El miedo de las naranjas a ser exprimidas, de Sergi Pujales_Barcelona
Finalistas Premio Energheia Espana 2015.
Cómo no iba a ser feliz en Lisboa si todos los días salía a la calle y las gatas me recorrían con la mirada en llamas y yo les maullaba a ritmo de joropo, una cadencia desconocida y que a ellas les gustaba tanto, hastiadas de fados y llantos, de la lentitud de los tranvías, de que las hierbas creciesen en los tejados de Alcántara, de los colmados que vendían aceitunas masticadas y de tantas cosas inauditas en las que nadie reparaba a no ser esas gatas de ojos enormes y bien abiertos, a veces azules a veces color estuario, otras veces de colores que habría que inventar, qué más da, si mi médico me decía que soy daltónico y yo para llevarle la contraria encendía mis lucecitas y me ponía a pasear por Lisboa como una naranja que no tiene miedo a ser exprimida. Andaba tan desbocado que hasta las estatuas me guiñaban el ojo y eran cómplices de la demencia que se extendía de Marvila a Belém.
Pero tal vez lo que llamaba locura no fuera más que el deseo de que todas las gatas se enamorasen de mi sombra, de mis andares distinguidos, jamás altivos sino más bien delicados, como si caminase sobre las nubes y no sobre la bacheada calzadinha lisboeta. Nunca tropezaba frente a las gatas, aunque a veces fingía una cojera con estilo con el único propósito de demorar mis pasos y que ellas se quedasen prendadas de mi estampa y yo de sus ojos, quién sabe si pérfidos o sinceros. Luego llegaron los besos, los arrumacos, los galanteos y los refocilos con los que iba trazando la cartografía sentimental de la ciudad, porque de lo contrario mi vida no hubiera sido más que un puñado de episodios sexuales desperdigados sin solución de continuidad: los orgasmos de Maria silenciados por el traqueteo de los tranvías en una calle sinuosa de Madragoa; el corazón dividido por las hermanas Virtudes que moraban a uno y otro lado del río y que me obligaban a vivir en el tránsito irreal de los transbordadores marítimos; las caricias soterradas de Eloisa en la oscuridad de las veladas en el bar Loucos e Sonhadores; las órdenes que me daba la estatua del mariscal Saldanha para que rompiese la gélida resistencia de Hanna; y decenas de efímeros amoríos que se iban repitiendo todos los días en un deambular caótico por las entrañas de la ciudad.
Pero cómo explicar que no eran hechos aislados, sino la continuidad de una historia, una única vida, una misma mujer a la que yo amaba dispersa en el cuerpo de docenas de mujeres diferentes. Porque si mi vida era una feliz casualidad, sabía que lo menos casual que existía en ella era acostarme en un tálamo de la rua das Damas y amanecer en otro lecho de un cuarto desconocido de la rua Menino de Deus. Y las sábanas siempre eran distintas y la mujer siempre era otra. ¿Dónde habrás dejado los calzones, Leoncio? Porque siempre los perdía en los confines de la noche, los abandonaba como quien abandona su patria, con una nostalgia irremediable pero sabiendo que la vida sigue y, aunque tenía la absurda esperanza de que mi ropa interior regresase a casa, el único que regresaba era yo.
