I racconti del Premio Energheia Europa, Premio Energheia Europa

El lago, Mitzi Guerrero_Santiago de Compostela

Finalista Premio Energheia España 2024

-Inspirado en hechos reales-

Debajo de un árbol, frente a la casa, veíase una mesa y sentados a ella, la muerte y la niña tomaban el té.

Alejandra Pizarnik, La muerte y la niña

Al lago no se baja, ni en la noche ni de madrugada. Palabra de pueblo: es la hora de las sirenas. La mera verdad es que yo nunca he visto una. Las intuyo, sé que me tienen bien ubicadita, que me observan asomando los ojos desde el horizonte y ellas saben que no les deseo mal, como los que somos de acá. Ni siquiera los pescadores clandestinos, ni los que vienen de la capital a hacer estudios al agua, y mucho menos los lancheros, por más que quieran ganarse unos centavitos extra dando servicio a turistas. Nadie que mire por alguien, se atreverá a cruzar de los muelles a las siete islas fuera de ruta o del horario consensuado. Respetamos, porque sí. Cosas que se maman o se aprenden a chanclazos, sin campañas políticas ni propagandas eco-friendly. ¡Pff, menos! No. Hay que saber dejar en paz. Pero no debería hablar por los de fuera. Al lago no se baja, ni en la noche ni de madrugada, porque es la hora de las sirenas. De suerte que, cuando encontraron a los niños enredados entre los lirios color púrpura, dejamos que pensaran en ellas.

Antes de los noticieros, se especuló un poco de todo. Que si los papás no los cuidaron, que si fue un trabajito compinchado o un ajuste de cuentas, si se fugaron entre juegos o se perdieron de vuelta a la pensión. Luego, los reporteros omitieron lo importante con esa lengua sin alma tan suya. “Mueren tres niños ahogados en el Lago de…”; “Encuentran…”, “Hallan cuerpos…”, “Localizan…”. Personalmente, me gusta más cuando inician con “aparecer”. Confiere voluntad, aunque en estos rumbos, la voluntad escatima, es extingue o se drena entre la costumbre y las fisuras áridas de la tierra. Y, por supuesto, como pasa con estas cosas, los cuchicheos no se hicieron esperar. Entre los umbrales blancos y rojos de cal y teja, se corrió la voz de una cacería. Pero la gente de este pueblo no se mete en asuntos ajenos y aquello insinuaba un esfuerzo mental poco rentable y bastante lúgubre, así que se optó por revivir, al menos un poquito, una vía más ancestral. Es que al lado hay una historia de una princesa-sirena cuyo hombre malo ya no volvió, y de su pena o de sus lágrimas, nació ese lago. No estamos tan lejos, oiga. ¡Segurito que cayeron presa de los cantos malévolos! Y nada es tan mortífero como el despecho.

Es más fácil: relatos donde el amor vuelve trágica a la virgen, tiranos a los padres y sinvergüenzas a los hombres. Mujeres creadas para morir entre la gente de paso, y alcanzar gracia infinita para quienes nos quedamos. Por lo menos, mientras dure el lago.

Si soy sincera, hay un poco de verdad en cada idea, pero pues… Nadie se asoma. Imagino que por tratarse de un panorama desolador. El agua es tan turbia y espesa que está desposeída de colores y reflejos. A lo mucho, replica las sombras de los botes y los árboles, pero no las redes ni los pájaros. Ya no hay orilla. Si te inclinas más allá de los caminos de piedra o de madera tostada por el sol, verás que los lirios se la han comido enterita, como gusanos; y es que donde parece terminar la tierra, yacen los bulbos y las raíces peludas que se elevan sobre el velo sucio del agua para culminar en hojas redondas, grandes y onduladas, y flores liliáceas de corazones púrpuras con llamitas amarillas. Cuando era más pequeña, las creía estrellitas del buen augurio para iluminar los andares nocturnos de aquellas historias cargadas con secretos inconsecuentes. De mayor, y luego más, supe la verdad. Ahí donde las ves, esas flores son una plaga, lobas disfrazadas de corderas, un veneno rampante que nadie sabe cuándo llegó ni quién lo derramó por ahí. Así que las arranco con mis manos.

