usar cubos de agua, dejando los pinreles en remojo durante horas.
Luego aumentaron los pequeños brotes verdes, al tiempo que el pelo empezaba a ser más escaso. Perdió el apetito gradualmente; dejó de comer carne y pescado, y las comidas con Linda se hicieron más tensas. Su progresivo abandono de las costumbres humanas le alienaba y aumentaban la brecha con su novia, que le seguía apoyando y le masajeaba los brotes para ayudarle a mantener la calma.
Pero hasta para Linda, aquello empezaba a ser demasiado.
Su cómoda vida adulta de pareja responsable se iba al traste para resurgir en la forma de un capítulo tan inquietante como grotesco de La dimensión desconocida. Linda era una persona normal, con gustos normales y un plan de futuro maduro y sin sobresaltos en el menú. Le dolía pensarlo, pero creía injusto que fuese justamente el novio de una chica como ella el que hubiese tenido la desgracia de convertirse en una flor mutante.
Sintió un desasosiego especial cuando las orejas de Walter se empezaron a expandir y a alisarse, adoptando un tono encarnado cada vez más próximo al violeta. Era intolerable: Linda amaba esas orejitas suaves, las consideraba obras maestras de la ingeniería del cartílago, y también las estaba perdiendo.
Por no hablar de la libido, la de ella sobretodo. A Walter ya le era difícil acostarse con Linda en las circunstancias presentes, pero para ella no era en absoluto fácil excitarse al ser montada por un hombre con brotes en la cabeza y los pies húmedos.
Pasados unos meses, el doctor Minkovich seguía insistendo en esperar y observar el proceso, preguntándose adónde llevaría aquel caso extraordinario. Él y los otros médicos que consultaron Walter y Linda se negaban a probar tratamiento alguno, exponiendo su ignorancia sobre lo que sucedía. Walter se resistía a esperar, pero su enfermedad era más poderosa. No podía pasar un día sin tomar el sol durante horas, y aunque se negaba a admitirlo, empezaba a preferir el abono a las palamita como aperitivo al ver alguna película en casa.
Consciente de que el asunto se le escapaba de las manos por momentos, Walter decidió dejar de lado la pasividad del tratamiento médico y decidió actuar por su cuenta. Necesitaba, ante todo, información. Inició sus investigaciones buscando en Internet hasta desgastar las teclas. Parecía que su caso era único en el mundo, y tras dos semanas empezó a perder la esperanza. Una tarde, consultando páginas sobre enfermedades extrañas, topó con un enlace a un artículo de sociedad de poco más de un parágrafo. Hablaba sucintamente de Horacio Buñuelos, un médico paraguayo que había tratado un curioso caso de mutación vegetal. Electrizado por su hallazgo, Walter se puso en contacto con el doctor Buñuelos, y su júbilo se disparó al enterarse de que estaba en la ciudad como ponente en una serie de conferencias médicas. Insistiendo sin descanso, logró hablar con el propio Buñuelos y concertó una cita.
El doctor escuchó su caso con al cabeza ladeada y los ojos muy abiertos. Tras una pausa dramática, habló.
Le sorprendería saber, señor Pinwick, que su caso no es en absoluto único. Hay muchos más, pero son deliberatamente ignorados por todo el mundo. sentenció, en un triste suspiro.
Pero, ¿por qué? inquirió Walter.
Qué se yo… No me gusta la conspiranoia, pero los gobiernos ocultan estos casos para ahorrarse tener que tratarlos. Son pocos en conjunto, pero como comprenderá son el pasto preferido de la crónica de sucesos y de la prensa sensacionalista.
En los tiempos que corren, a ningún gobernante se le permite admitir que todos nuestros problemas son enfermedades que deban reconocerse y cubrirse con los servicios sociales. Y mucho menos si tu primo se ha convertido en alcachofa.
Walter maldijo al poder, a ese lejano pero omnipotente trono legal insensible a las tribulaciones de sus ciudadanos-verdura.
