La última oración de Victor Garcia Bustos_Valencia
Finalistas Premio Energheia Espana 2015.
Enrico Falcone no pestañea dos veces antes de girarse para salir por el portón de la iglesia. No quiere tener nada que ver ni con Bianchini ni con nadie de esa familia rival. Saca un pitillo y un pequeño mechero metálico que ansía sin éxito imitar el lustre de la plata, pero lo guarda y acaba encendiéndolo con una cerilla. Le da tiempo a preguntarse por qué sigue llevándolo en el bolsillo. Él siempre ha sido muy tradicional. Para Falcone, quemarse el pulgar con el fuego agónico de la madera, sentir el aroma del humo incandescente del fósforo que precede a la primera calada es como la espera antes de un primer beso, si cabe, más excitante que la pura entrega a la pasión o al vicio. Es su ritual. Está acostumbrado a la muerte, pero termina quemándose el dedo a fuerza de cigarros cada vez que vuelve a ver un cadáver como el que deja a su espalda, aunque no haya tenido que encarnar el papel de verdugo. Por ser hijo de quién es no ha tenido que mancharse las manos de sangre. Tampoco sabe si sería capaz. Es un cristiano ferviente, un devoto de la Virgen y de los misterios de Dios y por malvado que pretenda mostrarse en su entorno hostil, no se cree capaz de hacer lo que le han hecho a Bianchini, y menos en suelo sagrado, aunque no parece haber muerto ahí. Su cuerpo está sentado en el banco, con un papel en la mano, sorprendentemente limpio, fresco, pero sus ojos son dos nubes. Podría parecer un suicidio, piensa. Si no fuera por los doce tiros en el pecho. Acaricia el rosario que lleva siempre en el bolsillo. Vaya manera de empezar la Semana Santa.
La noche es oscura, vacía, y el silencio litúrgico mece una bruma muy diferente a la de los arrabales de Regio di Calabria que le vieron crecer. Antes de cerrar el portón de madera vuelve sus ojos a los frescos de San Juan: eso no es diferente. El apóstol le mira desde las alturas de la misma manera que en su comunión, aunque sea en otra iglesia y en otra ciudad. Sonríe al invadirle el recuerdo. Siempre había querido ser sacerdote.
Enrico disfrutaba de la pintoresca variedad de los atavíos y ornamentos de los ministros del Señor cuando su conciencia pueril aún no alcanzaba a comprender a quién se referían entre cálices, cruces y casullas. Antes de que tuviese edad para hablar contemplaba las misas con la fascinación de un público entusiasmado por una buena obra de teatro, y no tardó demasiado tiempo en ser capaz de oficiar digna ceremonia por cualquier acontecimiento que pareciera relevante a su juicio juguetón. Si había que bendecir la mesa, por precaria que fuera, el ragazzo convertido en padre Falcone lo hacía improvisando una sotana con la servilleta, y cualquier momento era bueno para que el whisky, o el brandy o el limoncello acompañando a unos mantecados grasientos sustituyesen al pan y al vino en la transustanciación sagrada de la eucaristía. En el ambiente rural calabrés no le faltaban nunca pecados que absolver, ficticias parejas a quien casar o extremaunciones que conferir, pero cuando jugaba a cura porque quería serlo, nadie le decía que haber nacido en su familia le había hecho firmar sin quererlo un pacto de sangre. Servir, obedecer, y callar. Por la familia, por el negocio de los antepasados y las futuras generaciones.
Falcone se despierta temprano el jueves santo con la caricia tímida de los primeros rayos del sol después de haberse acostado tarde en femenina compañía de una botella vacía de coñac y unos paquetes de cocaína. El humo de unos cigarrillos perdidos crea una neblina que dota la habitación del hostal de una estampa lóbrega digna de toda película de terror y, si acaso queda algo de aire, se puede cortar con un cuchillo poco afilado. El olor del tabaco barato, el sudor y el coñac se mecen unos con otros en un baile infinito. Unas sirenas ruidosas empiezan a surcar las calles y sabe que deben haber encontrado el cuerpo de Bianchini en el banco de la iglesia.
