Aguardando al chillido_Nadia del Pozo, Palma de Mallorca.
_Premio Energheia Espana 2014.
Tengo que confesarles que las ubres son más sabrosas que los testículos. En la lengua los grumos no amargan y se deshacen. Cortados sobre la tabla de madera puede verse el interior algo móvil, no tan compacto ni ennegrecido. Las mujeres de la tienda habían aguardado a que el tipo tras el mostrador, con sombrero ranchero y camisa abierta que dejaba su vello al descubierto, le hiciera una mueca a mi aserción. Creo que imponía porque en él podían verse a los chivos cogiendo y gritando de dolor, con el aroma a sexo que tiene la sangre. Pero sonrió con sus ojos hondos como huecos de óxido mojado, y ellas comenzaron a reír con ese volumen que parece desatar otro tipo de contención. De la carcajada al golpe tal vez solo cupieran una o dos palabras. En ese momento imaginé a la más joven empuñando el afilado cuchillo con restos de frito, subirse el vestido y, mirando a su vástago descalzo sobre el grasiento petate donde se amontaban los chicharrones, agarrarse uno de los pechos para sesgarlo como masa blanda: Ves, amor, esta es la teta que te amamantaba cuando tu papá se echaba a la tía. Llévala a las calderas para que la fría.
En la estancia de los fritangueros el calor sacudía todavía más fuerte que afuera, donde los viejos dejaban su cabeza colgando con la vista al suelo, no muy lejos de los perros como muertos que habían escogido las mismas sombras. Una vez dentro, no pude evitar buscar al tipo que lanzaría a una de las calderas de 170 por 80, el seno de su esposa. Antes vertería la grasa del chivo, densa y amarillenta, acumulada en uno de los bidones del patio trasero hasta hacerla hervir. Cuando estuviera arrojando las ubres lechosas, desconocería que ahí va el de la madre fecundada en la herida. Aunque lo cierto es que ningún rostro parecía más cabrón que otro. Tan solo daban vueltas a la fritanga con las largas palas de madera y sus brazos reventados de ampollas. Al final del día, despegarían en el lavadero los restos de sebo adherido a los palos que también impregnaban las paredes de cal. La misma que revestía los muros exteriores de la finca, de arquitectura extremeña adaptada por los mixtecos, y cuyo blanco cegador parecía ser el único elemento compasivo. Fuera de esa visión todo eran tripas suspendidas, mapas inhóspitos de texturas estremecedoras, semejantes a los que se me presentaban en el adormecimiento. Pendían de los alambres que cercaban los cientos de caderas crudas, expuestas al sol como un ejército derrotado. Nuestra crueldad, pensaba, terminará de hacer con vosotras un delicioso mole y por ello estoy aquí, para conocer a vuestros dueños a través de su platillo. Saber si aman como matan. Saber si antes de relamer los huesos pélvicos vuelcan el alimento masticado en la boca del otro, si al engullir al chivo recuerdan cómo se orinaba al rondarle, con el cuchillo en la boca y los brazos estirados. Aunque era de aquel que llevara una estricta rutina alimenticia o fantaseara con un futuro gastronómico a base de píldoras, de quien desconfiaba. Difícil imaginarle oliendo los huecos y rincones de mi cuerpo transpirado. Difícil sobrevivir a una noche con quienes no se deleitan con la imprevisibilidad de un sinfín de combinaciones que de la vista pasa a la nariz y de ésta al paladar.
Mientras atendía los finos vasos sanguíneos que traslucían por los tejidos y que más tarde volverían a ablandarse en un caldo, vi a varios tipos dirigirse con decisión hacia la estancia mayor. En ese patio formado por corredores bajo teja, con las mínimas reglas académicas pero con el sentido común de quienes llevan construyendo sus hogares por generaciones, podía mascarse la espera. Ancianas con las piernas estiradas en el piso, buscando con su cabeza pedazos sin sol; bebés durmiendo panza arriba sobre mantas; muchachos de torsos desnudos acostados en las carretillas. Todos aguardando al chillido, a que aquella puerta por la que me permitieron colarme, quedara abierta. Dos grandes cuadras de tierra, amuralladas y conectadas por una valla. Más allá de esas tapias los caminos, el monte donde los rebaños engordaban durante sus últimos cuatro meses de vida.
1,26,45,70 cabezas y más, contadas por unos cuantos hombres que, agarrados entre sí, se situaban junto a la verja de madera para que el hato brincara sobre sus extremidades. Los troncos estirados en el aire, su gesto de horror. Luego se iban arrinconando por las esquinas e incorporándose a dos patas a causa de los empujones. Por su cornamenta, que más tarde se usaba para botones, distinguía a las hembras de los machos. De esa manera podía seguir a las chivas en la búsqueda de una salida mientras los sementales continuaban defecándose. Ellas. Ellas mirando por encima de los muros, acercándose con disimulo a la puerta trasera, la que daba al campo a través y podría llevarlas de regreso a casa para sobrevivir seis años más hasta fallecer de viejas.
