Cierra los ojos,Juan Manuel Corral Corona_Calicasas(Granada)
Finalista Premio Energheia España
Esta noche preciosa lo envuelve todo, parece un gran árbol plagado de luciérnagas. La profesora decía que eran globos de gas quemándose a millones de años luz de distancia. Ya no sé si creerla. Mis padres me sacaron de la escuela en primavera. Ella se entristecería mucho si supiera que su alumna preferida ya no escribe y que se le ha olvidado dividir; pero ahora debo centrarme, centrarme sólo en este gran momento. Es el futuro que me ha destinado Dios, dice madre, y yo quiero que esté orgullosa. Siento como si toda mi existencia y la de las mujeres que fueron acercándome a este mundo se elevase hasta esas estrellas con el grito alegre del Zaghareed, que se mezcla entre la música y el aire calinoso del desierto.
“Cierra los ojos, Aísha”. Susurraba siempre madre antes de darme un bocado dulce o un regalo. Tan escasas las veces que podía decírmelo. Comíamos poco más que hortalizas y vestíamos pobremente. Ella labraba el huerto, yo cuidaba las cabras. No se podía hacer nada más en Al-Aukash.
Ahora todo cambiará. Mi padre se ha hecho con un negocio de alfombras y mi hermano Shawqi, que también va a tener un gran futuro, ha empezado este año a estudiar fuera de Yemen.
Me siento la niña más afortunada del mundo. Llevo un espléndido vestido blanco con velo y muchos collares de perlas y corales. Desde hace dos días soy el centro de atención de todas estas personas que me agasajan con regalos y comida. Incluso han venido desde muy lejos familiares desconocidos que no paran de bailar con sus abayas coloridas.
No comprendo por qué de pronto me oprime esta pena tan honda. Tal vez aún lloro por la suerte de mi amiga Fatimah, secuestrada por unos tíos lejanos y que murió. Me da mucho miedo lo que le pasó a ella, por eso creo en este destino que mis padres han buscado. Aunque no puedo dejar de temblar cuando Ahmed, el hombre que ahora es mi marido, me coge de la mano y la aplasta como si fuera una mariposa.
Ahmed tiene treinta y seis años. Yo acabo de cumplir once. Su nombre lo escuché por primera vez en los labios de un consejero del Comité de la Sharia, un anciano que olía muy fuerte. Les dijo a mis padres que era conveniente que yo no viera la primera sangre en mi casa. Madre estaba a punto de llorar y padre asentía con la cabeza. Ella intentó decir que quizá podrían esperar un poco. Padre la miró con esos ojos que pone cuando va a pegarle y antes le grita: “¡quítate las lentes!”.
El viejo nombró al profeta Mah…Mahoma, que desposó a una niña cuatro años menor que yo, y dijo otras cosas sobre las leyes yemeníes que no entendí. Después se quedaron hablando de dinero.
El coche azul viene casi de madrugada. No hay tiempo para la despedida, madre me abraza y susurra algo en mi oído. Estoy segura, pronto podrá visitarme en mi nueva casa y dormiremos juntas otra vez. Sólo son seis horas de camino hasta la ciudad de Sana’a, donde viviremos felices y jugaré
con los muñecos vestidos de novios que me han regalado. La muñeca es morena y sonríe mucho, como yo. El muñeco, aunque viste de negro, tiene una cara muy graciosa.
La imagen de mi pueblo se pierde como borrada por una bruma de polvo rojizo. No dejo de otear por la ventanilla. El paisaje va cambiando y lo mismo atravesamos montañas escarpadas y calvas, que bajamos hasta los ríos secos que parecen serpientes en el hondo de un barranco como cortado a cuchillo. Ahmed no habla ni me mira. Se limita a dormitar todo el tiempo. El conductor, sin embargo, debe de ser un hombre feliz, no deja de canturrear las canciones de la radio del coche.
Algunas me suenan extrañas. Es ese idioma europeo tan raro, pero las melodías resultan alegres y hermosas, como si vinieran de un lugar completamente feliz.
