Tu famoso impermeable azul_Maria Zaragoza
Premio Energheia Spagna 2011
Debería quizá empezar como empieza la canción de Leonard Cohen: son las cuatro de la mañana, el final de diciembre, pero tampoco es cierto, así que no voy a mentir aunque fuera verdad que sonaba esa canción en la radio del coche y que tú te subiste a él empapada, cubierta por un impermeable azul que no sé si sería famoso o no; era la primera vez que lo veía. Así que empezaré otra vez: comenzaba marzo y eran las cuatro, sí, pero de la tarde, aunque bien podría haber sido de noche porque no había dejado de llover en toda la semana y el color del aire era plomizo y ceniciento, pesaba como la lluvia sobre la ropa cuando llevas un buen rato sin paraguas. Pasé a recogerte con una cinta de Leonard Cohen, una vieja cinta de casette en la radio antigua del coche, ahora todos llevan cd, pero es que a mí me sigue gustando la cosa incómoda de darle la vuelta a la cinta, ese chasquido que hace el aparato cuando la escupe, como si pidiera ya jubilación. Tiene un aire romántico, absurdo, como de road movie: no podemos imaginar a nadie viajando por una carretera americana con una radio que parezca una nave espacial escupiendo el cd con un sonido cursi, como un silbido mal hecho. Tiene que llevar una de esas radios con botones que te hacen notar el paso del dial bajo los dedos y cintas de casette un poco ralladas que suenen a maquinaria, que sepas lo que hace el aparato cuando escupe la música para que le des la vuelta. Antes se notaba qué hacían los aparatos por el sonido. Ahora todo suena a mentira, discreto. Creo que les ponen el ruidito ese incómodo sólo porque escuches algo, para que te des cuenta de que tienes que cambiar el cd, para hacerse notar. No, no eran las cuatro de la mañana y hacía un frío de mil demonios a pesar del cual tú te habías colocado ese impermeable azul y ligero, que no había evitado sin embargo que se te mojase el pelo. Entraste en el coche al mismo tiempo que Leonard Cohen empezaba a ronronear Famous blue raincoat, con sus cuatro de la mañana y su final de diciembre.
-Gracias por recogerme. –Dijiste, y tus ojos eran del mismo color azul que el impermeable.
-No es nada. Nos asustó tu llamada. ¿Estás en algún lío?
En realidad intentaba parecer frío, pero es que me daba la impresión de que de nuevo dormías con tu peor enemiga y eso era lo que había empeorado las cosas entre nosotros tanto tiempo antes, lo que había hecho que prefiriese casarme con tu doble. Estabas flaca, muy flaca. La piel de tu rostro se había convertido en una cobertura incómoda para tu cráneo, que parecía pedir ayuda desde dentro. Sacudí la cabeza como para apartar esa idea de mi mente y te diste cuenta. Me pusiste la mano sobre el muslo.
-¿Estoy tan fea?
-No. –Dije casi sin querer- Es sólo que ya no te pareces tanto a Jane como antes…
Y sí, fue en ese momento, justo cuando Leonard Cohen decía que Jane había venido con un poco de tu pelo diciendo que se lo habías dado tú, que caí en la cuenta de que mi mujer se llamaba como la de la canción, que tu hermana se llamaba Jane y que de ahí el juego, cuando habías aterrizado de nuevo en Nueva York, la habías llamado a ella y le habías dado un mechón de tu pelo, maldita seas cien veces, recurriendo a mi predilección por el romanticismo, por Leonard Cohen, por las coincidencias y las cintas viejas de casette desde que llegara de España para quedarme del otro lado del espejo, primero contigo y más tarde con Jane, a la que habías utilizado para tus fines. A punto estuve de apagar la radio.
-No –me frenó tu mano-, déjala, me gusta.
Tuve ganas de llorar o de abofetearte. No sabía qué hacía allí, a las cuatro de la tarde en un coche viejo con una antigua amante que llevaba puesto un impermeable azul como el de esa canción que tanto me gustaba. Tus ojos estaban perdidos mirando el salpicadero y me pediste que arrancara, que te pasease por las calles de la vieja ciudad que hacía tiempo te había vomitado muy lejos de mí y por fortuna de tu hermana también. De repente, como si siguieras también la letra de la canción, te vi mucho más mayor, más vieja, parecías mayor que Jane, incluso que yo, tu impermeable azul parecía un harapo. Arranqué; la última vez que te vi estabas en una estación, esperando cualquier tren, puede que entonces todavía te quisiera, no sé. Jane se apretó contra mí porque sentía lo que yo, porque veía cómo te alejabas, cómo ibas al desierto a construirte una casa, para vivir para nada, como la protagonista de la carta en esta canción que ahora parecía que no terminaba nunca: volvías a casa sin Lili Marlene y si Jane, mi esposa, iba a verte, regresaba siendo la mujer de nadie, se parecía a ti y yo eso no lo podía permitir. Quizá no pude evitarlo tampoco. Le mandaste pelo por correo, ese pelo tan parecido entre vosotras que Jane miró como quien descubre de golpe que se queda calva.
-¿Dónde quieres ir?
-No lo sé, a ninguna parte. Sólo conduce.
