El pez muerto de David Aliaga_Barcelona(Espana)
– Finalistas Premio Energheia Espana 2012_
«¿No veis, pues, compañeros, que Jonás
trataba de huir de Dios a todo lo ancho del mundo?»
– Herman Melville, Moby Dick
Sacó de la nevera una bandeja con sardinas crudas y la dejó sobre la encimera. Contándolas de una en una, fue metiéndolas en un cubo de plástico hasta que murmuró «seis». Luego buscó detrás de la puerta de la cocina una bolsa que contenía pedazos de pan duro y los echó también al recipiente. De un cajón tomó una mano de mortero y la empleó para machacar el pan y el pescado. Con un gesto repetitivo de la muñeca aplastaba el cuerpo plateado de las sardinas contra los laterales del cubo y luego removía la carne desmenuzada, la sangre y las tripas con el desmigado.
La tarea lo tenía absorto cuando sonó el teléfono en la habitación contigua. Alzó la mirada de la pasta que estaba ligando y la dejó fija en la cenefa del alicatado sin dejar de remover el anguado mecánicamente. Saltó el timbre del contestador automático y escuchó la voz de su exmujer distorsionada por el crepitante altavoz del aparato.
«Frank, soy Maggie. Te acabo de llamar al número de tu piso, pero no lo cogías, así que he pensado que te habrás ido unos días a la casa de Cabo Cod. Ando muy liada con reuniones y eso y Grace tiene visita mañana con la psicóloga. Es por la tarde. Me preguntaba si podrías bajar a Nueva York para hacerte cargo. Me han puesto una reunión justo a esa hora y… Bueno, también es tu hija. En fin, llámame».
Frank tiró la mano de mortero al fregadero, cogió el cubo con el anguado y salió de la cocina. Al cabo, regresó calzando unas botas de goma negra y con un par de cañas de pescar y una caja de herramientas en las manos. Se detuvo a echar un vistazo a la calle a través de la ventana de la cocina. Apretó los labios en gesto de complacencia al no toparse su mirada con ningún transeúnte.
Mientras salía de casa en dirección al muelle se dijo que octubre era el mejor mes para escaparse a Cabo Cod. Y más si podía hacerlo un martes o un miércoles. Los turistas habían regresado a sus casas y los domingueros estaban haciendo sumas y restas en sus oficinas de Boston y Nueva York. En el trayecto que separaba su casa del puerto sólo se cruzó con un joven que hacía footing.
En el embarcadero había un montón de naves atadas a los amarres, cubiertas por lonas que acumulaban un dedo de polvo enmohecido. El oleaje las mecía haciendo que los cascos se golpeasen continuamente contra los listones de madera del muelle descascarillando la pintura, generalmente gris, azul o blanca. Distraído con el aspecto abandonado de las embarcaciones, Frank se llegó hasta su bote. Saltó a la cubierta, dejó los bártulos en un rincón y acometió los preparativos para empezar a navegar.
Tardó diez minutos en tenerlo todo listo. Entonces soltó amarras y agarró el timón dispuesto en la popa, junto al motor que rugía irregularmente, como tose una persona que se atraganta al beber un trago de agua. Mirando como sus manos dirigían el rumbo, se dio cuenta de que tenía los dedos manchados de las tripas de las sardinas. La que no usaba para manejar la dirección se la restregó en la pernera del pantalón. Mientras tanto, la otra lo conducía a mar abierto. Aunque la caballa podía pescarse cerca de la costa, él prefería hacerlo lejos del puerto. Parte del gusto por salir a tirar la caña lo encontraba en distanciarse de la orilla, dejar atrás el rompeolas y detenerse donde no alcanzase a ver más que el mar y el cielo a su alrededor. Comenzó a tararear una canción: «Du, du, du, dum».
A un par de millas de tierra, aminoró la marcha. Echó la cabeza hacia atrás y trazó un arco de estribor a babor con la mirada. El día estaba encapotado. Arrugó la nariz y dejó de cantar. La escasa luz le concedía al paisaje una gama de colores desvaídos que le recordó a un cuadro de Picasso que había visto en el MoMA hacía algunos años. En el lienzo, vestido con una camisa de un azul casi negro y con el rostro compungido sombreado con pinceladas de azul pálido, un marido mira al suelo mientras que su mujer, también vestida de oscuro y perfilada de azul desteñido mira suplicante al espectador. Se le ocurre que si ese par de pobres casados pudiesen cobrar vida, un día, un tipo sensible hubiese visitado el museo, le hubiese tendido la mano a la muchacha y ella habría salido del marco para marcharse abrazada al estudiante de Historia del Arte y el marido se hubiese quedado mirando al suelo, ahora con las manos sobre la mesa y ya no sería Pareja de pobres sino El pobre hombre. O sería mejor, decidió, que lo llamasen El hombre pobre, ya que seguiría teniendo frío y hambre, pero no tendría esposa que sintiese compasión por él.
Ensoñado con el lienzo en el que el rostro del protagonista masculino se le parecía al suyo, se frotaba el mentón arañándose con la barba de tres días la palma de la mano. Detuvo la mano bajo la nariz y husmeó. Acercó también la otra, mirándola con curiosidad. Le apestaban a pescado crudo y a salitre. Volvió a fijarse en ellas, menudas, anchas, con la piel agrietada y los dedos cortos y cuadrados. Bajo las uñas la mugre se concentraba en delgados ribetes oscuros. Sacudió la cabeza, detuvo el motor, se puso en pie y fue en busca de los artilugios de pesca.
En primer lugar cogió de la caja de herramientas un calcetín viejo y lo llenó con un puñado de la mezcla de sardinas y pan machacados. Lo ató a un extremo de una cuerda y lo lanzó al mar anudando el otro cabo a un saliente de la cubierta del barco. Eso atraería a las caballas. En seguida armó las cañas, las tiró a media agua y se sentó sobre el suelo de la cubierta a esperar a que picasen.
Tres cuartos de hora después, la que le quedaba a la derecha comenzó a vencerse hacia delante. Con igual rapidez que torpeza, se puso en pie y agarró el mango con las manos a la altura del carrete. Dio un par de tirones sin intención de sacar el pescado del agua para calibrar el peso del ejemplar que se debatía briosamente por liberarse del anzuelo. Convino que no debía tratarse de una caballa muy grande y con escaso entusiasmo la sacó del mar con un gesto de sus brazos.
El animal revolvía su cuerpo rígido con movimientos convulsos, llevando la cola de un lado para otro y agitando las aletas desesperadamente. Frank dejó la caña en el suelo y, en cuclillas, se acercó al pez. Con una de sus manos agarró la caballa con firmeza, apretando para que se moviese lo menos posible y con precaución de que no se le escurriese. Con la otra, quiso quitarle el anzuelo. Sin embargo, cuando lo tenía entre los dedos, en el instante preciso en el que tiró del pequeño del pequeño gancho metálico, la caballa hizo un gesto brusco con la cabeza. «¡Mierda!», bramó al pincharse con la punta del anzuelo en un dedo.
Apretó la otra mano un poco más entorno al cuerpo de la caballa cuyos movimientos iban perdiendo nervio. Notó las escamas rasposas y la carne firme del ejemplar apretándose contra la palma de su mano. En unos segundos el cuerpo azul y plateado del animal había dejado de resistirse. Frank relajó los dedos y contempló el pez muerto.