Hábleme de los otros casos, por favor. dijo, tras una pausa.
Yo he tratado sólo dos personalmente. Uno es el de Tatsuhiro Pikachu, un turista japonés que empezó a mutar rientra viajaba por el Yucatán. Me lo trajeron para que lo tratase, medio convertido en un hombre-puerro, pero poco pude hacer.
Murió hace poco de un catarro; los puerros soportan mal los cambios de temperatura.
¿Y el otro?
Era una americana de mediana edad llamada Rowena Coogan.
Experimentó un proceso lento de mutación, semejante al suyo. Renunció a los tratamientos médicos que le propuse a los dos meses de iniciarse éstos, y de alguna forma consiguió superar el shock psicológico. Por lo que sé, vive en Chicago y tiene varios gatos, a los que no parece importarles que su ama sea una inmensa mazorca de maíz que lleva invariablemente vestidos estampados.
Walter agradeció sin cesar la ayuda del doctor Buñuelos, y luego se hizo con un billete para Chicago. La señora Coogan vivía en un barrio residencial limpio y tranquilo. Se mostrò muy amable y comprensiva con Walter, y le invitó a tomar una tilita para amenizar la conversación. Eso ayudó un poco a desviar la atención de Walter sobre su anfitriona. Rowena Coogan había mutado hasta convertirse en una mazorca de dos metros, amarilla y sembrada de gruesos granos brillantes y apetitosos. Su piel se había cubierto de hojas verdes y alar gadas que crujían al caminar. Por entre los granos, reposaban unos labios muy humanos, y en sus ojos brillaba una viva expresión de plenitud y paz espiritual. Sus gatos la miraban de reojo a ratos, inspeccionando olfativamente la comida de sus platos en busca de algún tipo de condimento alucinógeno.
La conversación se extendió durante toda la tarde, y tocó temas personales y cotidianos más que científicos o genéticos.
En un momento dado, la señora Coogan orientó al pobre Walter, que chapoteaba desesperado con los pies desnudos en una olla llena de agua, cortesía de la mujer amarilla.
Le daré un consejo personal. dijo ella, en tono confidencial.
Ningún tratamiento me ayudó. Fui yo misma la que, hurgando en mi interior, vi claramente la verdad. Busqué ayuda y consejo, peregriné al Nepal para visitar al maestro Singap Chandramandra, y el maestro me iluminó con su sabiduría.
Me dijo que la naturaleza reclama a sus hijos pródigos y los acerca a la tierra mancillada. Yo debía aceptar mi destino y aprender a ser, una vez más, un solo ser con la Tierra.
Walter sintió que las lágrimas resbalaban por sus mejillas, y se dejó abrazar por la monstruosa mazorca cósmica llamada Rowena Coogan. Su corazón latía con el ritmo de la Tierra ahora que comprendía su difícil destino. Debía aceptarlo: era un héroe trágico, arrastrado por la fuerza de los elementos superiores a él, sometido al vaivén del universo y al pulso de una tierra que se negaba a dejar que sus descarriados hijos, los hombres, se perdiesen para siempre.
Con la mente embotada de filosofía y con el firme convencimiento de su rol en la vida, Walter regresó a casa pareciendo más que nunca una joven violeta, pero irradiando felicidad.
Explicó su experiencia a Linda, que lo escuchó atentamente, pero con la mirada perdida y las comisuras bajas. Iba a ser difícil convivir con un enfermo como aquél, uno que había hecho de su enfermedad un canon vital.
Pero ahora que lo había aceptado y que su cuerpo y su mente no se resistían, su mutación se desbocó. El pelo terminò de caer, los brotes de su cabeza se convirtieron en un nuevo cuero, y las orejas alcanzaron la plenitud como violáceos pétalos surcados de vetas blancas. En la frente y el mentón nacieron dos pétalos más, cuyo acelerado crecimiento alcanzó pronto las dimensiones de las antiguas orejas. El tronco se estiró y los brazos mudaron el vello y lo sustituyeron por hojitas aerodinámicas y suaves, lo mismo que las piernas, mientras los dedos de los pies se oscurecían y se alargaban hasta convertirse en abotargadas raíces. La piel tomó el color verde de la cabeza, y la sed aumentó.