¡Ya la veo, es una ciudad enorme! Tiene un montón de casas de varios pisos y unos cuantos árboles que parecen animales viejos con mucha sed. Las puntas de las mezquitas sobresalen como brazos elevándose al cielo. Es la hora de las oraciones del Salat y el sol me pone a los pies mi sombra asustadiza, que se esconde debajo de la falda.
Mi suegra, una señora mucho más vieja que madre, está sentada en el umbral de la casa.
Abanica un hornillo de carbón donde hierve un puchero. Mi marido me enseña orgulloso a sus tres hermanos, todos están contentos, expectantes. Tiemblo como una hoja, y un escozor extraño me sube por el alma. Temo que el vestido pueda caerse pétalo a pétalo igual que una rosa marchita.
Los cuatro hombres se marchan abrazados por los hombros, gritan y ríen. Desde la puerta, la madre los mira alejarse como si estuviera muy dichosa por ellos. Por fin, me acompaña a otra parte de la casa donde una muchacha algo mayor que yo, está sirviendo sopa de Saltah.
─ A partir de mañana ayudarás a Rasha con los pollos y limpiarás el corral─. Rasha es bella, tiene los ojos grandes, muy tristes, y el pelo largo recogido en una trenza. Sonríe y deja caer sobre mi cabeza una caricia.
Por la noche Ahmed se tumba a mi lado. Me quita el traje de novia tirando hacia arriba, como he hecho esta tarde con los muñecos de la boda, pero de una forma brusca. Entonces recuerdo las palabras susurradas por mi madre y las lágrimas de sus ojos: «Eres su muñeca, debes dejar que juegue contigo si quiere. “Cierra los ojos” y… piensa en cosas bonitas». Su cuerpo me aplasta, aprieta mis brazos y pone su rodilla entre mis piernas mientras me chupa toda la cara y entra en mi boca. No puedo respirar. Daño…daño… Cierro los ojos.
Rasha está acariciándome el pelo, dice que hace dos días que duermo. El dolor intenso se derrama desde mi cuerpo al colchón. Me cuenta que me perdí la fiesta que se organizó cuando exhibieron por el barrio la sangre de la sábana. Hay sangre entre mis piernas amoratadas. Dos lágrimas se me atrincheran en los ojos y abrazo a la muchacha, como si fuera una tabla flotando en medio del mar. Quisiera contarle tantas cosas, pero ella ya las sabe. Su marido es el hermano menor de Ahmed.
En el salón se ha organizado una comida especial para los familiares más allegados. Debo sonreír y comer, como si nada hubiera pasado, como si fuera feliz. Eso me duele más que cualquier herida. Nadie se da cuenta, ni yo misma, sólo Rasha percibe que tengo un tic en el ojo y que llevo la
túnica al revés.
Hace seis meses que estoy en la casa. He perdido a la niña que fui. Estoy hueca; un pájaro moribundo aletea en la jaula de mis costillas. Así me siento. He roto la muñeca de la boda, le he arrancado los brazos y las piernas. Durante ese tiempo he gritado cada noche, he sido golpeada, he
suplicado y, nadie, nadie ha acudido en mi ayuda. La madre de mi marido incluso me insulta y le chilla para que me pegue. Dice que hace falta domarme. Que soy como una cabra loca. Hago las labores domésticas y atiendo a los animales del corral. Rasha no puede porque acaba de parir un
bebé. Me gustaría “cerrar los ojos” y desaparecer, que no quedase rastro de mí. Tal vez no se enterasen hasta la noche si muriera ahora mismo.
─ Por favor, no dejes que la tristeza te invada el corazón ─ susurra Rasha, sin darse cuenta de que su forma de hablar es tan triste como sus ojos.─ Aísha, antes hubo otra chica en esta casa. Era la mujer del hermano mayor y llevaba dos inviernos aquí cuando yo llegué. Perdió varios bebés y la
tristeza le oprimió tanto que el día que cumplió quince años se roció con gasolina y se prendió fuego.