Se pone en marcha para no llegar tarde a la entrega. No puede perder un solo tren. Debe darle tiempo a volver antes del día siguiente para ocupar el lugar que le corresponde junto a su familia al frente de los cortejos y dejar al margen los negocios, aunque sea durante un par de días. La Semana de Pasión siempre ha sido para él un mundo diferente, un rincón mágico de la realidad que hace renacer la melancolía de su amor a Dios y le vuelve a llevar a los sueños y la inocencia del niño que no conocía el crimen, al recuerdo de la alegría de las procesiones, de las misas de pascua y las representaciones teatrales de la Pasión, donde el capo local, que generaba mayor veneración que la misma Madonna, interpretaba el papel de Cristo. Todo era íntimo, feliz, ellos eran el pueblo. Por eso no acaba de comprender el titular del periódico que lee cuando, a su vuelta, baja del tren.
“El Obispo Acciardi aparta a la mafia de las procesiones de su diócesis”
Tras el asesinato de Enzo Bianchini en la iglesia de San Federico, el Obispo Luigi Acciardi hace pública una nueva regulación para todas las procesiones en su diócesis a fin de evitar la participación de personas sospechosas de vinculación mafiosa durante la Semana Santa.
Falcone hojea el rotario con sorprendente tranquilidad, vuelve a entrar a la tienda y pide al kiosquero que le devuelva el dinero. Llega al hostal antes de ponerse el sol, colgado de su pitillo, con una leve quemadura en el pulgar. El suelo está cubierto de algunos pétalos de flores, y con la mirada perdida a través del humo del tabaco que brota de su nariz como si arrastrase el alma tras su estela, pisa los que tiene delante. Llaman a su puerta unos minutos más tarde. Un niño sonriente vestido con un trajecito de monaguillo, con libro en una mano y un billete de mil liras en la otra le ofrece ese escrito aparentemente antiguo, encuadernado en cuero ajado, en el que el grabado del título apenas se lee. El niño le dice: “Hay que hacer lo que hay que hacer”, y se va de allí corriendo, sin que Falcone quiera ni pueda reaccionar. Abre el libro y aparece un papel en el que, escrito a pluma, se lee: Luigi Acciardi.
El obispo se encuentra en ese momento en Santo Tomás, solo, doblando su estola, quizá velando por el alma de quién parecía haber muerto sobre ese suelo o tal vez, recogiendo los útiles de una última misa de pascua que la casualidad funesta había llevado a esa iglesia. Se arrodilla como puede delante del Cristo de madera pintada, hace una oración silenciosa y se da la vuelta. La puerta está abierta y, delante de ella, se yergue un hombre con lo que debe ser una pistola entre las manos, apuntando con el cañón en silencio. Entra mucho más fresco por el portón abierto que luz por la única cristalera que cubre el cielo, y en esa bruma tenebrosa y sombría, no puede verle la cara, pero ni siquiera escucha palabra alguna. Se queda quieto, y no se intercambian más que respiraciones. Tiene el ojo de la muerte puesto sobre él, asomado a través del orificio del cañón negro mirándole desde el final del pasillo que crean las filas de asientos. Sin embargo, en ese momento encuentra una calma perdida y empieza a recitar el Padre Nuestro. El verdugo, sin mover un milímetro la pistola que apunta, saca el rosario del bolsillo de su gabardina y lo deja con extraña suavidad sobre su superficie metálica y fría, y espera durante esos segundos, musitando en voz baja para sí mismo la oración al mismo ritmo exacto que sale por los labios del obispo. No nos dejes caer en la tentación. Líbranos del mal. Amén. Enrico Falcone, el niño que quería ser cura, cae muerto delante del obispo, sin aliento, envuelto entre su propio temblor. Vaya manera de terminar la Semana Santa, piensa el párroco.