El primer día que renuncié a mis padres, decidí que mi nombre sería Vivi, de Viviana. Se lo robé a una extranjera, más rubia, más alta y, de ser posible, más ligera que yo. Me gustó y me lo quedé. Es que a mis papás les faltó ingenio. ¿A quién se le ocurre tener bebés sin trabajo y a los diecisiete, dieciséis? Decían que me habían nombrado por una reina muy importante de otra isla, más grande, hasta que mi tito, mi padrino, se fue la lengua en mi último cumpleaños. Él lo cuenta mejor: tienes nombre de chupe. ¿Chupe? Alcohol, chiquilla, del fino, ¿a que no? Mi papá le dio un tremendo zape y mi mamá lo amenazó con correrlo de la fiesta. Ya no hubo modo de arreglarlo. Por eso, yo me bauticé solita, ahí mismo en el lago. Me abrí paso entre los lirios, despacito para no molestar, y cuando encontré una parte que no me daba asco, me apreté la nariz, cerré los ojos bien fuerte y me sumergí tres veces. Soy Vivi, chapuzón, soy Vivi, chapuzón, soy Vivi, chapuzón. Después me tallé los pelos de la cara hacia atrás. Cuando miré, el agua estaba perfectamente quieta. Casi bonita. Resultó que había elegido un punto muy escondido, rodeado por mucha planta que hacía sombra y formaba una especie de cuenca con su propio horizonte donde una de las islas parecía dormir. La que tiene forma de pez dando vuelta hacia sí mismo. Seguí las líneas del agua con la vista hasta encontrar mi pedazo de tierra. A lo lejos, había una silueta flotando en el agua; luego se le unió otra, y otra más. Me entró el repelús y regresé a tierra.

A los pueblos les gusta hablar bajito y a mí me entretiene escucharlos. De hecho, fue así como elegí mi propósito. Tras mi bautizo, me dediqué a recorrer las calles aledañas. Me gusta sentarme junto al señor de las gorditas. El aroma dulzón a nata, harina y azúcar sobre el comal siempre me recuerda a cuando acompañaba a mi mamá a venderlas en el mercado de Quiroga, o a cuando papá y mis abuelitos me compraban una bolsita en la plaza. Tres por cinco pesitos, cinco por diez, diez grandes por treinta pero se las dejo a veinticinco, si no, no le saco, señito. Y si visitábamos a la tía mientras las preparaba, ¡uy!

Cuando hay menos ambiente, me subo a los botes. Nunca me pondrán objeción porque soy de por aquí y, aunque tengo seis años, no soy enfadosa. Me siento en silencio, aparte, con las manitas sobre las rodillas, quietecita, mi amor, ¿sí? Sí, mamá. Aquella vez, me colé entre un grupo de turistas que buscaban un tour de leyendas. Solo que la famosa está en el otro lago, así que se tuvieron que conformar con lo que el lanchero quesque recordaba de chiquillo, que más bien era una mezcla de recuerdos a parches, fantasía e improvisación. Una doncella tarasca fue secuestrada por un grupo de bandidos, fue rescatada por un valiente joven español, en el camino de vuelta se prometieron amor eterno y fidelidad en ese mismo lago, pero al llegar frente a los padres de ella, no le creyeron nadita y lo entregaron ante el rey tarasco, quien lo sentenció a muerte. De la pena, la doncella huyó al lago y ofreció su vida a cambio de que los dioses lo salvaran, sin saber que él ya estaba comprometido con la hija del rey. Los dioses se apiadaron de ella y con su corazón crearon este lago, y las siete islas representan los días de la travesía que vivió con su amante. El hombre tampoco tenía tanto talento ni se desvivió (ay, perdón) en una buena historia. Como me aburrí, me puse a examinar las caras de los visitantes. Estaban maravillados. Cuando los dejaron en su orilla, bajé con ellos. Repetían lo que recordaban, se reían y asustaban entre sí. Me divertían porque, aunque a lo pendejo con sus acentos urbanos de dinero, le echaban ganas. Conforme el atardecer se asentaba en la isla y menguaban sus fuerzas, dejaban de moverse como reyes para volverse personas. En el viaje de vuelta al pueblo, una mujer del grupo quiso escuchar la leyenda de nuevo pero aquel era otro lanchero. Entre todos, rehicieron la historia para que el hombre la pudiera continuar. Como si detrás de los ojos pañosos y los alientos turbios, palpitara el miedo real de que la doncella de la leyenda se desvaneciera para siempre entre el olvido de las olas. Entonces, fui yo la asombrada. Decidí ser legendaria. No tenía claro el cómo hasta que conocí a aquellos niños en el último día de sus vidas.

