Gravedad, Víctor Ortega, Valencia
Ganador Premio Energheia Espana 2018
Existen niños graves. Hay pocos. Los niños graves parecen cargar sobre sus hombros pesos familiares y fracasos latentes. No es extraño reconocer ropas gastadas en los niños graves: pantalones de deporte parcheados en las rodillas, zapatillas sucias y camisetas deformadas. Nacen dispuestos para la vergüenza y esconden sus manos bajo mangas raídas. Crecen discretos entre los niños excesivos y asisten con sonrisa melancólica al transcurso de su niñez. Un día los niños graves miran de frente al mundo y algo muy poderoso se despliega. Y es un momento hermoso.
Hace diez años una mujer trajo a la vida a un niño en el mismo instante en que un anciano, a pocos kilómetros, se caía por primera vez al intentar levantarse de la cama. El niño se llamó Ariel; nadie lo sabía todavía pero Ariel iba a convertirse en un niño grave. El anciano se llamaba Martín y acababa de empezar a morirse.
En ese instante, en la plaza donde Ariel había de vivir su infancia, tres campanas repiquetearon sin aviso atravesadas por el sol. Unos niños abandonaron provisionalmente su juego para mirar las campanas. Sus padres, ensordecidos de repente, los imitaron. Cuando cesaron las campanas, la plaza, muda y soleada, se había inundado súbitamente de un fuerte olor a flores del campo que alegraba a los niños de un modo primario y desconocido. Los padres se extrañaron felizmente por una suerte de añoranza.
A la vez, en el pequeño pueblo al que Martín había de volver para su propia despedida, una mujer arrugada tejía cestas de esparto en la puerta del cementerio. Había locura en sus ojos y sufrimiento en sus manos. El rumor de un tractor entre los campos acompasaba los movimientos discretos de la anciana y un soplo templado de aire agitó las ramas de las moreras en el instante en que la anciana levantaba la mirada de su cesta. El viento había llenado el cementerio del mismo olor a flores del campo y la anciana cerró los ojos un momento invadida por una calmada melancolía.
Ariel y Martín habían quedado conectados por la alegría de la plaza, por la melancolía de la anciana y por el aroma de las flores.
Martín
Martín está solo desde que la segunda esposa de su padre murió hace cinco años. Antes de eso ya se había despedido de su madre, de su padre y de su hermano. Después de toda una vida salpicada de lutos, y ya casi superada la última separación, es la primera vez que no tiene que preocuparse por la posibilidad de otra pérdida. Ahora hay en su corazón un temor básico y sincero: tiene miedo a morirse. En las pocas ocasiones que la vida le ofrece de hablar con alguien procura no sacar este tema. Cada vez que ha intentado articularlo con palabras se ha sentido extrañamente avergonzado. Hasta los asuntos más graves parecen triviales en boca de los hombres pobres, hasta indignos para la muerte parecen. Y es que Martín posee muy pocas cosas y sin embargo le pertenecen de un modo especial. Cuatro velas rojas para la noche de Difuntos. Cuatro cirios. El trofeo de subcampeón de petanca del barrio y el reloj que ya no funciona.
Antes de perder casi por completo el movimiento en sus piernas, Martín solía caminar cada día durante horas. Se levantaba temprano y salía a la calle sin desayunar. Al salir de la casa, el aire frío del invierno o la brisa templada del verano provocaban invariablemente en él una sensación familiar y agradable. A veces recorría barrios desconocidos de la ciudad. Otras veces caminaba por senderos de huerta hasta pueblos cercanos. La mañana nueva y la ciudad vacía hacían sentir bien a Martín. Durante las horas del paseo revisaba en su pensamiento las tareas que tendría que hacer durante el día. Casi todo se reducía a pequeñas labores domésticas y a cada rato daba un nuevo repaso al listado mental enumerando con los dedos cada uno de los quehaceres. Cuando de pronto recordaba una tarea no contemplada todavía, y que por tanto debía ser incorporada inmediatamente a la lista, arqueaba nervioso las cejas en un gesto de profunda molestia. Esto no estaba previsto, susurraba. Detrás, como en el decorado de un escenario, la ciudad, los campos, el cielo entero, se desplegaban y acariciaban acogedores las costumbres del anciano. Martín no contemplaba el mundo, sólo formaba parte de él, y ésa es una forma pura de humildad.
