Alergia, Francisco Lastra, Bonn (Alemania).
Finalistas Premio Energheia España 2023
Mi problema con los estornudos comenzó un día de verano rarísimo, donde las nubes de pronto oscurecieron el cielo. Algo estaba mal, porque había sido un día caluroso, un día de piscina, gritos y hielos flotando en jarras con jugo en polvo. Mi intención nunca fue comenzar con un ataque de estornudos crónico. Creo que lo que quería hacer era llorar. Quería llorar porque fue el día en que Quiquito murió.
“Se fue al cielo”, dijo uno. “Al cielo se fue”, dijo otro. “Está con los angelitos”, añadió uno. “Con los angelitos está”, dijo el otro. Mis padres decían lo mismo de muchas formas distintas, tratando de cubrir todas las posibilidades. Me acuerdo porque fueron días donde nos quedábamos en una casa que no era la nuestra, con olores que no eran los nuestros, escuchando sonidos que no eran los de un día de piscina. Nos llamaban de a uno al gran salón de aquella casa y nos decían aquello, que Quiquito, el cuarto de cuatro, se fue al cielo. Era un salón imponente, de esos a la antigua, donde todavía resonaban los grandes anuncios de otras épocas. El único elemento amigable en aquel salón era un acuario, algo que nunca tendríamos en nuestra casa, porque mamá decía que las mascotas vivían muy poco y a nadie le gustaba decir adiós.
Fue detrás de aquel acuario donde me escondí mientras mis padres seguían redundando la muerte de Quiquito. Quieren una respuesta, pensé, mirando el rectángulo de agua. Detrás de una piedra salió un pez amarillo con forma de bumerang y otro rojo más pequeño. Ambos se pegaron al vidrio con sus bocas abiertas en una “o”. Entonces sí que sentí presión por hacer o decir algo, porque una cosa es decepcionar a tus padres y otra muy distinta es decepcionar a todo el reino animal. Algo comenzó a surgir en mi garganta, pasó de mi boca rápido y salió por mi nariz antes de que pudiera cubrirla. Así comenzó el problema.
En el funeral estornudaba tanto que apenas terminaba uno ya comenzaba a elevar la cabeza para encadenarlo con otro. Más que nariz o pulmones, lo que me dolía era el cuello. La gente, que no suele distinguir entre fluidos, pensaba que estaba llorando y hundían sus manos en mis hombros o acariciaban distraídamente mi cabeza mientras decían cosas como “ay, mi niño…” y “está con Dios…”. Yo trataba de ocultar mis palmas cubiertas de moco transparente para luego limpiarlas en el pasto. Una tía había traído su radio a pilas y sonaba de fondo un grupo evangélico que cantaba silbando sus eses. Mi iaia, siempre española pero nunca evangélica, sentía la necesidad de defender ella misma los dogmas marianos y repetía al lado mío tras cada estrofa “Virgen María” con las lágrimas corriendo por la cara. Ver a tantas personas llorar me hacía sentir envidia. ¿Cómo les era tan fácil? Pensé en las cosas que me habían hecho llorar antes (la rodilla raspada, el cochayuyo que forcé por mi garganta, esa vez que olí una botella de amoniaco y pensé que moría), pero nada: mis ojos estaban húmedos, pero se negaban a producir algo más convincente. Busqué a mis hermanos con la mirada y vi que también ellos habían estrenado sus lagrimales entre las piernas de otros familiares. ¿Qué era de la solidaridad fraternal? Finalmente trajeron el ataúd y comencé a reír en los pequeños descansos que me permitían los estornudos. “Iaia”, dije, tirándole de su falda negra con la mano cubierta con una pátina de moco, “¿Enterramos a Quiquito o a un violín?”.
Mis padres solo comenzaron a preocuparse días después, cuando descartaron que fuese un simple juego infantil o una fase como la de dibujar círculos en las paredes con excremento. Pasamos por el pediatra, el neurólogo y el psiquiatra —“por si caso”, dijo papá—, y ninguno logró dar con aquello que disparaba mis estornudos; mis pulmones estaban sanos y mis interpretaciones al test de Rorschach, si bien algo excéntricas, caían dentro del rango neurotípico.