Para entonces, se me había ocurrido disfrazarme. Me hice con trozos de redes de mariposa abandonadas y les iba trenzando hojas de cáñamo, pasto y lo que fuera juntando mientras arrancaba los lirios a mi paso. Cincuenta kilómetros de tallos mutilados. Andaba en esas cuando escuché un grito agudo seguido de otro más rotundo. Alcé la cabeza sin revelarme. Un niño se reía detrás de los dedos. Transpiraba malas intenciones a raudales. Su papá le había reñido. Ya estense en paz, dijo una de las mamás, ¡no pasa nada, amiga!, respondió la otra, y los dejaron corretearse alrededor de las sillas de plástico del restaurante. Otro papá les aplaudía las gracias mientras el resto del grupo los ignoraba o regañaba sin éxito. Pensé en el mío. Ya no tengo clara su cara, solo su abrazo antes de marchar. Me alegra que eso se haya quedado conmigo, y no algo tan asfixiante como el agua, o el rencor. El caso es que bajó la niña a lo que adivinó que era la orilla. Entonces, no me vio. Se acuclilló junto a un bonche de flores que, por azar, se había medio arremolinado. Como si aguardara el tacto de sus pies. La princesita de papá. Ese tipo de personitas crecen con el cuento de que el mundo es a medida. Los otros dos la siguieron. ¡Un pez, mira! ¡Lánzale una piedra! La trucha huyó a salvo. ¡Trae pan! ¡Córrele! ¡Ahí, mira! Si los alimentas, vienen. Ayúdanos, corta pedacitos. ¡Deja esas flores, mensa, ayúdanos! Toma. Ahí, ahí, ya vienen. ¿Listo? A la u… ¡sigan arrojando pan! A la una, a las dos… ¡Muere! ¡Mira esa piedrota! ¡Con esa le das! ¡Ten cuidado! ¡Ahí va! ¿Qué hacen, escuincles? ¡Suban para acá! Los tres corrieron de vuelta sin parar de reír, excepto la niña, que no parecía entender lo que había pasado. Me asomé al interior del lago. No pude ver la masacre, pero la sentí como si yo hubiera sido apedreada, como si hubiera sucumbido a la ilusión de las migas de pan para que me mataran. Por el mal tino de vivir en el lago. Nunca, pero nunca de todos los nuncas, ardí de aquella manera. De haber podido o de saber cómo, habría invocado a las sirenas de todas las aguas y todas sus tierras. Habría nadado con ellas. Habría encabezado mi propia revolución.

Antes dije elegir, y es que cuando a una no le queda más que el espíritu, la voluntad es el tesoro que se pierde antes. Tarde o temprano. Lo he visto suceder. Yo no quiero olvidarme de tanto. Sé que tuve a mi mami, que nunca se casó ni se juntó con mi papá pero que no le prohibía verme cada fin de semana porque, aunque los dos eran jóvenes, me querían hasta el infinito, y por eso el catorce de febrero la convencimos, a mamá, para que nos dejara ir de paseo en moto por el lago antes de la comida con los abuelos, ¿me prometes traerla temprano? ¿Y tú? Tenemos que medirte los zapatos para tu cumple, no se vayan a entretener, que no, y de veras, íbamos por la segunda vuelta, el aire estaba fresquito y hacía mucho sol, luego ya no. Lo último no lo tengo claro. Se dijo que se descompuso la moto, que se usaron hasta drones para encontrarnos, que el pueblo entero nos tenía en sus rezos, y una semana después vieron a mi papá. Horas más tarde, a mí. Yo recuerdo sobras: su abrazo, el agua apretándome la garganta, y que no quise quedarme. Por pánico, aunque supiera lo que nos había pasado. Ahora, mientras tenga voluntad, elijo resistir al olvido.