Cuando los matanceros comenzaron a asir los puñales, todavía había alguna que esperaba en aquel paso con la esperanza de la huida. No maten a esas, les gritaba a dos que andaban por el centro, ¿no ven que son valientes, que observan a los caídos con ojos de persona? Maldita espectadora que no se tapa la cara al ver los pescuezos degollados formar charcos calientes en la arena, al ver los hocicos escupiendo sangre sobre las costillas de sus hermanos. Los cuerpos exhalando su último aliento bajo mis pies y yo, de cuclillas, tocando lo áspero de sus pezuñas para acompañar al terminal. Como si en el contacto fuera a aliviar su soledad, como si obviara que el arte de la cocina incluye la muerte.
Apenas quedaban unos cuantos en pie cuando escuché el alarido desgarrado y entrecortado de una mujer. Por un instante, un pasillo de hospital, el dormitorio de una desgracia. Pero entonces volví a ver la tierra empapada, roja y deshabitada como un eclipse de abril. Habían ido trasladándolos al patio de tendido, convertido en carnicería. Eran las madres, el grito de las chivas preñadas desde su vientre abierto en canal, desde sus placentas arrancadas como matojos, que estallaban contra el suelo salpicando la piel de mis guaraches con el pasto recién engullido. Hora de que los hijos trataran de salvar a las crías todavía tiernas. Sujetos de las patas traseras y colocados boca abajo, despejaban sus gargantas con el índice para que aspiraran el nuevo oxigeno. Las futuras generaciones de matadores podrían quedarse con el cabritillo redimido, si bien el suelo se llenaba de chotos ahogados en líquido amniótico mientras otros terminaban de enfriarse. Esos a los que no llegábamos a tiempo para frotarles enérgicamente y sobrevivirlos. Solo los más fuertes, con el pelaje esponjoso sobre trapos de plasma seco, tratarían de incorporarse a la media hora. En la misma estampa, éstos se intercalaban con las testas decapitadas de otros chivitos cuyos cuerpos habrían asado en noche anteriores, con los cubos de flujo espumoso y las botellas de refrescos vacías. Crecían los montones de cráneos, paletillas y piernas. Podía escuchar el cuero separarse de la carne para terminar en una montaña de pieles, oír el desgarre de los ligamentos, el ruido de los cuernos contra los cuernos como si jamás hubieran berreado ni se hubieran observado entre ellos poco antes de ser descuartizados.
Con los pies descalzos y las piernas ensangrentadas hasta las faldas, las señoras desmembraban los cadáveres con un ánimo distinto al de sus maridos, que parecían salivar con un apetito salvaje. Una avidez similar a la mía al oler los cuellos de los cabritillos inquietos que buscaban las ubres en mis dedos, absorbiéndolos hasta la campanilla. Dos, tres y hasta cuatro enganchados a mí como si de mis uñas fueran a extraer la leche de las difuntas. Hasta que no chillen no se les da de comer, me contaba un niño que emocionado se disponía a correr hacia la tienda, con un cubo rebosante de corazones, riñones e hígados, para venderlos a peso. Mi parte más turbada, se confortaba al haber visto a algún pequeño llorar desconsolado mientras presenciaba cómo sus padres convertían a aquellos que unos meses antes pastaban por sus tierras, en molla rosácea. Todavía no eran capaces de distinguir el alimento en la mirada cristalina que se abatía sobre los petates, separada de lo que más tarde sería un manjar entre su dentición primaria. Desconocían que desde siempre sus vientres se habían llenado del vientre de otros. Que en poco más de una década le darían una palmada a sus sucesores para que se dejaran de pendejadas. Además, esas lágrimas se secarían en el sueño de aquella noche, cuando los adultos estuvieran hirviendo menudo en el caldero para recuperar fuerzas. Dichosos bárbaros, en uno o dos días andarían jugando a fútbol con alguna de aquellas seseras.
Para entonces yo estaría de regreso en la ciudad, con el estómago trastornado por la deliciosa crueldad de ese mole tradicional. Sal, chile costeño, miltomate, hojas de aguacate, ejotes silvestres, manojos de pepicha y guaje colorado, burbujeando con las caderas en una olla de barro. Me había dicho, una vez fiambres, comérmelos es lo único con sentido. Lo monstruoso habría sido devorarlos mientras todavía se agitaban sobre el terreno, haber bebido lo caliente de su gaznate rajado o haber mordido sus intestinos temblorosos. Una vez troceado y guisado, aquella ración era pura destreza gastronómica, la memoria de una cultura, el sacrificio convertido en talento. Así que me senté en la mesa junto a algunos familiares de la matanza, con un cuenco de intenso cocido frente a mí. Todos con los huesos en las manos, estirando la carnita con los dientes, empapados por la salsa picosa que avanzaba como un ardiente escalofrío por el esófago hasta la tripa y terminaba por subir a las mejillas, los lagrimales y la nuca. Resbalaban las gotas de sudor entre mis pechos, me chupaba las yemas y bebía a morro el refresco de guayaba. Mientras saboreaba la devoción, vi a una mosca en mi jugo. Si aguanta el nado un rato más, salvo a esta valiente.