Parecía que te fueras despidiendo de cada calle, que fueras mirando aquella ciudad hostil que te era tan familiar como quien fuma los edificios, porque no podría decir como quien se alimenta. No podrías alimentarte aunque quisieras, tu rostro mostraba que el estómago se te había cerrado y puede que por eso me sobresaltara cuando la cinta salió fuera con ese chasquido que a mí me resultaba tan encantador y familiar. Cogiste un bolígrafo del bolso azul de plástico que tenías sobre las rodillas, un bolso tan desbaratado como tu impermeable, y empezaste a rebobinar la cinta con parsimonia, sin dejar de mirar por las ventanillas, en silencio ya porque Leonard Cohen parecía haberse quedado mudo. Puede que me planteara entonces comprarme un reproductor de cd para el coche, uno de esos con millones de botones que no comprendo, para eliminar la posibilidad de que tus dedos apoyados en el bolígrafo que rebobinaba una cinta con actitud indolente, me volviesen a causar excitación o ternura, no sé muy bien cuál de las dos cosas.
De nuevo introdujiste la cinta sin decir nada y fue como si tus manos huesudas tratasen de decirme algo, algo que era como una señal, que me hacían recordar el pasado, cuando sólo era un estudiante extranjero con una beca y tú eras la chica guapa de la clase, esa en la que no se podía intuir el impermeable azul hecho un desastre ni los ojos como lunas llenas a punto de salirse de las orbitas. Me enamoré de tu forma de mostrarme el desierto, la humanidad, el destierro. Era feliz de poder tocar tu cara. Quizá no me quisiste nunca como yo a ti. Era tu hermana gemela, Jane, la que me quería de esa forma que yo ignoraba como tú me ignorabas a mí después de hacer el amor. Estabas muy lejos ya, en otro continente, en otro vacío, en otro futuro incierto en el que mandas cabello por correo a mi mujer para que de nuevo te socorramos. Esta vez el auxilio viene en forma de coche en el que el impermeable azul parece colgado en el aire sobre el asiento, flotando como si cubriese a un fantasma. Guardé silencio otra vez, quizá ni siquiera había hablado. Quería preguntarte qué querías, por qué otra vez habías regresado a nuestras vidas con ese peligro tatuado en la piel, ese abismo. Quería zarandearte y no lo hice porque habías tenido la puntería de volver a poner la misma canción en el mismo punto exacto en el que empezaba, en la misma primera frase de cuatro de la mañana y final de diciembre. Y creo que me di cuenta en ese momento de que te estabas despidiendo. Sin soltar el volante, dudando si mirarte de frente y confrontar la verdad o si seguir conduciendo, me vi a mí mismo enlazando la cintura de Jane frente a una tumba abierta, sus lágrimas como diamantes rodando sin cesar mejilla abajo, mis dedos ofreciéndole un pañuelo, mi voz quebrada pidiéndole tranquilidad, y ella sin poder apartar sus ojos de la caja de pino donde supe tu cuerpo, donde pude intuir también el cráneo pelado bajo una peluca que ocultara tu sufrimiento, los ojos azules cerrados y quizá hasta el impermeable azul porque no te sirviese ya siquiera la ropa de Jane que tan parecida a ti había sido.
-Me quedé con tu versión menos peligrosa. –Te dije como pidiendo disculpas tantos años después, disculpas sin un sentido real porque no lo sentía: aprendí a amar a Jane.
Sonreíste en una mueca extraña, porque tus labios seguían paladeando la canción de Leonard Cohen y no dejaste de hacerlo en todo el rato. Sí, se te había caído mucho pelo ya entonces, empezaba a notarse y más tarde te plantearías rapar para que no fuese tan angustioso cada descubrimiento de mechones largos sobre la almohada por las mañanas.
-Para el coche.
Paramos en una calle cualquiera, en el primer hueco que pudimos encontrar. El cielo empezó a despejarse y tú parecías soñar con Central Park, con el frío y la lluvia bajo los árboles, con ser capaz de resistirlo con un impermeable tan exiguo. Me encendí un cigarro en aquel silencio y el encendedor sonó como un arma de fuego. Entonces apoyaste tu cabeza en mi hombro, una cabeza que parecía hueca, tan ligera como un pájaro. Lo hice casi sin querer, te pasé el brazo por encima del hombro y te apreté contra mí, tan delgada, tan distinta de entonces. No me habías dicho qué sucedía, por qué venir tan deprisa de nuevo a la ciudad, y sin embargo yo lo había sabido, como tú supiste que la forma más efectiva de hacer llegar el mensaje era mandar por correo tu cabello. Creo que fue en ese momento que te besé los labios resecos por el frío y helados por la lluvia y por el anuncio quizá de lo que más tarde pasaría. Sólo apoyé mis labios en los tuyos un segundo y hasta entorné los ojos. Supongo que quería buscar a la mujer que amé. O quizá no. Puede que sólo quisiera compartir tu soledad, esa que se había instalado en mi coche desde que entrases en él con tu viejo impermeable.
-Gracias. –Dijiste.
Y yo intuí que lo que me estabas agradeciendo era algo que no dependía de mí y que era más fuerte que yo, sin embargo. Todavía te encontraba atractiva a pesar de todo, me hubiese acostado contigo de nuevo, si me lo hubieses pedido te hubiera seguido a la tumba o al fin del mundo. Pero no hiciste eso. Saltó la cinta. Apagué el cigarro.
-¿Volvemos a casa? –Preguntaste.
-Sí. Jane debe estar preocupada. –Dije yo.