Geometría fraternal, Mauro Barea_Cadiz
Racconto finalista Premio Energheia Spagna 2017
«Hay matemáticos y filósofos que dudan si todo el Universo y toda existencia, fueron creados solo de acuerdo con la geometría euclídea. Incluso se atreven a soñar en dos rectas paralelas que, de acuerdo con Euclides nunca se pueden cortar en la Tierra, quizás puedan hacerlo en el infinito». Según Arturo, esto lo decía papá. Mi padre no era poeta, era arquitecto.
«Los niños crecerán y tendrán tiempo de pecar». Esta frase también la repetía nuestro padre cuando me veía retozar alegremente contigo en la playa, cuando mi cuerpo parecía una tabla bajo el traje de baño rosa, uno de falditas muy monas que terminé perdiendo en un viaje a Cancún. Nunca entendí, hasta ahora, el significado de aquellos crípticos mensajes. Mi madre, profesora de literatura y crítica incisiva de los poetas callejeros, le respondía con ojos de fastidio a mi padre que «dejara de mamar con Dostoievski». Hasta ahora sigo pensando que este señor Dostoievski tuvo que ver con que papá se fuera para siempre, y con lo que pasó el último día.
Las palabras de mis padres flotan alternadamente en un limbo espeso. No siento mi cuerpo, ni espacio dimensional al cual aferrarme. Creo que he muerto.
¡No es posible! Mi último día sí que puedo recordarlo, y en orden cronológico; una tarde soleada con cirros hiriendo el horizonte azul de una tarde acabando las clases. Lo recuerdo por tu cabello, crespo y desordenado como siempre; dejaba pasar trazas de sol constante, como el que nos mantenía entornando los ojos esos días en la playa. Mis pulseras moradas, verdes y rojas, todas deslavadas, se agitaban en mi muñeca mientras te hacia señas. La estúpida de Viviana se te pegaba como una lamprea, casi colgada de tu mochila. Nunca he entendido bien tus poderes de mago, pero los usas a tu antojo; ayer era Pati, la semana pasada, Andrea. Se nos hacía tarde para regresar a la casa y tú seguías jugueteando con las ninfas putas de tu clase.
No puedo estar muerta, de verdad que no.
—Arturo, ya se va el camión.
—Regrésate sola —dijiste, sin voltearme a ver y enseñándome el dedo medio.
—¡No vamos a llegar a la comida, animal! No te estoy esperando por pinche gusto.
Como para contrariarme, besaste en la boca a Viviana, que reía sin parar. Y la lamprea con labios y patas se dejaba hacer, retorciéndose como babosa en un baño de sal. Su falda ondeaba y la blusa se desabotonaba sola bajo la prestidigitación de tus manos. Empezabas a agarrar sus nalgas cuando se apartó, y entre risas manoteó con esas uñas de cotorra, pintadas con barniz barato, despidiéndose de ti. Apreté los puños y bufé.
El regreso en el camión fue silencioso. Siempre era como si te cambiaran un software en la cabeza: te apartabas de las porristas y del equipo femenil de natación, y eras la maldita seriedad andando, sobre todo conmigo. ¿Por qué me ponías así, y por qué me enojaba? Tenía tres años menos que tú, y no era fea. Era menuda tirando a flaca, mi cabello castaño y ondulado siempre caía justo a los lados sin hacerse un alboroto de león; no me carcajeaba como esas urracas, no me pintaba las uñas con marcador permanente. No tenía gustos musicales estúpidos, era alguien normal. Y tú, por Dios, no espantabas, eras mono desde niño, pero tampoco era para exagerar. Quizá eso me perturbaba. Percibí tu olor característico mientras apoyabas tu brazo en la ventanilla del autobús; ese perfil de pensador tan propio de ti se recortó ante la luz solar, maquillada de contaminación de la ciudad.
No sé en qué diablos pensaba cuando tu cachetada me devolvió a la realidad. Ya estábamos en nuestra parada y te reías como un mandril, parándote y haciéndome a un lado en el asiento. Mi reacción fue darte un puñetazo en el brazo, uno tan fuerte que hasta a mí me dolió.
—¡No mames! —dijiste mientras me empujabas. El camión no iba a tardar en arrancar y alejarnos de nuestro destino. Bajamos a trompicones. Más que el bofetón, estaba aturdida por tu cambio abrupto. ¿Qué pasó ese día con tu seriedad? No lo sé. Quizá las rectas destinadas a unirse ya estaban encontrando su infinito. Tus palabras salieron burlonas y dañinas:
—¡Me lo dormiste, pendeja, me lo dormiste!
—¡Te lo mereces! A mí no me cachetees, cabrón.
Sin que lo pudiera evitar —eras muy hábil, increíblemente hábil con las manos— agarraste mi mochila asida a mis hombros y la jalaste hacia el piso con toda tu fuerza.