Con nosotros, también hubo mucha prensa. Hay noticias desde las pocas horas hasta el funeral. Padre e hija desaparecidos. Moto acuática estropeada. Se informó de la avería y, después, ya no hubo contacto. Se dijo que, tras aparecer nuestros restos, los locales bloquearon a la policía por una cuestión de creencias, pero quién sabe cuáles. Yo fui a despedirme de mamá, de mis abues y la maestra de la escuela que hasta hizo un grupo. Quería darle las gracias por defenderme frente a las creídas y no contarle a mamá que una vez mojé la falda. Por el susto, pues. Criticaron, también, en los periódicos, la falta de sana distancia, de cubrebocas y medidas sanitarias. Morí en la época del covicho, pero no pudieron anotarlo en mi acta; con eso de que todos los que fallecían en esa época fueron registrados así… Al menos, los periódicos parecían saber tanto como yo: nada.

Cacé a los pendejitos. No fue en el restaurante sino en las lanchas. Dejé mi disfraz lejos de la marea y de la vista. Primero alcancé a los dos varoncitos, el del pan y el que tiró la roca. Me les acerqué en el muelle, mientras los adultos trataban de comprar boletos en la taquilla. Es que ya no salen más botes, patrón. ¡Pero faltan veinte minutos! No es seguro, entienda… Los niños se retaron para aguantar la respiración bajo el agua. Uno se sumergía y el otro contaba. Ni en cuenta de cuando me metí, menos de que los oía. El del pan cerró los ojos y fue primero. Salió inmediatamente. ¡Está fría! Pues yo gané. ¡No, pérate! Una, ¿dos…? Otra vez. Entonces, le apreté un beso que lo hizo temblar. Salió dando un brinco hacia atrás. ¿Qué te pasa? Eres un bebé, ¡ya! ¡Cuenta! Me toca. ¡Oye! ¿Listo? ¡Oye! Hay algo en el agua… ¿Qué? ¡¿Qué hay?! ¡Mira tú!, y salió corriendo. El de la piedra quiso encontrarme. Se asomó hasta que su nariz casi tocaba la capa de agua. Lentamente, me elevé desde el fondo. Me mantuve inmóvil. Me veía, estoy segura. Estiró un dedo hacia mí y, entonces, tiré de él hacia abajo. Cayó como la piedra, pesado y vacío. Lo abracé con todas mis fuerzas. Quise tener garras o colmillos. De repente, alguien tiró de él hacia arriba y lo sacó antes de que perdiera el conocimiento. Temblaba tanto que anularon el viaje en barco y volvieron a la pensión.

Al parecer, las familias partirían al día siguiente y yo perdería mi oportunidad. Los niños lloraban repetidamente sin entender por qué; estaban pálidos, aunque hacía calor y era verano. No faltó el ocasional espasmo. La dueña de la pensión los revisó de hito en hito y determinó que habían contraído el espanto. Era buena la vieja. Por supuesto, los padres no lo creyeron, cosas de pueblo, hasta que enunció las palabras: al lago no se baja, ni en la noche ni de madrugada. La observé maravillada. Aguardaría hasta la hora limítrofe entre la densidad de la noche y los rayos del alba.

Recordé, entonces, el ramo de flores. La visité. Los otros dos seguirían. En sueños, le conté que el agua del lago convierte a las niñas en ánimas infinitas. Bastaba con andar entre los lirios.