Sin titulo de Laura Bruna Plaza_Madrid
Finalistas Premio Energheia Espana 2015.
El columpio se mecía suavemente. La rueda de caucho, carcomida por el paso del tiempo, oscilaba como un reloj de pared cuyo péndulo quiere pararse para siempre. Sus bisagras oxidadas, al igual que las cadenas que lo sostenían, producían un sonido estridente que resultaba pavoroso en el abrumador silencio que embargaba aquel paraje. La pintura descascarillada yacía al pie de la estructura. Por los pequeños restos que se mantenían aún en su sitio, se entreveía que aquel balancín, el día en que el alcalde inauguró ese parque con la intención de que los pocos niños del pueblo disfrutaran en él, había sido de color rojo.
Las casas del pueblo, por su parte, poseían un aspecto lúgubre y amenazador. Sus fachadas de piedra sombría no parecían un refugio ante los duros inviernos que azotaban la región; al contrario, eran el detonante perfecto para que todo intruso que se acercara a esos recuerdos escondidos huyese del lugar. A esos muros se les había conferido la misión de preservar la historia de la circunscripción y… ¡no iban a ser menos! Sobre los tejados se apilaban oscuras y resistentes láminas de pizarra extraídas directamente de las canteras y minas de aquel recóndito emplazamiento. Las chimeneas, ennegrecidas por el carbón, parecían no poder soportar más el peso de los años y estaban a punto de hundirse, como ya le había sucedido al pueblo.
Por sus calles, estrechas y frías, tanto empedradas como sin pavimentar, aún se percibía el soniquete de los cacharros en las cocinas. Las mujeres se afanaban en hacer la comida a sus maridos e hijos; mientras tanto, los primeros trabajaban en las minas cercanas a la localidad. En sus cuerpos maduros y curtidos se advertían las secuelas que las duras tareas desempeñadas habían dejado en ellos. Sus cuerpos estaban cubiertos de cicatrices, los rostros arrugados no permitían saber la verdadera edad de cada uno, sus manos eran ásperas y duras, sus brazos, fuertes; ahora bien, sus pulmones podían dejar de funcionar en cualquier momento. Los niños, por su parte, disfrutaban de los privilegios de su corta edad acudiendo a la cita diaria con el maestro.
En aquel tiempo, la alegría de los domingos se hacía palpable entre los vecinos porque era el día de descanso. Tenían por costumbre salir temprano a misa a la pequeña iglesia donde se reunían todos los residentes (algo más de un centenar). Los López, la familia Salazar, los descendientes de los León, la prole de los Carrera, los Velasco, ¡incluso los Ruiz! (los adinerados de la villa) acudían a la cita diaria, donde intercambiaban saludos, chismorreos y novedades. Las conversaciones siempre derivaban hacia los mismos ámbitos: la mina, la escuela, la subida del pan, la guerra y el nuevo atuendo de alguna vecina. Los pocos pequeños que habitaban allí correteaban por las esquinas llenando de color un pueblo que acabaría sumido en la más profunda oscuridad. Los corazones más jóvenes no se constreñían con religión y trabajo. Pero tampoco podían imaginar que, en poco tiempo, lo que les había mantenido unidos les separaría para siempre.
Isidoro Ruiz y Aleja Salazar eran dos jóvenes del pueblo, ambos de diecisiete años. Isidoro pertenecía a una de las familias más ricas de la zona. Sus padres eran los dueños de la mina y vivían en una gran casa con balconadas de madera en la misma plaza del pueblo. El caso de Aleja era diferente: hija de los panaderos del pueblo, había perdido a su padre recientemente y permanecía, junto a su madre, a cargo del negocio familiar. Era una chica muy agradable y cariñosa, llena de vitalidad y amor que entregar a los demás y, tras la muerte de su progenitor, sentía aún más ganas de hacer feliz al resto del mundo. Aleja e Isidoro se conocían desde la infancia y, pese a pertenecer a familias con diferente nivel económico, siempre habían estado juntos.