Fue cómico en realidad. Caí en un terrible sentón que me cimbró todas las cervicales. Mi cara debió permanecer como una pintura de muda sorpresa. La falda se me corrió hacia las ingles y mostró parte de mi ropa interior. El poni Pinkie Pie asomó sonriente entre los pliegues de la falda, y algunos peatones desviaron la mirada hacia mi entrepierna, buscando colarse y cabalgar con el pequeño poni feliz.
—¡Usas calzoncitos de niña! ¡Ja-ja-ja…!
No sé cuantos segundos pasaron para que me pudiera reponer. Pero no quería reponerme. Y empecé a llorar. Como años atrás, cuando una vez en esa misma playa mi copo de nieve de fresa resbaló del cono y se estrelló en la arena, tiñéndola de rojo.
Los minutos pasaban, y mis lagrimones y muecas de dolor debieron alertarte, porque pasó lo que nunca. Dejaste de reírte de mis pantaletas y tu cara se ensombreció. Lloré con más fuerza. Debía sonar gracioso, porque ya no soy una niña, dejé esa etapa hace tiempo, pero sentí la necesidad de ser una cría otra vez. Lo primero que hiciste fue tratar de tapar a Pinkie Pie, pero te di un manotazo tan fuerte que casi caes de espaldas. Algunos de los mirones más osados me encañonaron con sus móviles, enfocando al poni. El silencio en la calzada solo era cortado por el paso de los innumerables autos y microbuses. Mi llanto opacaba sus claxonazos.
—¡Déjame en paz, pendejo!
—Oye, oye, perdón, per…
—Eres un mierda. ¡Me jodiste la espalda!
—No espera, por favor, te ayudo…
Tardé en decidirme a separar mi culo del asfalto. Realmente no me había dañado, pero sí que había sentido tronar mi espalda. Me hice la jorobada, negando con la cabeza, y eso te preocupó más.
—No mames, ¿neta estás bien?, no fue mi…
—Me dejaste mal. No sé si pueda llegar a la casa caminando. No sé si me dejaste coja para siempre o algo así.
—Te cargo, ven —dijiste. Atenuabas cada sílaba de tal forma que se convertía en el suave copo de fresa perdido; tu cara estaba realmente fuera de control, lejos de aquel chaval segurísimo de sí mismo citándose con las porristas, una tras de otra, alardeando y usando una suerte de técnicas barriobajeras, mezcladas con la sutileza de un Mauricio Garcés de pacotilla. Hice como que me caía, toda desguanzada. Me tomaste con tus brazos, firmes, seguros. Me dijiste con palabras que se derretían como la nieve en la playa, que me montara en ti. Te agachaste, mostrándome tu espalda, fuerte y que
¡Caballito, caballito, Arturo hazme caballito, anda anda anda! ¡Arre, arre!
reconocía apenas. Haciéndome la renga, me afiancé torpemente de tu cuello, pero no te moviste. Soportaste mi peso —que no era mucho realmente, estaba en una época donde me daba igual comer— y con delicadeza tomaste mis pantorrillas haciendo una suerte de mago, con esas manos que se movían más rápido que el pudor de las ninfas del bosque escolar. Eras un potro, mi potro, y al fin lo tenía domado y montaba sobre él, como cuando tenía cinco, seis, siete… ¿ocho? Sonreí, pero nadie pudo verme, porque mi pelo se había convertido en huracanes castaños que se arremolinaban sobre tus hombros. Empezaste a caminar, seguro, como un equino, el animal que nos convierte en sangre bullente de las fieras. Seguro que mi madre me diría lo mismo, que dejara de mamar con Dostoievski, pero, ¿era esa frase suya?
Aún quedaban tres esquinas para llegar a nuestra casa, un edificio de departamentos. Vivíamos en el quinto nivel, y con un sobresalto pensé: iba a hacerte subir cargándome y con las dos mochilas. Pero al final fui firme, no me iba a bajar. El potro caminaba y jadeaba. Sentía completamente bajo mis pechos el andar desenfrenado de sus pulmones, y la maquinaria de los pistones del corazón. Arre, arre, arre.
Hiciste una pausa en el cubo de las escaleras. Una cascada de sudor bajaba por tus sienes, pero no proferías palabra. Yo tampoco quería hablar. Descubrí —o mejor dicho, redescubrí— que me encantaba sentir el resoplido animal, el movimiento bajo mi vientre y los músculos trabajando entre mis piernas. Fue mejor al subir. Los pistones subían y bajaban en ritmos que me recordaban la música de jazz que ponía papá cuando vivía, antes de morirse al salir por este mismo cubo, bajar estas mismas escaleras para irse con sus sueños y sus vicios y sus otras mujeres. Por estas mismas escaleras, antes de morirse para todos.
Llegamos al 501. Increíblemente, no temblabas. Con mano segura, esa misma mano fantástica, sacaste las llaves. Con los dedos hiciste una vez más tu magia y la insertaste en la cerradura. Repetiste dos veces más el procedimiento para abrir la puerta.
