El paraguas de papel_Albert Gutiérrez Millà, Cerdanyola del Vallés (Barcelona).
_Premio Energheia Espana 2014.
Aquel tren olía como debe oler el cielo. A muerto.
En el vagón la gente era más fea de lo corriente. Los que tenían menos posibilidades de reproducción habían llenado el mundo de halitosis, orejas peludas y chepas. No sé si se dan cuenta de ello cuando se muestran en público o tienen una aceptación silenciosa.
Leía mientras los vagones avanzaban traqueteando. En frente mío un niño sentado pintaba el paisaje. Tenía una caja nueva de lápices de colores, un arcoíris perfecto, pero el niño lo había destrozado. Dos lápices estaban intercambiados. Puede resultar estúpido pero me obsesionaba, no podía leer. Miraba al niño por encima del libro. Cuando él me devolvía la mirada subía el libro para cortar la mirada en dos. Me era imposible seguir leyendo. Al final tuve que acercarme e intercambiarlos. No esperé su agradecimiento. Lo hice sin afán de reconocimiento. Notaba su mirada y la de su madre, pero ahora no me importaba porque podía seguir leyendo.
Tras una hora de viaje llegó ella. Venía a ganar el torneo de la fealdad. Era redonda y sudorosa como una aceituna. Al subir se asió de la barra lateral de la puerta del tren y creí que iba a volcar el vagón. Avanzaba de lado lamiendo con su cuerpo a los viajeros como un peine. Yo había colocado la maleta de viaje a mi lado para que nadie me molestase mientras leía. La gente prefiere estar de pie antes que pedir permiso. Fue entonces cuando la vi venir hacia mis asientos. “¿Me permite?” preguntó. La ignoré. Desenrosco su brazo que cayó sobre mí como un cochinillo muerto. “La bolsa”, me chilló. La quité para colocarla en mi regazo. Al sentarse me pareció oír como el asiento chillaba indulgencia “¡No por favor!”. Cayó sobre él ahogándolo lentamente mientras el cojín expulsaba el aire por sus comisuras. Hasta me pareció que los huesos del asiento crujían de rotos.
Al sentarse inundó la butaca con su masa hasta llegar a mí. Su brazo me chafaba; ella intentaba ganar terreno sobre mi apoyabrazos. Mi brazo estaba sepultado por carne como un moribundo en el fondo de una fosa común. A la vez intentaba aplastar el brazo mientras recolocaba el culo en el asiento. Se movía nerviosamente como si el asiento aun intentara luchar contra sus inclementes nalgas. Cuando se calmó acepté el nuevo estatus de mi brazo para poder leer, aunque tuve que pasar las páginas con la nariz.
Subió un mendigo al tren. Al principio no sabía que lo era pues tenía una tripa glotona que asomaba por debajo de la camiseta. Cuando se acercaba hacia mi asiento noté una gota de sudor. No era mía. Mi piel se veía infectada por una sopa hedionda de sudor axilar.
—Señora el brazo, que necesito el pañuelo —mentí.
—Perdón, no me había dado cuenta —mintió.
Se llevó su brazo y me pareció que se levantaba el pecho para colocarlo debajo. Las lorzas se entremezclaban como una masa sudorosa de tiras de plastilina en forma de pelota. El pobre se dirigió a nosotros.
—Por el amor de dios, deme algo para mis niños. Tenemos hambre.
Todos los pobres son religiosos y tienen niños adorables. Le presioné la tripa dos veces con el índice como quien toca un jabalí atropellado.
—Con esa tripa no me extraña que tengas hambre.
—Podrías compartir un poco, que tienes más.
Hundió rápidamente un dedo en mi barriga que desapareció como un cormorán. No me hizo daño; se quedó en la capa de la grasa y no llegó al músculo. Pero empecé a chillar lo más agudo y tendido que pude. Gimoteé y me revolvía en el asiento pataleando, aprovechando para pegarle un capón a la gorda. Conseguí que el mendigo huyera corriendo al otro vagón. Cuando vi que se fue paré de golpe y seguí leyendo.
