Dúo del que está solo y espera_Mariano Catoni, de Alicante.
_Premio Energheia Espana 2014.
Igual el otro era un hombre. O una mujer. Igual el otro estaba así, como él, tan igual e inalterable, sin buscar nada, ancho sobre el balcón durante la hora de la siesta, verano, el sol carcomiéndole las rodillas, rodillas al desnudo, la guitarra sobre el regazo, la mano izquierda aferrada al mástil, la derecha en vaivén a la altura de la terraja, la comida del mediodía en el estómago todavía licuándose y, de vez en cuando, un acorde en fa menor, un punteo gradual, un verso de ensueño en la cabeza que, persistentemente, se dictaba a sí mismo resistiéndose a entonarlo en voz alta. Temía despertar a alguien, recibir quejas, fomentar una reunión de consorcio en su contra.
Igual tocaba despacio, tímidamente, por si acaso, tan es así que, por momentos, no alcanzaba siquiera a pellizcar las cuerdas y entonces el instrumento soltaba un sonido falso, raspado, como de pedregullo, plástico y uñas crecidas. Y él corregía y a veces se atrevía un poco más, no mucho, hasta que otra vez se percataba del propio reverbero y, entonces, retrocedía; lo mismo diez veces, cien veces.
Igual el otro era un hombre. O una mujer. Igual el otro estaba así, como él, tan igual e inalterable, solamente que cuatro pisos más arriba, él en el segundo y el otro en el sexto, los dos a nado en la marejada de aquel domingo típico —de tópico— en el que nadie hacía nada que exigiera algún tipo de compromiso físico, de fuerza muscular, de ejercicio aeróbico. Películas ligeras, unas olivas desparramas sobre un plato cualquiera, una jarra con agua fría, helado de limón, cigarrillos.
Igual el otro era un inquilino que había llegado a la ciudad hacía poco y que, como él, impartía clases de guitarra en una academia de música. O podía ser un vecino de toda la vida que se había divorciado y que, entonces, se reconciliaba con el tiempo y con aquellas tareas y aficiones no consumadas durante su vida marital, alterando o renovando, de este modo e indefectiblemente, los barboteos habituales de su sexto piso, un sexto piso hasta el día anterior siempre discreto, no más bullicioso ni llamativo que el resto, a lo sumo ollas, estornudos, el televisor, la cisterna, el estremecimiento arrítmico del colchón durante una noche de encelo. Ahora una guitarra, buena, a juzgar por el sonido costosa, vieja, una reliquia.
Igual él nunca había escuchado tocar al otro porque el otro, como él, solía hacerlo dentro, cómodamente, ahí, estirado sobre el sofá del living, un libro de Auster sobre la mesita ratona por si se hartaba de intentarlo con Granada, de Albéniz.
Igual los dos se habían cansado del encierro y habían preferido aprovechar el sol porque le habían tomado cierta manía a las paredes y porque opinaban que así, afuera, en contacto con el mundo, se sentirían, desde luego, más a gusto y, sobre todo, porque se liberarían del sofocante caldo del edificio, resultado del sudor multitudinario y del vapor de verduras hervidas, frituras y duchas.
Igual el aire disponía de un aforo reducido para las músicas y el viento no estaba tan manso y, de pronto, dificultaba la cosa, desconcentrando a uno y a otro, entremezclando las notas y el tempo entre los dos instrumentos.
Igual el otro, el del sexto, era más propenso a dejarse llevar. Igual él, el del segundo, también era más propenso a dejarse llevar. Igual ni el uno ni el otro se preguntaba a qué era propenso y, entonces, atrapados ambos en una especie de creciente asombro pero despaciosamente, empezaban a tocar coincidencias, a arpegiar en el mismo tono, a dialogar en la escala pentatónica mayor, a sincoparse.
Igual el del sexto piso tenía el mismo discordante deseo que el del segundo: que alguien lo visitara para que ese alguien atestiguara lo que estaba aconteciendo ahí mismo, en ese edificio y, al mismo tiempo, que nadie lo importunara para que el del otro piso no supusiera que, súbita y desconsideradamente, la cosa había concluido.
Igual, a ratos, dudaban e inquirían a sus respectivas cabezas: «¿Será que solamente yo lo escucho? A lo mejor él no me escucha y yo, como idiota que soy, pienso que estamos tocando juntos cuando, en realidad, estoy tocando sobre su canción, así, como si tocara sobre una melodía cualquiera de la radio». Igual ambos compartían el temor recíproco de que el otro pensara justamente en eso, y, resignado, se desmotivara y, de mala gana, desertara, sumando otra melodía inconclusa al gran álbum universal de las canciones incompletas.