En seguida descubrí que no había nadie en casa. Aun no entiendo cómo es que tuviste la paciencia restante de cerrar, meter el cerrojo de nuevo y dejar las llaves en la mesa de la sala, con perfecto orden y conmigo arriba.
Me depositaste en el sofá con delicadeza y te amé por eso. Tu espalda estaba húmeda, y la temperatura que empezaba a bajar llegó como un golpe a mi vientre. Se disipó el calor que había generado con mi cuerpo. Seguíamos sin hablar. Me quitaste los zapatos y terminaste de acomodar mi cabeza sobre los almohadones. Tu cara era la del niño de ocho años que perdí; la del niño que decidió, como papá, irse por su lado y olvidarse de que su hermana menor seguía tirando sus barquillos sobre la arena. Me enterneciste más, pero los mechones que caían sobre mi rostro no te dejaban ver mis ojos de borreguito.
—¿Estás bien? —preguntaste, sin mirarme a los ojos. Parecías más preocupado que antes.
—Quizá —susurré. Entonces me incorporé, y sin avisar, te lamí la mejilla como una leona.
Fue divertido, abriste mucho los ojos. Tu rostro era de alguien que ve a su artista favorito y no sabe cómo actuar, el de un friki virgen. Me divertía. Te jalé del brazo y caíste sobre mí. Te besé repetidas veces sobre el cuello y al fin localicé tu boca fruncida, aterida. Tus manos de mago carnal esta vez temblaron como una batería, e intentaste zafarte de mi abrazo.
—¿Qué, qué haces?
—Hazme lo que le haces a esas chicas. Tócame y hazme lo que les haces.
—¿Pero qué te pasa? ¿Estás…? ¡Eres mi…!
Por toda respuesta, me quité de un tirón la blusa de la escuela. El sostén de flores asomó, cubriendo unos pechos tan maduros como los de cualquiera de tus mujeres retozonas.
Fue aquí cuando me empecé a sentir rara. El hormigueo inicial que había sentido con el golpe ahora subía por mi columna vertebral, como una carga de profundidad dirigiéndose a mi cerebro. Le resté importancia, debía ser por esto que íbamos a hacer. Estaba segura y no había forma de que te escaparas. Mi mano izquierda te apresaba el hombro mientras me mirabas, incrédulo, y la otra ya sujetaba tu pierna. Estabas verdaderamente asustado, mi venadito lampareado.
Al besarte, esa sensación de hormigueo me invadió en oleadas más fuertes. La sangre debía bombear directo a donde se necesitaba, y mi cuerpo sabía que la necesitaba toda ahí y ahora. Para Arturo y para mí, dos rectas paralelas que tenían que cruzarse en el plano. Cuando me quité la falda de cuadros y apareció el poni, saliste de tu letargo y una mueca burlona se enganchó a tu rostro. Al fin me miraste a los ojos con la seriedad que se ve en los hombres experimentados que salen en las películas. Ese era el hermano que necesitaba ahora.
—Pero júrame que no le dices nada a mamá. Júramelo.
—Lo juro. Quítame las pantaletas, Arturo. No veas a Pinkie Pie, no te rías. No te rías, carajo.
No te reíste. Poco a poco retomaste la confianza, y la mano penetró la chistera, la hizo suya, manipuló al conejito y liberó a las palomas. Lo hiciste, lo hacías, lo estabas haciendo. La magia que deseaba apareció, y el dolor separó mis entrañas. En un momento sentí que querías separarte de mí, pero acaricié tu espalda y te apreté las caderas con mis piernas, todavía más fuerte. Aguanta, mi potro, aguanta.
El hormigueo dentro de mí reverberaba con más intensidad que mis jadeos. Mamá no llegará diciendo que dejemos de mamar con Dostoievski, mamá no podrá abrir la puerta, y si la abre, que la abra. Arturo es mi sangre, y mi sangre mana ahora por mis piernas, como el copo de fresa resbalando en las arenas de una playa lejana. Fue entonces cuando escuché: «los niños crecerán y tendrán tiempo de pecar».
Las cargas de profundidad llegan a su destino, porque el hormigueo se convierte en un estallido que me sumerge en un poderoso sueño, una red sedosa que me atrapa y envuelve como un útero enorme. Cuando me doy cuenta, si es que cabe decirlo, el cosquilleo se va apagando, y regresa a mi columna vertebral. Algo pasa en mis cervicales y los discos dejan de girar en sus tornamesas; el hormigueo se lleva todo a la cabeza y termina en mi cerebro. Mi corazón da un último pataleo, la respiración se vuelve ajena y mis ojos empiezan a ver manchas rojas en la arena. Y es cuando tú, el rostro de niño que ahoga un grito, la puerta que se abre y las palabras que intentan llegar, todo se arremolina y se aleja cada vez más de mí para nunca volver.