El polvo sirvió entonces como el chivo expiatorio ideal, pues reunía las cualidades del mal omnipresente e invisible que satisfacía a mis padres. Así, cada partícula intrusa se convirtió en el enemigo. Desarrollaron un método inspirado por los Cazafantasmas: papá iluminaba la superficie con una linterna y mamá apuntaba lentamente con la boca de la aspiradora. Era una caza en cámara lenta, pues cualquier movimiento brusco no hacía sino multiplicar la amenaza. Estuvieron así algunos días, hasta que, cansados de ver enemigos por todas partes, renovaron mi pieza con artículos hipoalergénicos y vendieron nuestra Nintendo para comprar un purificador de aire carísimo. Eso tampoco funcionó. Mamá ya no decía “Salud” luego de cada ataque, sino “Basta”, “Para” y un par de veces “Ya no puedo más”. Yo la veía llevarse las manos a la cabeza y pensé en coserme la boca. Como he dicho: nunca quise comenzar a estornudar ni mucho menos causar tantos problemas.
La parte más crítica continuó por un par de semanas, hasta que mi hermano mayor, cansado de mis explosiones de saliva y moco y aún dolido por lo de la Nintendo, me apuntó a la cara con su Super Soaker 200. Quizá fue la sorpresa de tener el extremo de ese juguete naranjo frente a mí o quizá fue el chorro de agua recalentado en la cámara plástica que entró por mi nariz. Lo cierto es que resultó, al menos por un rato.
Como ir a todas partes con la Super Soaker daba una idea incorrecta de la familia nuclear, mamá decidió que un balde con agua era la opción más sensata y efectiva. No es que anduviéramos por la ciudad con bolsas de compra en una mano y un balde con agua en la otra. Mamá no era nada estúpida y se hizo con un recipiente plegable en caso de que no tuviésemos acceso a un baño. Así, cada vez que yo comenzaba con un ataque de estornudos, fuera donde fuera, ella sacaba el recipiente de su cartera, lo llenaba con agua o jugo de naranja sin azúcar de una botella de litro y medio, y yo, obediente, hundía la cabeza hasta mis orejas. Era una cosa de pocos segundos, porque si me quedaba bajo el agua mucho más se ponían nerviosos. Después de todo, Quiquito se había ahogado.
Falté al colegio por una semana en lo que fue mi primer encuentro con la palabra “duelo”. Al volver, el profesor me llevó a un costado y me dijo que había hablado con mis compañeros antes de empezar la clase. De qué hablaron no lo supe hasta que mi compañera de puesto se giró y me dijo con su cara congestionada que lo sentía, lo sentía muchísimo. Me dio tanta rabia que la evité en los recreos por meses. ¿Cómo podía llorar si nunca había visto a Quiquito? ¿Qué le daba el permiso de llorar las lágrimas que debían haber sido mías?
Mis recuerdos de esa época tienen una cualidad líquida que atribuyo a todos esos baños nasales con agua clorada. Puedo nombrar los hechos, pero no fijarlos dentro de una línea temporal. Flotan, van de un lado a otro, se superponen. En el colegio tenía problemas para aprender. Cada vez que me pedían escribir una y griega, hacía una i latina. Me tuvieron que enviar a una clase especial con un compañero que no sabía usar las tijeras, donde me gradué luego de un par de semanas con un diploma bajo el brazo y una tableta de chocolate en la boca. Seguí con mis ataques de estornudos. Los que no me conocían pero habían oído de mi me llamaban “el achú”, que me pareció mejor que “el del hermano muerto”. Íbamos al cementerio a menudo, donde Quiquito era (y sigue siendo) el alma más joven de su sección. Cambiábamos las flores y volvíamos a escribir el nombre de mi hermano que el tiempo iba borrando (para eso es el marcador que la gente trae al cementerio).
Pasaron meses, años. Una vez mamá olvidó poner el freno y el auto se fue colina bajo mientras rezábamos el Padrenuestro. Un otoño alguien tomó un molino de viento que le habíamos dejado a Quiquito y lo dejó sobre la lápida de una vecina. Se llamaba Consuelo y había tenido ocho años. El balde con agua desapareció y con él la alergia. Detrás de todas estas puertas no queda nada. No recuerdo a Quiquito. No puedo llorar por él, pero a veces sí lloro por ese recuerdo que no existe. La muerte es una cosa rarísima cuando no sabes ni qué es la vida.