Al llegar a mi parada me levanté en silencio. Esperé de pie mientras seguía leyendo. La lectura siempre ha sido un buen aislamiento mental y físico. Útil cuando todo el pasaje clava la mirada en ti. Bajé del tren. Llovía pero había traído el paraguas. Lo busqué en mi maleta. No estaba. Me lo había dejado en el asiento. Las puertas se cerraron tras de mí como riéndose a mis espaldas. Salí corriendo detrás del vagón. No entiendo qué pretendía hacer contra un tren en marcha. Sólo imaginé a la gorda con mi paraguas debajo de su axila y un goteo de sudor que resbalaba apestando la tela. A los pocos pasos de la carrera me pisé la chaqueta para caer con las rodillas y los codos en la grava. Sentí brasas que derretían gota a gota mi piel. Me destrocé pero mi maleta no sufrió, la protegí con mis brazos. Mi piel se regenera, la de la maleta no. Tendido en el suelo me costaba levantarme. No es que esté gordo. Sí es cierto que la papada no me deja bajar la cabeza o me cuesta atarme el zapato, pero no estoy gordo. Una persona vino a ayudarme. Digo persona porque no sabía si era chico o chica. Tenía pelo corto, pecho plano y facciones suaves. Parecía que intentaba borrar todas las pistas para adivinar su sexo. Tirándome del brazo dijo.
—Pesas un quintal.
—De hecho, más del doble.
Aquella inútil no conseguía levantarme. Ni que fuese tan difícil. Dobló mis rodillas acercándolas a la cadera, avanzó mis brazos haciendo de mí una bola y dejó caer su peso hacia atrás. Con su cuerpecito e ingenio consiguió levantarme. Era lista, aunque no le di las gracias. Creo que se agradece demasiado y eso desvalora la gratitud. Mientras me sacudía la grava me obsesionaba saber si era chico o chica.
—¿Cómo te llamas?
—Andrea.
—Al principio no he sabido si eras un chico o una chica
Se rió.
—La sinceridad es tan extraña que nos hace gracia cuando la oímos —le dije.
—¿Cuánto pesas?
—Noventa y nueve.
Mentí. Cuando no me siento orgulloso de la respuesta siempre engaño un poco. Me hace sentir bien conmigo mismo y no demasiado mentiroso. Además la frontera de los cien me parece la división entre humillación y dignidad. Me alargó un periódico.
—Ten, para la lluvia.
Lo cogí y me fui. Iba andando bajo la lluvia con una pernera levantada y la rodilla sangrando. Tenía un poco de barro en los pantalones y en el codo. Con el agua mi ropa empezó a espumar. No había aclarado bien la chaqueta y ahora parecía una pompa de jabón. Unas chicas se estaban riendo y nos cruzamos la mirada con ellas los tres a la vez. Se reían de mí. Sé que venían riendo antes de contemplarme, pero se reían de mí. Me bajé dolorosamente la pernera por encima de la herida blanquecina y tiré el periódico. Prefiero la compostura del hombre mojado que el estúpido diario. Alguien había tirado un paraguas roto. Los días de lluvia y viento todos los paraguas son de papel.
Llegué a casa de mi madre y me abrió. Al verme retrocedió para contemplarme mejor.
—¿Has venido a caballo?
—En tren.
Llevaba una toalla en la mano y me la dio para que me secara. Había venido por ella y tan siquiera me saludó.
—¿Qué querías? —le dije— Siempre que llamas me asustas; solo lo haces cuando hay un entierro. Al escuchar el teléfono pienso: ¿Quién será el siguiente? A veces creo que tus llamadas matan.
Me dio un conjunto de ropa seca.
—¿Qué se dice?
—Gracias —susurré.
Me trajo un bistec y me dijo “Come”. Me hablaba y solo me hacía preguntas cuando tenía carne en la boca, para poder responderse ella misma. Me dijo que se habían separado. Mi padre estaba enfermo y ella no se podía hacer cargo de él. Que tenía que entender porqué se divorciaban y que yo ya era adulto. La relación se había deteriorado, que él era mayor y que tenía a su propia familia quien le podía cuidar
—¿Qué opinas?
Ahora rebañaba el plato y ya podía hablar.
—¿Hay más? —le señalé el plato.
—No, pero hay una cosa más.
—¿Qué?
—Tengo una enfermedad degenerativa.
Me eché a reír. Sé que no debía hacerlo pero lo hice. Me sentía mal. Incluso sentirme mal me hacía reír más fuerte y más tiempo. Ella me miraba. Acabó llorando. Sollozaba pero mis carcajadas eran más fuertes. Me fui. Cogí el paraguas de mi madre. No creo que fuese a usarlo mucho más.
Había amainado y volvía andando. Recogí mi paraguas de papel de la basura y empecé a leer mientras andaba Al llegar a la estación me encontré con la mitad chica mitad hombre.
—¿Ya te vuelves? —me preguntó.
—Sí, aunque voy a comer algo antes. Tengo hambre.
—No me extraña, con esa barriga —me hundió el índice dos veces en la tripa mientras sonreía con complicidad.
Le pegué un golpe seco de paraguas en el hombro y me fui al bar de la estación. Por fin mi madre me había dado algo útil.