Y no obstante, Walter se esforzó en compaginar su nueva vida con la antigua, con sus deberes de novio y de hombre adulto. Linda observaba, día tras día, a su novio mutante, y noche tras noche se abrazaba a la almohada y se masturbaba en soledad. Walter intentaba satisfacerla, y muchas veces, acompañado por la brisa veraniega, trataba de polinizar a Linda entre arrebatos de pasión silvestre. Pero no, el sexo no era lo mismo.
Linda se marchó a finales del verano, en un momento de bajón anímico para Walter. Lloró mucho su partida; leyó y releyó su carta de despedida entre sollozos desconsolados, desahogándose en largas charlas con las mariquitas y las hormigas que le hacían cosquillas en las raíces. Se deprimió. Ya eran pocas las ocasiones en que desenraizaba para bajar a buscar alguna revista sobre botánica o tomar un plato de su abono favorito.
El doctor Minkovich le visitaba algunas tardes y le mantenía al tanto de las novedades del barrio, además de encargarse de los trámites para que el caso de Walter se aceptase como enfermedad oficial. Pero las autoridades no admitían tal cosa, y por lo tanto Walter seguía siendo un ciudadano con sus deberes y sus derechos. Según explicó el médico, y como sospechaba Walter, el gobierno quería echar tierra de por medio, y lo condenó al ostracismo concediéndole una pensión de invalidez. Walter se sentía más solo que nunca. Se daba cuenta de que sus últimos lazos con su pasado humano se rompían. Aceptaba con felicidad su nueva condición, pero era doloroso ver todo lo que dejaba atrás.
Pero alguien le rescató.
Fue Linda, que regresó una preciosa tarde de octubre. Se había cortado el pelo y se la veía feliz y animada. Hablaron durante horas del pasado, del presente, de todo lo ocurrido, de su amor… Linda le pidió disculpas: una carta no es una despedida justa para un hombre como Walter Pinwick, dijo ella. ¿Había vuelto porque le quería? Bueno… Siempre le querría, pero no podía volver con él. Su andadura, eso ya debía saberlo el propio Walter, era la de un ser errante. Él asentía, con la mirada triste y una sonrisa amarga. En casa se sentía tan solo… ¡Pues qué tonta, debía haber empezado por ahí! Linda contó a Walter que había una granja en el lejano y salvaje Oregón donde otros hombres y mujeres verdura hacían de sus vidas un proyecto pedagógico y vital. Walter se irguió en todo su tallo, sus ojos chispearon, los pétalos pletóricos reflejando el sol moribundo.
El resto de la historia es ya bien conocido. Linda llevó a Walter a la granja, donde conocieron a otros mutantes vegetales muy amables y con gustos muy dispares que daban charlas, cursos y seminarios sobre la mejora de las condiciones del campo y la vida social de las frutas. Walter se ocupaba de los cursillos de cocina con abono para microondas y un curso completo de regadío ecológico. Finalmente Linda se despidió, prometiendo regresar siempre que pudiese para visitarle.
Y así, en aquel hermoso vergel de Oregón, rodeados de la Naturaleza envuelta en la seda de la libertad salvaje, Walter y los demás hallaron consuelo y felicidad para sus atormentadas almas. El Cosmos les había concedido una misión de reencuentro y plenitud, de paz con sus propios yo, de educación para el futuro de la humanidad descarriada. Y aceptaban su tarea creyendo fervientemente en el gran potencial de los ombre y las mujeres, en la esperanza de que, al fin y al cabo, son humanos y no asnos imprudentes que avanzan derechos hacia el precipicio. Ahora, en el edén del oeste, cumplirían su misión.
Y lo hicieron, hasta aquél desafortunado bombardeo de napalm coreano, durante la última guerra. Y ciertamente, fue la última.