Familias, Alberto Ramirez Pena_Barcellona
Racconto finalista Premio Energheia Spagna 2017
Hay familias que construyen su historia en la muerte.
Hay otras que no lo hacen.
La nuestra es de las que viven encima de los muertos, de las que hablan con ellos todo el día. Y cuando nos desplazamos nos los llevamos con nosotros. Los arrastramos encima de los hombros si vamos a hacer la compra o los cargamos en los maleteros de nuestros coches si vamos de vacaciones. Vamos con nuestros muertos a cuestas. Es un penoso caminar hacia el futuro, que no tiene otro destino que la muerte.
Por eso ahora nos vamos. Para que no juegues con la prima Júlia, para que no recuerdes el olor de la abuela Asunción, para que no te asuste el tío Firio. Te llevo lejos y sin nada para que me enseñes a vivir sin ellos.
La familia se agarra a los ojos y te los araña.
Yo quiero que aprendas a mirar como tu madre, no como yo. Sé que te estoy privando de la mitad de tu pasado. Lo hago por tu bien. Cuando tengas mi edad, si consigo que mis muertos no te encuentren antes, ya no tendré miedo de enseñarte estas cartas y podrás conocerlos. Pero no te permitiré que hables con ellos hasta que seas mayor. Quiero que empieces de cero.
Mamá es diferente, ella está acostumbrada a hablar con todo el mundo y no tiene miedo, porque creció sin sustos. Mamá me ayudó a mí, y te ayudará cuando yo no pueda. Ahora tengo que escribir para protegerme.
La prima Júlia se pegó un tiro en la boca.
En casa de militares siempre hay armas, pero han de estar descargadas. Tío Pedro no pensaba que prima Júlia fuera a encontrar las llaves del cajón de sus cosas. Yo no le ayudé. Antes no existían los juegos, nos los inventábamos. No teníamos todas esas cosas que se les da hoy a los niños para que estén quietos durante horas. Los mayores no saben jugar y piensan que los niños tampoco. Cuanto más tontos son los adultos más subestiman la inteligencia de los niños. Y tío Pedro era el más estúpido de todos los adultos. No quería que su hija jugará conmigo. No la entendía, la castigaba cuando se vestía con mi ropa y prefería que estuviera con las otras primas o con el piano, pero yo no la convencí de nada, era ella la que quería encontrar la pistola de su padre. Las manos de los niños no aguantan el peso de las pistolas.
Era mi mejor amiga.
Nos vamos porque no quiero que juegues con la prima Júlia.
Mamá está haciendo bizcocho, ¡qué bien huele! Dentro de unos meses te saldrán dientes y podrás atacar el dulce con tus pequeñas fierezas. Tendrás que aprender a morder sin hacerte daño. En la vida, si te ves obligado a atacar a un hombre, no te envenenes antes con tu propia lengua. No te lo tome en serio. Los hombres grandes suelen llevar niños muertos dentro. Tú no te asustes. Tú serás como mamá, que lleva una niña saltando.
Tu abuela Asunción olía a ginebra. El olor de sus bizcochos y de su perfume caro no ocultaba el hedor que emanaba de su cuerpo. Toda su piel estaba trasminada de alcohol. No solo le pasaba a ella. Muchas de sus amigas, todas mujeres de pilotos, consumían la tarde a base de cócteles. Por aquella época nadie se preocupaba de que las madres fueran a buscar a sus hijos borrachas. Yo temía la vuelta a casa. Cerraba los ojos cuando cruzábamos los semáforos. Mi imaginación proyectaba todo tipo de accidentes, muertos en el coche, atrapados. Al poco tiempo, nos hicimos mayores y dejó de venir a buscarnos al colegio. Prefería esperarnos en casa, tumbada boca abajo en el suelo de la cocina, hasta que recuperaba el conocimiento. Cuando mi padre no dormía en casa se ponía aún peor. Aprendimos a hacernos la cena y a tolerar sus amenazas de abandono. A veces volvía al día siguiente.
Le encantaba su coche porque cuando conducía se sentía libre.
Tú abuela Asunción ya no se viste de fiesta, no se le traba la lengua y ya no se ríe de esa forma que me daba miedo. Siempre que hablo con ella ahora está fresca pero dice muchas tonterías. No te pierdes nada. Solo una cosa, pero es un secreto y has de prometerme que no se lo dirás a mamá: sus bizcochos eran los mejores del mundo.
Mamá no cree en los muertos. Mamá es buena. Mamá piensa que cada uno tiene lo que busca, aunque no lo sepa. Tú madre y yo estuvimos escuchando el mismo programa de radio durante un año, por la mañana. Al final de cada día nos llamábamos por teléfono y lo comentábamos. Yo aún vivía en la zona residencial de los abuelos, en casa, y ella vivía en el mar, al sur del país.
Durante el verano no emitían nuestro programa.
Para no estar un mes sin escucharla, me fui con ella a la playa.
Ahora desayunamos los dos juntos; con la radio, el pan tostado y tú. Escuchamos nuestro programa y lo comentamos.
El tío Firio era mi favorito. De pequeño pasaba muchos veranos con él. Era viejo solo por fuera. Tenía un bigote fino como una hilera de hormigas y los ojos llenos de aire. Tío Firio era un hombre de campo, tenía animales y árboles. Me enseñó a montar a caballo y a gritar. Era un sabio. Además de su trabajo, era carpintero, barbero y profeta.
En su casa había un jardín grande y tío Firio plantó un cerezo. Su mujer no lo quería. Ni a al árbol ni a él. Al árbol porque ensuciaba en otoño con sus hojas secas y en primavera porque se le caía la fruta. A tío Firio no lo quería porque había vivido más que ella. La tía Anita estaba hecha de ruido, era una fuente incombustible de rencor. Tío Firio hablaba con las cosas, y sabía todo sobre los hombres, pero no lo compartía con nadie. También me enseñó a tocar la madera y a subirme a los árboles.
Un vez, cuando ya era viejo por dentro, tío Firio se puso enfermo y pasó dos días en el hospital. A su vuelta, su mujer le ordenó que barriera las hojas secas del jardín. Tío Firio las recogió, las metió dentro de un capazo y le dio la vuelta a éste debajo del cerezo. Después fue a por una soga y se ahorcó. Los perros ladraron tan fuerte que ningún vecino pudo oír los gritos de tía Anita.
Tío Firio hablaba con las cosas, ahora habla conmigo.
Mamá y yo vinimos al sur para inventarte.
Aquí el mar te enseñará muchas cosas. Descubrirás la paciencia del agua, la indiferencia de las olas. Verás que todo tiene su compás, hijo. Hay en el sur un equilibrio extraño entre la pasión y el desapego. Entre la mano y el viento.
Nos fuimos para que aprendieras a mirar, a tocar, a vivir de otra manera. Para construir nuestra historia. De mamá aprendo cada día, y ya no lucho, porque la justicia no existe. Ahora somos una familia, y eso es lo más importante. Después, hijo, después no hay nada.