─ Tenemos que escapar. ¡Juntas! ─ le digo con la voz extraña. Irreconocible mi timbre, como el tañido de una campana rota.
─ ¡Estás loca, no llegaríamos ni al río! ─. Las dos miramos con ternura al bebé, duerme plácidamente. Es una dulce niña que crecerá deprisa. Lloramos.
Nunca antes había tenido una cómplice, ni una amiga, ni una hermana. Robamos algún dinero de la casa y salimos de madrugada. Dos luceros rozan la cúpula de la mezquita de Chií, caminamos hacia ellos. La ciudad tiene muchas salidas, dice Rasha, y propone ir hacia el oeste para cruzar el
golfo de Adén hasta Djibuti, en el cuerno de África. Luego, por el estrecho de Gibal…Gibraltar hasta Europa. Ese paraíso donde inventan las canciones de la radio.
Ha pasado mucho tiempo desde que salimos de Sana’a. Ahora estamos en el puerto de Adén y no nos abandona la congoja de ser perseguidas por nuestros maridos. Quisiera volver a mi hogar, pero no puedo. Ahmed me encontraría. Hay hombres que se ofrecen a pasarnos hasta África a cambio
de monedas o de sexo. No somos las únicas. Una muchedumbre de desheredados se abarrota en las barcazas que zarpan a la sombra de los cargueros. Rasha me entrega a la niña y sus ojos tristes se pierden en la oscuridad de un tinglado de carga, con uno de los hombres de las barcas. Huele a pescado y tiene el pelo blanco. Un joven poco mayor que yo, al parecer su hijo, me mira con algo de ternura en los ojos, después escucha su nombre en el grito del padre que le llama y, avergonzado, agacha la cabeza y le sigue.
Tres días de espera y no nos permiten desembarcar en el puerto de Khor Angar. La crispación es tremenda. Las lanchas rojas de los guardias intentan obligarnos a volver. Nunca olvidaré la cara de Rasha. Se levanta y, como si soltase una paloma blanca, lanza al bebé con una fuerza increíble hacia donde está la patrullera de los guardias. El bulto aletea un instante y se hunde. Ella era del sur, fue violada por unos primos y, cuando estaba a punto de ser lapidada, el hermano de mi marido la compró barata. Se siente culpable por huir del hombre al que, según ella, debe la vida. En el último instante un policía rescata a la niña con una percha de pesca, está viva, la enrolla en una manta y la devuelve a la barcaza.
Dicen que no hay sitio para nosotros en el paraíso. Que van a cerrar las puertas. No lo comprendo, el mundo es mucho más grande que ese mapa que la humedad deshace en mi bolsillo. Ni la tierra ni la piel están pintadas de colores. Ni existen más fronteras que las del horizonte.
─ Habrá lugar y respeto para todos. ─ me parece entender en los labios de una anciana que reza en otro idioma. Es una lenta letanía que se esparce en el aire y acompaña el vaivén de nuestros cuerpos entre tanta tristeza a la deriva.
Tal vez algún día pueda contar el resto de nuestra historia. No para recordarla, sino para que nadie la olvide. Hoy, en medio de esta zozobra, he cumplido doce años. Juro que, de una forma u otra, llegaré al paraíso para que mi voz se escuche por encima de las canciones de la radio. Será la voz de una mujer libre. Estoy segura de que entonces todo empezará a cambiar. Nadie sabe aún que ese cambio está aquí, creciendo, acercándose lenta pero irremediablemente, como la diminuta luz de esta barca en la noche. En el futuro, todo este sufrimiento quedará sólo en el relato de un libro viejo, como los que leíamos en la escuela.
Las luciérnagas vuelven a palpitar en el árbol del cielo. Aprieto la mano de Rasha y acuno a su hija. La niña me mira con sus dos grandes interrogaciones negras donde brilla un rayo de esperanza.
Yo, por el momento, sólo puedo susurrar: “Cierra los ojos”.