Casa tomada, Enrique Fernández_Madrid
Finalista Premio Energheia España 2019
Hace semanas que Ricardo Rincón convive con un extraño, en su propio piso, una persona que no conoce de nada y que con el transcurso de los días se ha adueñado de todas las baldas de la nevera, de los botes de champú y gel que guarda en el cuarto de baño y también de los trastos de la cocina. Un tipo melenudo y desaliñado que apareció sin previo aviso y que no parece vaya a marcharse jamás. ¿Pero cómo se ha dado una situación tan perversa? Una tarde como otra cualquiera, al llegar de la oficina, lo encontró sentado en el sofá mirando la televisión, un cigarrillo colgándole de la comisura de los labios, el pelo derramándose sobre los hombros, barba afeitada a cortaúñas, motas de sudor en las axilas. La imagen horrorizó a Ricardo Rincón que, asustado y mediante un hilo de voz, no pudo más que decir: ¿quién eres? ¿Qué haces en mi casa? ¡Fuera! El extraño se limitó a encogerse de hombros y tras dar una calada al cigarro respondió que no iba a largarse, que él también vivía allí y que si acaso le permitía sentarse a su lado en el sofá y mirar juntos el televisor, que a lo sumo podían compartir tabaco, que si tenía fuego le haría un favor porque
el mechero estaba ya a pique de gastarse, y por último que si era tan educado que bajase el tono de voz, que no tenía por qué aguantar sus gritos.
No supo contestar Ricardo Rincón, cejas arqueadas y ceño adusto, incapaz de pronunciar palabra, las ideas se le acumularon en los pensamientos: agarrar al invasor de las solapas y arrastrarlo hacia la calle, hacer un esfuerzo por dialogar hasta obligarle a entrar en razón, llamar a la policía y explicarles el entuerto, ignorar al desconocido hasta que decidiese marcharse por su propio pie. ¿Y qué opción escogió? Ninguna, no optó por ninguna, se quedó quieto y con los ojos muy abiertos, contemplando cómo el humo del cigarrillo invadía poco a poco la estancia y se colaba por sus fosas nasales haciéndole toser y narcotizando sus sentidos, como si fuese presa de un embrujo que anulase su voluntad y lo convirtiese en una figura sumisa e incapaz de tomar decisiones.
Ricardo Rincón, gesto torcido, dio media vuelta para encerrarse en su
dormitorio y pasó el resto de la tarde sentado en el filo de la cama, escuchando cómo el extraño trataba de encender el mechero y musitaba blasfemias al no conseguirlo.
No había mañana que Ricardo Rincón no lo encontrase tumbado en el sofá, la boca entreabierta y los ojos cerrados, rodeado de colillas y con la televisión a un volumen casi imperceptible. Lo miraba con mohín de asco y se marchaba a la oficina deseando que todo formase parte de una broma pesada o que tal vez se tratase de una pesadilla de la que aún no había logrado despertar. Por supuesto a nadie le contó lo sucedido, en primer lugar porque resultaba inverosímil, pero sobre todo porque no quería transmitir compasión, que los demás se alimentasen de sus miserias para consolarlo con ademanes compungidos y ensayados. No, Ricardo Rincón estaba convencido de poder solucionar sus problemas por sí mismo, sin pedir ayuda y sin tener que soportar la condescendencia de compañeros de trabajo, amigos, familiares, vecinos.
Y sin embargo cada vez que intentaba poner en marcha una estrategia el plan daba al traste. El primer día que se armó de valor para hablar seriamente con él le sorprendió limpiando la casa, parapetado tras el cubo y la fregona, repasando cada rincón, ordenando los trastos de la cocina, reponiendo los botes de gel que estaban a punto de vaciarse. ¿Cómo echarlo después de semejante esfuerzo? ¿De su gesto de buen samaritano? Ricardo Rincón se considera un hombre estricto pero también justo, la misericordia le mordió las entrañas cuando presenció la escena. No sería justo, no sería justo, murmuró para sí mismo, convenciéndose de que la oportunidad llegaría en cualquier otro momento, que no era ni el lugar ni la hora para actuar, que al fin y al cabo había que tener paciencia y que tampoco pasaba nada si se quedaba unos días más. Y así fueron transcurriendo las semanas, intentos vanos de Ricardo Rincón por expulsar al tipo barbudo y harapiento que se había instalado en su casa y que se empeñaba en hacerle la vida más fácil, ya no sólo fregando el suelo y ordenando los útiles de la cocina, también había comenzado a preparar la comida, a dejarle el desayuno listo para cuando se levantase de la cama, a limpiar y plancharle la ropa, como si estuviese pagando un tributo a cambio de fumar en el salón y ocupar un espacio que nunca le ha pertenecido.
¿Y cómo iba Ricardo Rincón a ponerle de patitas en la calle? No lo podía
abandonar como a un perro en una gasolinera, el pusilánime Ricardo, al que le cuesta horrores pronunciar una palabra más alta que la otra, que no es capaz de rebatir opiniones sin tartamudear, que no puede evitar mantener la mirada gacha y asustadiza cada vez que uno de sus superiores le pone la mano encima del hombro en la oficina y le lanza advertencias cargadas de veneno: pase por mi despacho, tenemos que hablar.