Solían encontrarse a media tarde en el parque, cuando Aleja podía dejar la panadería con tranquilidad. Ésta se sentaba en el balancín de color rojo e Isidoro la empujaba, mientras disfrutaba de la tierna y alegre imagen de la muchacha. Isidoro siempre había llenado su corazón de dicha, gracias a sus miradas, palabras y caricias. «Jamás alguien me ha tratado tan bien —solía pensar Aleja—, ni siquiera Padre, que en paz descanse…». El muchacho, por su parte, nunca antes se había enamorado y adoraba el estado al que el amor le conducía. Ese cosquilleo que recorría cada parte de su cuerpo antes de cada encuentro con su amada, la necesidad de permanecer siempre el uno al lado del otro, ese querer bañarse en los ojos color pasto de ella y sentir celos del aire que rozaba su cabello… Antes de que anocheciese, solían pasear de la mano por la alameda situada detrás de la ermita donde, como ambos confesaban, habían soñado casarse. A ambos les encantaba leer y, a veces, inventaban historias u obras de teatro que representaban para ellos mismos en la arboleda.
Irónico e imprevisible, como suele ser el destino, los jóvenes tortolitos no habrían creído que ni la intervención de Dios podría regalarles muchos más encuentros. Aquella tarde llovía, quizá como preludio de lo que se avecinaba. Ambos se cobijaron bajo la techumbre de la portada de la ermita y, abrazados, conversaron:
—Isidoro, ¿crees que cuando nos casemos Padre se alegrará?
—Pues claro, Ale. Estoy seguro de que se sentirá muy orgulloso de ti. Eres una hija maravillosa.
—Eh, bueno… Quizá, antes de que falleciera, deberíamos haberle comunicado nuestras intenciones. ¡De este modo, nos habría dado su bendición!
—No tienes de qué preocuparte, querida. Dentro de muy poco estaremos aquí, agarrados del brazo, dichosos, unidos en matrimonio para siempre. Tu padre lo entenderá.
—¡Oh, sí! ¡Por favor, Isidoro! ¡Es lo que más deseo!
Mientras tanto, por el pueblo circulaba el rumor de que se pretendía inundar la zona con las aguas del Sil para construir un embalse. La estructura de la presa se había construido hacía años, pero la obra se había paralizado por las quejas de los vecinos y la escasa solvencia económica. Parecía que, al final, la tan temida pesadilla se iba a hacer realidad. Las demandas, ruegos, súplicas y protestas que se escucharon, unidas al sentimiento de descontento de los habitantes, no pudieron frenar la decisión. Se estableció que, en el plazo máximo de tres meses, se desalojaría a todos los habitantes, proporcionándoles un nuevo hogar en alguna localidad cercana. El sentimiento de desesperanza y ultraje corrió como la pólvora o, mejor dicho, como correría al poco tiempo el agua por sus calles, ahogando casas y corazones.
Por ejemplo, la madre de Aleja no podía dejar de pensar: «Si nos arrebatan la panadería, ¿cómo mantendré a mi niña?». Los hombres se preguntaban qué sería de ellos si no encontraban otra mina donde trabajar. El párroco se encomendaba a la Virgen de las Mercedes y rezaba por la conservación de su iglesia. Las mujeres dudaban que fueran bien recibidos en el pueblo en el que los realojaran… Los pequeños atendían a este triste espectáculo sin entender nada. ¿Un pantano? ¿Abandonar sus casas? ¿Qué quería decir todo eso? El pueblo se vio, de pronto, sumido en un tremendo caos. Nadie era ajeno a la noticia. Aleja e Isidoro, aún menos.
El mozo acudió aquella misma noche a la humilde casa de su enamorada. Ella salió a su encuentro, preocupada por lo inesperado de la visita. Normalmente él no la recogía allí, sino que se encontraban en la alameda. El nerviosismo de sus gestos, el semblante triste, los ojos hundidos y la mirada evasiva preocuparon a la joven.
—¿Qué ocurre, Isidoro? ¿Es por la mala noticia? ¡No hay de qué preocuparse! Nos darán un nuevo hogar y seguiremos felices como hasta ahora.
—Ojalá fuera así —musitó para sus adentros éste.
—¡Vamos, alégrate! Ven aquí, dame tu mano —dijo Aleja, besando sus dedos.
—Aleja, no puedo creer lo que tengo que decirte… ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué a nosotros?
—¿Qué es eso que tanto daño te hace? ¡Dímelo, Isidoro! —dijo ella, empezando a temblar.