A veces también pasaba hambre, con lo difícil que es pasar hambre en Lisboa, con la cantidad de pescado fresco que siempre teníamos a nuestro alcance. Claro que éramos muchos los gatos callejeros que teníamos que alimentarnos y algunas veces tenía que conformarme con morder espinas o perseguir en vano el rastro de cáscaras de almeja o, lo que era más trágico, comer una lata de sardinas en la soledad del saloncito doña Bárbara, como me dio por bautizarlo, de la casa que compartía con un descendiente de barones germánicos que se perdía en las noches lisboetas en búsqueda del rabo femenino más celulítico existente. Pero esas depravaciones que se las explique él al jurado, porque yo las noches de sardinas enlatadas acababa por salir de casa al encuentro de esas almas tabernarias que se congregan en este mismo bar Veneçuela desde el que les hablo, eran ellos los mismos que ahora me rodean con sus alientos de águilas benfiquistas y sus conversas de miche, o al revés, tanto da, que la misma tragedia era asistir a través de la televisión por cable a la retirada de los terrenos de juego de Rui Costa que acabarse el último trago de macieira. ¡Oh Veneçuela!, qué difícil es cruzar el umbral de tu puerta de salida y encontrarse con el desamparo de las calles aún puestas y mal iluminadas, el crujido terrible de las suelas de mis mocasines resonando en las calles adyacentes como si otros Leoncios estuvieran caminando a esas horas, exiliados nocturnos de todos los Veneçuelas existentes, ¡qué pena tengo de vosotros!
Esas noches regresaba a mi cuarto y, para evitar quedarme demasiado tiempo en la ventana mirando al cotidiano edificio de enfrente, me ponía a escribir. Y aunque mi ambición era ser poeta siempre acababa por escribir cartas, la mayoría de las veces a mi compadre Carlitos Lavado. ¡Qué güevo, causita! ¿Por qué siempre estabas tan lejos cuando te necesitaba? Seguro que aunque en Barquisimeto aún no fuera de noche estarías dispuesto a irte de parranda y compartir como tantas veces todos los penúltimos tragos de nuestras vidas, un lavagallos más en Las Trinitarias y una más, causita, esta vez sí la antepenúltima, ¿qué te parece en la Concha Acústica?, y el joropo dale y dale. En cambio, aquí en Lisboa tenía que ver cómo las piedras de hielo derramaban lágrimas de ron dentro de los vasos y consolarme con mis soliloquios epistolares. A veces también escribía a Leonor, la más novia de todas las novias que tuve en Venezuela, y con la que un día inauguré una tradición de encuentros crepusculares, noches de hostal, sábanas húmedas y retrovisores de camionetas en las que la veía desaparecer. ¿Cómo fue que nos encontramos? No importa que me lo invente. Fue algo así como que yo paseaba mi doble vida de estudiante púber y poeta anacrónico por el Malecón y ella era una aspirante a actriz que frecuentaba la productora y el grupo teatral La Linda. Vivía con su abuela al oeste de la Avenida Carabobo y un día la vi en la entrada del Cine Club Chaplín, con acento en la í como a nosotros nos gustaba llamarlo, tal vez para hacerlo un poquito más nuestro, y me quedé completamente abolerado por ella. Así que descubrir el cine y el sexo fue todo uno. Claro que al principio aún no lo hicimos en las butacas del Chaplín entre la penumbra de la sala, rodeados por las sombras de los gángsters proyectados en la pantalla y las ráfagas de metralleta que ahogaban nuestros gemidos, y teníamos que conformarnos con besos, ojitos, manoseos y todas esas lecciones preliminares de la educación sentimental. Aquellos días Barquisimeto me parecía el mejor lugar del mundo, a pesar de sus calles numeradas. Solo mucho después supe que cuando uno está enamorado de una mujer también está enamorado de la ciudad en la que vive esa mujer, pero que el amor dura lo que dura un bolero, tres minutitos y todos otra vez tan tristes y solitarios, y la ciudad vuelve a ser tan pérfida como siempre, tan pavorosamente urbana y dura.
Leonor siempre fue para mí una celebración repentina de la vida, como descorchar una botella de champán. Y en cada ocasión en la que estaba presente el champán me veía obligado a rememorar la noche remota en que tuve mi primera eyaculación precoz. Cuando alguien descorchaba una botella mi cerebro solo elucubraba una pregunta:
―¿A ti nunca te han dicho que no se deben agitar las botellas?
Entonces, el líquido empezaba a manar a borbotones, bañando el rostro de los presentes.
La noche de mi primera eyaculación precoz le pedí prestado a papá su Falcon Ranchero.
―No me ladilles con el carro, huevón, todavía no tienes la carta. ¿Para qué lo necesitas si no sabes manejar?