Sí, hace semanas que Ricardo Rincón convive con un extraño y podría decirse que ya está más que acostumbrado a su presencia, que incluso le parece halagadora y pintoresca, como una mascota que saluda efusivamente a su dueño cada día al cruzar la puerta de casa. Por ello la ansiedad le invade cuando el desconocido desaparece de un día para el otro y sin avisar, una silueta que se evapora y que no vuelve a dar señales de vida, ni rastro de la melena grasienta ni de la barba cortada a jirones. ¿La primera reacción de Ricardo? Absoluta resignación, tal y como vino se fue, ¿acaso es de recibo exigirle explicaciones? ¿Debe guardarle rencor? Nada de eso, hombros encogidos y semblante apagado, Ricardo Rincón decide asimilar la ausencia, olvidar lo ocurrido y borrar de su memoria a ese tipo andrajoso y mustio que llenaba el salón de humo y de silencios. No sabe su nombre, apenas han intercambiado palabra y tampoco se han visto fuera de casa, aun así debe hacer un esfuerzo por desterrarlo de su mente, por engañarse a sí mismo y convencerse de que todo ha sido producto de su imaginación, tal vez una pesadilla de la que por desgracia ha terminado despertando.
¿Y lo consigue? ¿Ricardo Rincón logra olvidar al inesperado inquilino? No del todo, pues al cabo de los días la suciedad comienza a acumularse en las
esquinas, el polvo y las arrugas lamiendo la ropa, las colillas y los cigarros se amontonan entre los cojines del sofá sin que nadie haga el más mínimo amago de recoger, las bolsas de basura llenas y a punto de reventar, produciendo un aroma a vertedero que se extiende por los pasillos y que se queda pegado al dormitorio, que flota en la cocina y que parece caminar como una criatura o un homúnculo cuyas pisadas dibujan huellas que nacen podridas. Su ausencia apesta y hace ruido y acaba por afectar al rendimiento de Ricardo Rincón en el trabajo. Incapaz de teclear con soltura, de fijar la vista en la pantalla del ordenador durante más de cinco minutos seguidos, de mantener una conversación con sus compañeros, de beber el café sin que las manos le tiemblen y termine manchándole la corbata y los puños de la camisa y hasta el tono de voz, que se vuelve grotesco, sucio, como si cada vez que abriese la boca se viese obligado a expulsar una llamarada de sangre.
No tarda en llegar la noticia. Pase usted a mi despacho. Finiquito. Bajo
rendimiento. Despido objetivo. Kaput. Años y años vendiendo su tiempo por dinero para acabar haciendo cola en la oficina de desempleo. Clac, sellado, puedes cobrar el subsidio pero más vale que encuentres trabajo antes de que se consuman los veinticuatro meses que estipula la ley.
Incomprendido, Ricardo se siente incomprendido y solo, y en lugar de mandar el currículum a las empresas de su sector o de reciclarse haciendo cursos y estudiando, decide pasar mañana, tarde y noche tirado en el sofá, con el televisor a un volumen casi imperceptible y fumando sin descanso, fumando hasta que el humo difumina su figura y le provoca un irreprimible escozor en los ojos. Apenas sale de casa, tiene la esperanza de que en cualquier instante puede volver, que el extraño con el que convivía hace semanas aparecerá de nuevo y que entonces el pecho se le llenará de luz y de árboles. Sí, sólo ha de armarse de paciencia, y mientras espera y espera el pelo le crece y se le salpica de grasa, los pómulos marcados, una barba empieza a asomarle en el rostro, a Ricardo Rincón, que siempre ha sido lampiño y que no tiene idea de cómo cuidar el vello facial, pierde peso porque no prueba bocado y su silueta se dibuja en el respaldo del sofá porque sólo se levanta para ir al baño.
Días, días, días y semanas así hasta que el tintineo de unas llaves le saca de
su letargo, ¿será él? ¿Ha vuelto después de tanto tiempo? ¿Qué importa a
estas alturas? Zas zas, por más que aprieta y que chasquea los dedos el
mechero no se enciende, eso es lo que le importa. Prefiere ignorar a la
presencia impoluta, un hombre vestido de traje y corbata, perfumado, un tipo que no conoce y que esboza una mueca de horror cuando lo ve sentado en el sofá, el desharrapado Ricardo Rincón con un cigarrillo colgándole de la comisura de los labios, el pelo derramándose sobre los hombros, la barba mal afeitada, empapado en sudor desde la cabeza hasta las axilas. Un Ricardo Rincón que intenta encender el mechero que tiene entre las manos y que está a pique de gastarse, un Ricardo Rincón que para colmo tiene que soportar que ese hombre desconocido le pregunte de muy malos modos que qué hace en su casa, que quién es y que se largue. Un Ricardo Rincón al que le gritan ¡fuera! Y que se limita a decir que él también vive allí, que si quiere se pueden sentar juntos y compartir tabaco y mirar la tele, que si tiene fuego le haría un favor, y por último que si es tan educado que baje el tono y que no le grite.