Lapislázuli, Jaume Figueras_Barcelona
_Menzione speciale Premio Energheia Spagna 2016.
_Sentados en la mesa de madera, removía las manos mostrándote una vez más mi timidez. Egoísmo e insensatez afloraron en mi mano derecha con forma de martillo y empecé a taladrar tu pecho, ahondando en tus miserias, que acabarían siendo las mías. Yacías inerte a mis movimientos, en estado de shock, mientras apuñalaba tu pecho izquierdo buscando la piedra azul tan preciada. Tras una hora de irreparable trabajo llegué a un rosetón de colores añilados, frágil como dura era tu piel. Titubeé una hora más, con tu amor al viento. Quería una parte de tu corazón, de tu lapislázuli. Así que decidí romperlo para hacerme con un recuerdo tuyo.
La primera vez que te vi creía haberte visto con anterioridad, pero solo con mirar fijamente tus ojos marrón oscuro, como canta la canción, supe que me hubiese acordado. No te dije nada hasta dos semanas después, cuando pregunté por tu nombre.
—No —respondiste con rotundidad.
Así que empecé a llamarte No. Me parecía el nombre apropiado para alguien tan risueño como tú. Recuerdo de aquella vez la mochila naranja y el jersey azul claro de lana, deshilachado y ancho. Una presentación transgresora y humilde. Eso me gustaba, además de tu sonrisa. Descubriría poco después que tras ella se escondía tu alma. Tu azul.
Mineros y buscadores de lapislázuli son la misma persona. Todos quieren la gema de ultramar. Los primeros trabajan para encontrarla bajo tierra, los segundos rastrean en la superficie. Ambos con la intención de hacerse con un pequeño trozo. Pese a extraer grandes bloques de la piedra azul, siempre es una minúscula parte la que acaba en el bolsillo de los mineros. Y de allí al cuello o a la muñeca de alguien, dando fruto al más rentable de los negocios del mercado negro de gemas preciosas. Entonces, aparecen los buscadores, gente de espíritu paupérrimo que desean por encima de todo hacerse con fragmentos de la piedra azul. Te contaba esto dos semanas después de que me dijeras tu verdadero nombre, sentados dentro de un coche viejo y oscuro, una noche de invierno con luna llena. Te lo decía sopesando el fragmento que colgaba en tu cuello, con mirada de buscador. Allí te cautivé y empezó mi amor por ti. Tú preocupada por ser descubiertos, yo nervioso por tener algo tan bello conmigo. Como buscador de lapislázuli, encontré lo que ansiaba. El azul reaccionó a mi tacto, conocedor de mis intenciones para con él. Mis manos temblaban por tocar algo tan profundo: un fragmento de tu corazón. Lo dejé en el lugar que le correspondía, colgando de tu cuello. Pero conseguí un beso tuyo, profundo y eterno.
Durante aquel tiempo que estuvimos juntos, escuchábamos las mismas canciones. Tú recomendando artistas que nunca había escuchado, yo escuchando cada canción como si de un clímax musical se tratara. Porque no solo me gustaba lo que escuchaba, me hacían pensar en ti. Y todavía lo hacen. Mis cascos de música grisáceos, del color de la antracita, experimentaron un subidón de calidad aquellos dos meses. No existía un equilibrio entre nosotros en este aspecto, pues te paseabas por la calle tan tranquila, tan despreocupada, con aquellos auriculares viejos que sonaban distorsionados. Debería decir auricular, ya que solo te aguantaba de una oreja, de lo exprimidos que los tenías. Decidí regalarte unos como los míos. Azules, cómo no. Era tu color. De todas las canciones que me mostraste, quedé prendido especialmente de una en concreto. Una que tú cantabas. Oír tu voz sí que era tocar el cielo. Salía de tu pequeña boca risueña un hilo de notas bien coordinadas, dibujando un pentagrama infinito alrededor de mi cabeza que penetraba con furia en mis oídos. Aunque luego supe que esa canción no iba dirigida a mí, supe entonces que la voz del amor tenía poder y que su color era el azul. El azul infinito de la unión de cielo y mar era tu partitura. No hay otro azul como ese, ni otra voz como la tuya en mí.
Oí de pequeño una historia que me fascinó. No te la llegué a contar porque me parecía una coincidencia alocada. Como todas las historias, con el boca a boca van perdiendo detalles y acaba sin parecerse al original. Nunca supe quién la contó primero pero yo la hice mía. Decía así: «Un minero salía del subsuelo cabizbajo, con la cara cubierta de desperdicio mineral. Había encontrado una veta de lapislázuli, el corazón de la montaña. Las directrices eran claras, debía extraerla entera. Las vetas de lapislázuli tienen unas dimensiones más bien pequeñas, de medio metro de altura a lo sumo, por lo que la tarea no conllevaba demasiada dificultad. Su función como minero era clara y sencilla, aunque sus intenciones como contrabandista eran mucho más oscuras. Ejercía el estraperlo desde que, vendiendo un fragmento de lapislázuli, había ganado más dinero que en todo un año debajo de tierra. El pedacito se había separado de la roca por circunstancias naturales, hecho que no dejaba rastro en la veta principal. El minero jugaba con esto. Cuando encontraba una veta, la exponía a la luz artificial y la dejaba en una posición inclinada durante dos días para que soltara pequeños trozos de color azul intenso. Y se ganaba así una fortuna. Aquel día salía cabizbajo para que no vieran su felicidad. Habían caído tres fragmentos gruesos de lapislázuli, algo inusual. El minero tenía tres hijos, dos chicas y un chico, y había decidido antes de salir de la mina que le daría un trozo a cada uno de ellos. Su mujer había desaparecido tres días antes y necesitaba ver la felicidad en sus hijos.