Le mentí diciéndole que ya tenía los huevos pelados (a mi padre le gustaban las expresiones soeces) de conducir el auto de Carlitos Lavado, aunque este solo tuviera una moto y yo las más de las veces fuese su paquete; y le confesé que había conocido a la mamasita más rica de todo Barquisimeto y que mi futuro con ella dependía del Falcon Ranchero.
―¿Así que estás engüayabao de una barragana, pendejo? ―me preguntó retóricamente, riéndose con su vozarrón de dueño de mi destino.
Metió su mano en el bolsillo y me arrojó la llave del auto. Desde ese día quiero tanto a papá, ese hombre tan comprensivo en asuntos venéreos y tan intolerante en todo lo demás.
―¡Échale pichón, mijo, que se hable bien en el mundo de los Martínez!
Encorajado por los gritos de papá salí con el Falcon Ranchero, naranja con una franja blanca a cada lado, no había otro auto igual en Barquisimeto, si hubiese querido habría podido llenar la caja trasera de hembras concupiscentes, pero esa noche solo existía Leonor, así que pasé a recogerla por casa de su abuela y nos fuimos adentrando en la noche o dejamos que la noche se adentrase en nosotros, alumbrados por los faros del auto que nos guiaba a través de las tinieblas de Barquisimeto y el ulular de sus voces nocturnas, como si el polifónico monólogo interior de la ciudad nos impulsase a cometer locuras que solo en el amor se consideran naturales, y el Falcon Ranchero desafiaba los llanos y la noche y nosotros reíamos felices como una vulgar pareja de adolescentes enamorados, comiendo poco, seguramente una arepa compartida, o quizás una cachapa, no recuerdo, hasta que de pronto la ciudad se acabó y tras una curva y otra y otra ascendimos la ladera de Lomas Country. He regresado al lugar varias veces desde entonces y sin duda se trata de un sitio truculento, al que solo pensarías ir para deshacerte de un cadáver o algo semejante, pero aquella noche la ciudad se extendía bajo nuestros pies, mal iluminada hasta donde nuestra vista alcanzaba, abstracta y poligonal como si la hubiese pintado un Mondrian daltónico.
―¿Te gusta mi bemba? ―me preguntó Leonor.
No me dio tiempo a contestarle cuando ya su boca se había unido a la mía. A lo lejos se oía el murmullo de los carros circulando como demonios por la Panamericana. Sus labios fueron descendiendo por mi cuerpo y apenas ella se aproximó a mi verga y empezó a masajearla no tuve más remedio que venirme en su rostro. Sé que en ese instante debería haber sacado el poeta que había en mí y decirle una frase del estilo:
―Gotas de rocío cubren tu rostro de primavera.
Pero todavía seguían manando espesos grumos de semen a diestro y siniestro que estucaban todo lo que encontraban a su paso cuando pronuncié mi funesta frase sobre la agitación de botellas, que tanto tiempo me había de perseguir:
―¿A ti nunca te han dicho que no se deben agitar las botellas?
Gimoteaba por el orgasmo y no sé por qué motivo cerré los ojos, quizá sentía vergüenza del comentario realizado o simplemente aún era demasiado joven para ver el rostro empapado de Leonor. Una fragancia desconocida me fue obturando las fosas nasales, un aroma como a jojotos y ciruelas maduras, qué sé yo, también debo ser daltónico de la nariz, lo único que tenía claro es que el olor a colonia barata y humo de puros Crispín Patiño al que yo asociaba el Falcon Ranchero de papá había desaparecido por completo. Al abrir los ojos miré a través del espejo retrovisor y no vi nada y pensé que toda mi vida hasta ese instante había desaparecido, como si mi pasado se hubiera sumido en la oscuridad. Después aparecieron unos ojos muy serios, o muy tristes, que me miraban desde el otro lado del espejo. Tardé un rato en reconocer que eran mis propios ojos que me miraban como a un extraño, como si fuera otra persona la que estuviera mirándome y, justo en el momento en que un escalofrío me recorría el espinazo, vi un hilillo de semen que resbalaba al unísono por el espejo retrovisor y por mi mejilla.