Igual el del segundo piso era más incrédulo que el del sexto y se esmeraba muchísimo, atendiendo especialmente al volumen de su propia guitarra, a la intensidad con que arremetía para no tapar al otro y para comprobar, de esa manera, si era cierto que, en efecto, lo hacían a dúo. Si el del segundo tocaba más flojo y, poco a poco, el del sexto hacía lo mismo, se estaban escuchando.
Igual, en cierto momento, ya no tenían dudas ni temores y se sentían lo suficientemente felices como para tocar por el simple y reconfortante hecho de hacerlo, apasionados, los dos adecuándose a esa suerte de náusea frenética que resulta del vértigo del alma cuando, ante las situaciones nuevas que mucho prometen, ésta se separa apenas del cuerpo y vuelve, y se separa, y vuelve como si, algo desenganchada, buscara soltarse para practicar la vida en coordenadas más sublimes.
Igual estaban improvisando, ensayando, creando, la canción de guitarra más compleja y más bonita del mundo y no se daban cuenta de ello.
Igual la viuda del cuarto piso había decidido abrir la ventana y ponerse a escuchar eso que, para ella, eran dos guitarras en el primero, sin estereofonía, una reunión de amigos o hasta un disco que había elegido alguien.
Igual el viejo del tercero no tenía ganas de escuchar ninguna música y había puesto el televisor a todo volumen y estaba concentrado en una mala comedia norteamericana mientras masticaba el hielo y volvía a llenar su vaso de whisky y se exasperaba ante los reiterados anuncios publicitarios.
Igual, en algún inopinado momento, habría que ir al lavabo, y bajaría el sol, y habría que aprontar la cena, cocinar, pedirla por teléfono, llamar a equis tía remota del interior para felicitarla por su septuagésimo cumpleaños y preguntarle por su vida, si estaba bien de salud, si necesitaba algo.
Igual el del segundo piso no quería ser el primero en dejar de tocar, en traicionar a su flamante e ignoto compañero. Tampoco su flamante e ignoto compañero parecía dispuesto a hacerlo, a cortar por el medio la espectacular procesión de notas que bañaban de sonido la paredes exteriores del edificio, las plantas llovidas sobre los balcones, los canarios en sus jaulas, un perro tendido al sol junto a su plato de agua primero fría, enseguida tibia, después caliente.
Igual, entonces, seguirían así, sin saber hasta cuándo, quizás hasta que la gente entrara a la fuerza a sendos pisos y les dijera que basta, basta, se acabó, esto no es normal, esto no se puede hacer, estamos todos chalados, estamos, qué pretenden con esto, van siete días, yo no sé cómo todavía no se han muerto de inanición, de sed, de sueño y de orina.
Igual era increíble que hubieran comenzado a tocar así, en el puro anonimato, en la absoluta impremeditación. Igual estaban condenados a tocar juntos toda la vida y, vaya a saber por qué, se habían encontrado así y ahora tenían que presentarse, conversar, intercambiar ideas, hablar sobre la industria discográfica, sobre ciertos guitarristas célebres, sobre las prestaciones sonoras del ukelele y de la balaica en la composición para tríos de cuerdas.
Igual habían dejado de tocar, exactos, al unísono, a eso de las cinco y media de la tarde. Igual el del sexto había concluido, enseguida, que le parecía una locura bajar y, piso por piso, preguntar por el otro guitarrista para estrecharle la mano y hablarle sobre el futuro, el ukelele, la balaica y un auditorio milagrosamente lleno.
Igual el del sexto había supuesto también que, al cabo de un rato, el del segundo, resignado, en un acto de arrojo y de justicia cordófona, subiría y daría curso al plan divino, al designio elemental.
Igual el del segundo piso había tenido el mismo pensamiento que el del sexto y permanecía ahora atento y a la espera del golpe entusiasta de nudillos contra la puerta.
Igual, esa misma noche, se olvidarían, quitándole importancia a todo, y por la mañana siguiente se cruzarían en el ascensor y se darían los buenos días o la hora, o hablarían sobre el calor, igual que cada día el calor, igual que cada día las frases al respecto.
Igual semejante dueto infame jamás existió más que en la terrible soledad de un guitarrista agorafóbico que saltó con su instrumento desde el balcón del cuarto piso.