—¡Eh, tú, minero! —El capataz era un chico mucho más joven que él y el encargado de controlar a los trabajadores en el turno de tarde—. Ven aquí, quiero preguntarte algo.
—Sí, señor —tartamudeó el minero, con el pánico recorriendo su espina dorsal.
—¿Cabría la posibilidad de que su hija y yo, esto…, podemos pasar una tarde juntos? La pequeña. Bueno, la que tiene mi edad. ¿Qué le parecería?
—Sí, señor, por supuesto —respondió sorprendido el minero—. Se lo comentaré en cuanto llegue a casa.
—Muchas gracias. —Y sonrió como el chico joven que era, satisfecho con la respuesta, feliz de haberse salido con la suya.
El padre minero aceleró el paso, nervioso por sentir a la inquisición oler su miedo. Si le sorprendían con trozos de lapislázuli en el bolsillo no podría seguir trabajando allí y dejaría de ganar dinero para alimentar a su familia. Además, el estraperlo le servía para pagar la universidad a sus hijos. Aún no sabía porque había aceptado que el capataz tuviera una cita con su hija pequeña. Se arriesgaba a ser descubierto. Sin embargo, no había visto maldad en sus ojos y supuso que por eso había accedido. Trató de no pensar en ello. Al llegar a casa, saludó cariñosamente a sus hijos, a quienes, durante la cena, les regaló unos colgantes con brillantes piedras azuladas.
Una semana después, el capataz reconocería a la hija del minero por el lapislázuli que colgaba de su cuello, además de por su belleza. Pasearon bajo la luz de la luna viendo como la silueta del campanario tapaba las estrellas que se mostraban furiosas por la envidia. Era la noche de reyes y, sentados en un banco, fijaron la vista en el universo, esperando que la estrella de oriente pasara encima de ellos, para dar fe que su regalo era mutuo. El chico giró su cabeza hacia ella y miró con fiereza el lapislázuli, que brillaba intenso y reluciente en su cuello. La chica lo miró al sentirse observada, situando su cara frente a la del chico, oyendo su respiración, notando su pulso. Él cerró los ojos, creyendo ver la perfección. Ella lo besó, admitiendo que aquel era su regalo.
Al cabo de un mes, en la entrada de la mina, el capataz se dirigió erguido al minero cuando este salía de trabajar.
—Tiene una hija realmente preciosa. Procure cuidarla como se merece. —Le ofreció la mano en señal de gratitud. El minero se la dio y frunció el ceño. Un trozo de lapislázuli relucía en su mano, con los rayos de sol anaranjado penetrando hasta el corazón de la piedra, formando una llama que transformaba el color azul en un desconocido. Era el color de la derrota, un fuego dentro del mar, pero también el de la esperanza, un fuego inmortal que lucha incesante pese a las inclemencias.
El minero marchó para nunca volver, con la satisfacción de ver en aquel fuego su futuro. Decidió convertirse en buscador de lapislázuli, en errante viajero».
Recordé la historia cuando te vi en mis sueños. Al principio te veía como lo que eres, un imposible. Una imagen etérea e inalcanzable. Me esquivabas, te enojabas cuando te hablaba, pero podía percibir tu bello rostro y ver de nuevo la piedra que colgaba de tu cuello. Tan profunda, tan lapislázuli. Cada vez más cerca. Yo luchaba, persiguiendo mis miedos y los tuyos. Los nuestros. Sabía hacerte enfadar, pero poco a poco te hacía volver a reír, volver a esa noche estrellada bajo el campanario, volver a la primera vez que hicimos el amor; te hacía volver a mí. Como todo sueño, se acababa la historia de repente, justo en el momento que yo iba hacia donde tú estabas. Desaparecías. La realidad me daba un bofetón brutal al saber que no estabas junto a mí.
Sentados en la mesa de madera, minero y buscador de lapislázuli eran la misma persona. El minero contemplaba la belleza azul que esculpía todo tu cuerpo. El buscador arrancó aprovechado el corazón de lapislázuli que residía dentro de ti. Me levanté de la mesa de madera, cogí mi trofeo azul y te dije adiós. Pero a cada día que pasaba no me sabía a nada y nunca te olvidé. Porque desconocía el poder del lapislázuli. Cuanto más te alejabas, más perdía su brillo, pues la piedra no era realmente la gema ansiada. La partitura que siguió no fue nunca la misma, era distorsionada como el sonido que emite un mísero auricular. Ese fragmento era parte de tu alma, que brillaba junto a mí. Sin embargo, toda tú eres lapislázuli. Pese a tener un trozo azul de esa preciosa piedra, nunca tendrá la belleza y la cautividad de la veta original.
Pese a arrancarte un trozo de corazón, nunca podré estar contigo. Nunca tendré el lapislázuli. Pero mantendré encendida la pequeña llama que aún conserva mi pequeño fragmento, buscando nuevos caminos para llegar a ti.