¿Y Leonor, qué? Me miró con sus ojos negrísimos y abisales y me dijo con una sonrisa que se le escapaba por debajo del ombligo:
– Te la saqué como a corcho `e limoná.
Y lo dijo como en el poema, así que le seguimos dando al joropo dale y dale hasta lo más hondo del compás.
Hoy todavía le sigo escribiendo cartas a Leonor a la que hace tanto que perdí la pista desde que una tarde me dijo que quería conocer Europa y que empezaría por Lisboa. Al día siguiente, solo fui capaz de comprarle una moleskine naranja y le pedí que arrancara las hojas para escribirme lo que yo imaginé que iba a ser el inicio de una fecunda relación epistolar. Pero nunca recibí ningún papelito suyo y ella tampoco recibió ninguna de estas cartas que le sigo escribiendo desde Lisboa y que nunca le enviaré.
Tal vez iba perdiendo motivos para seguir siendo feliz, porque mi pasado se hacía cada vez más remoto y yo pasaba los días como quien vive de corrido, encadenando versos sin dormir, empapado de lluvias y de madrugadas, simulando que era profesor de lengua española frente a un puñado de portugueses que me miraban como si fuera un extraterrestre, no sé por qué, quizá porque mi método didáctico incluía memorizar los cuatro sonetos del Apocalipsis de Nicanor; cantar a coro una cueca; demostrar la existencia de Dios, que me disculpen las beatas de Nuestra Señora de Fátima, a través de la locución de un gol de Maradona; y una gramática indigesta como un triptongo. O quizá simplemente tendría que haber empezado por el principio, decir que me llamaba Leoncio Martínez y que era venezolano, desplegar un mapa y señalar dónde estaba Barquisimeto, aquel punto tan lejano e insignificante. Tal vez las cosas hubieran sido más fáciles si… De cualquier modo yo era partidario de enredarme, de irme por las ramas, de vivir a cualquier precio, aunque tuviera que inventarme las historias y soltaba mis célebres lenguaradas, toda esa vaina barroca para aflojarnos un rato, para reírnos como siempre. ¿Qué estoy diciendo?
Decía que mucho tiempo después, cuando decidí perseguir a Leonor y venir a buscarla a Lisboa, ella había desaparecido. La busqué con ahínco en los cuerpos de otras mujeres. Una tarde vi a una muchacha sentada en el mirador de Santa Catarina con una moleskine naranja y un mapa desplegable donde iba trazando círculos que a mí se me figuraban enigmas. Era la gata más linda que había visto en mi vida y, aunque tal vez no fuese Leonor, al ver su silueta recortada en aquel inolvidable crepúsculo sobre el Tajo, ajena a mi existencia, sentí una explosión fugaz pero tan intensa como si un millón de galaxias hubieran sido arrasadas. Sus ojos temblaron y al levantar la cabeza apareció en ellos un destello naranja. Su mirada se restituyó y yo aproveché para acercarme hasta ella, hombre duplicado reflejado en sus pupilas, dos Leoncios mejor que uno, pensé, y más cuando enfrente tenía semejantes pechos, que temblaban a pesar de su inmanente turgencia, yo y mi otro yo que se los hubiéramos mamado ahí mismo y para siempre a esa mujer eterna, a esa muchacha que podría haber sido Leonor y a la que le miraba descaradamente el escote. Y fue entonces cuando ella me vio. Sí, ahí aparecí, insigne insignificancia bolivariana delante de sus ojos, era yo el que ahora temblaba porque, como era dado a exageraciones culebronescas, pensé que aquel sería un momento crucial en mi vida, la única oportunidad de conquistar a aquella mujer, y saber que me acababa de enamorar de ella me puso tan triste que no me quedó otro remedio, a fin de cuentas, que ser feliz en Lisboa.