—Mis padres quieren que me marche mañana, al amanecer. Dicen que no quieren esperar a que esto se haga más difícil y desconcertante… Han decidido enviarme a la casa de mis tíos, a la capital. La semana que viene partirán ellos.
—¿Qué? —pronunció casi en un suspiro Aleja— ¿Te vas?, ¿ya?, ¿así?, ¿sin más? ¡Pero si nos darán un hogar!
—Lo sé, pero sabes que aún soy menor de edad. No puedo hacer nada contra su voluntad. Tú tampoco les desobedecerías.
—¡Sí! ¡Yo lo haría! ¡Haría lo que estuviese en mi mano por estar siempre contigo! —gritó desconsolada, rompiendo a llorar— ¡Me juraste amor eterno y me has mentido!
—No te he mentido, es nuestro juramento y es real. Mira —dijo sacando una pluma del bolsillo de la camisa—, cuenta una leyenda que, si dos jóvenes se aman de verdad y piden un deseo con todo su corazón, bajará un ángel, la recogerá y se lo concederá.
—¿Crees que ese espíritu celeste podrá salvar nuestro amor? —preguntó Aleja, entre recelosa e ilusionada.
—Estoy seguro —dijo asiéndola de la cintura y estrechándola contra su pecho.
Ambos permanecieron abrazados mientras observaban el delicado descender de la péndola de golondrina. Sus miradas se centraban en el objeto donde habían puesto su esperanza, donde convergía el mismo deseo. Sus labios se buscaron con dulzura y se encontraron con el frenesí de la pasión; pero también con temor porque aquello fuera un «adiós» y no un «hasta pronto». Solo quienes han conocido el amor verdadero conocen los sentimientos de Aleja e Isidoro. Él partió a la mañana siguiente sin poderse despedir de su adorada. Roto por el dolor, perdió toda la vitalidad y energía que le caracterizaba. Además, no podía más que luchar contra el rencor que tenía hacia sus padres, por obligarle a separarse del lado de su Aleja.
A ella le fue aún peor. Habiendo volcado todas sus ilusiones en su querido y siendo el resultado desfavorable, sentía que la vida la había traicionado. Caminaba sola, todo lo que veía le recordaba a él y, de este modo, su corazón iba rompiéndose en pedazos. Perdió el apetito y las ganas de ayudar a los demás. Olvidó la situación del resto de los vecinos y se centró en ella, en su dolor. Una noche, al no regresar a casa, los vecinos salieron a buscarla. No hubo que ir muy lejos. Encontraron su cuerpo asido al balancín donde tantas tardes había pasado con su amor. Su cuerpo inerte se aferraba a los recuerdos que la habían mantenido viva. Murió de pena. «¡Qué triste final para un alma tan buena y joven!», decían en el pueblo. Su madre, desgarrada por el dolor y viéndose viuda y sin su única hija, se quitó la vida aquella misma noche…
Tres meses pasan muy deprisa. El tan temido día llegó y el pequeño pueblecillo amaneció cubierto de nubes grises. Grandes bandadas de pájaros abandonaban los campos, como prediciendo la desventura que estaba a punto de acaecer. Los vecinos se reunieron en torno a la
sus casas. Se asían a sus recuerdos, sus cosechas, la mina, su iglesia… porque se les iba la vida en ello; muchos, incluso, ni siquiera habían salido de la provincia. Sus pies se negaban a reaccionar y quedaban hundidos en el barro; sus ojos, anegados en lágrimas de desolación, desamparo, melancolía e incomprensión, se negaban a creer lo que sus ojos indicaban. Al final, les arrancaron de allí como el agua arrancó los crucifijos que todavía permanecían colgados en las paredes.
En invierno, el campanario de la iglesia asomaba, orgulloso, símbolo del pueblo que allí existió. En veranos de extrema sequía el nivel del agua descendía y las casas quedaban descubiertas. Poseían un aspecto lúgubre y amenazador, como si una parte importarte de ellas hubiera sido arrancada de cuajo. A sus fachadas sombrías parecían no gustarles los intrusos. Sus gruesas y sólidas paredes de piedra preservaban los recuerdos más sagrados de cientos de familias. En el parque, el columpio se mecía suavemente. La rueda de caucho, carcomida por el paso del tiempo, oscilaba como un reloj de pared cuyo péndulo quiere pararse para siempre.