Ahora un asistente social saca a Martín a pasear un día a la semana. Va a su casa por la mañana y salen a merendar. Después van al parque y se sientan juntos, el asistente en un banco y él en su silla de ruedas. El chico le quita la gorra a Martín si están a la sombra y la coloca en el banco. Hablan de todo tipo de cosas, aunque el asistente procura buscar temas que hagan sentir bien a Martín. Sabe que el accidente que tuvo de pequeño le pone un nudo en la garganta. También sabe que la infancia en el pueblo fue un momento duro, por la pobreza, pero que le gusta recordar. Piensa que a él, si estuviera en su lugar, le gustaría conservar la sensación de estar esperando algo, de que queda algo bueno por hacer (¿qué vamos a hacer hoy de bueno, mamá?), así que de vez en cuando le habla de ir a la playa en verano, o de una comida especial en Navidad. Tal vez no sea una buena idea, tal vez los mecanismos de la vejez sean tan distintos que su idea del bienestar en la espera no signifique nada, pero el chico no puede saberlo y es todo lo que se le ocurre. La silla cabe seguro en el tranvía, le dice. ¡Si yo una vez metí hasta la bici! Los ojos de Martín en esos momentos se vuelven un poco menos tímidos, y son algo así como una desconfianza a punto de derrumbarse. Nadie ha mirado ahí dentro desde hace mucho tiempo. Hay una lágrima encerrada tras el mármol, un niño mutilado detrás de las arrugas. Ocho décadas de soledad y pobreza han convertido su corazón en una gema doliente. Está a punto de retomar su niñez. Cada vez con menos frecuencia obedece los rigores de la sensatez adulta, cada vez le desespera más que los acontecimientos no sucedan como a él le gustaría. Se está haciendo por momentos más pequeño, tan pequeño que ya casi nadie puede verlo. Y sin embargo su corazón no ha cambiado de tamaño. Se está convirtiendo en un corazón atrapado.
Ariel
Desde muy pequeño Ariel ha experimentado la nostalgia. Siempre ha vivido en la misma casa y todavía no ha perdido nada importante en su vida. Sólo han pasado diez años desde que viniera al mundo y sin embargo ese sentimiento le ha acompañado desde que tiene recuerdos. En su opinión, los atardeceres son muy bonitos en la calle en la que vive. El sol se alinea con la avenida principal y baña los balcones de un amarillo intenso. Le gusta abrir la ventana de su habitación y asomar la cabeza para respirar el aire de la tarde. Algunos días soleados de invierno es capaz de identificar un germen de primavera. Entonces recuerda los naranjos preñados de flores del año anterior y tiene que cerrar los ojos para retener esa sensación extraña que es el anhelo de repetir un recuerdo. Hubo un día que el cielo era tan azul que Ariel lo miraba desde la ventana del colegio y sentía un cosquilleo en la barriga. Era un día bonito y esa tarde, después de las clases, era especial porque no tenía ninguna actividad extraescolar. Disponía de muchas horas para jugar en el parque que hay debajo de su casa y además al día siguiente era viernes. Una tarde amable lo separaba del mejor día de la semana, y esa era la forma más sincera que se le ocurría a Ariel de imaginarse la felicidad.
También hay tardes de verano en las que el aire huele a tormenta. Un soplo de viento hace caer algunas hojas de los árboles y entonces el otoño se le aparece nítidamente. Cierra los ojos. Para Ariel el invierno es cálido y acogedor desde el verano. El invierno, desde el verano, es una noche temprana y es una calle encendida de vida. El verano es esperanza y excitación desde el invierno. Los dos son, cuando llegan, otra cosa distinta. La vida de Ariel funciona mejor en otoño y en primavera.
Existen para él dos realidades diferentes: la que puede sentir asomado a la ventana y la que acaba sucediendo durante el día a día. El verano insinuado en el invierno y el verano ocurriendo de verdad.
Hay dos escenas cotidianas de la vida de Ariel que pueden ayudar a entenderle mejor.
En la primera, el niño, su hermana y su madre están parados en medio de la acera. La madre acaba de recogerlos del colegio; son las cinco de la tarde y el sol baña la calle de una forma conmovedora. Una mujer, amiga de la familia, conversa enérgica con la madre mientras él y su hermana juguetean aburridos con un carrito para la compra. En ese instante, unos chicos con aire desafiante se acercan caminando hacia ellos. Cuando Ariel los ve su expresión cambia ligeramente. El peso de la realidad ha basculado de los adultos a los niños. Este es el momento de los niños. Ariel levanta la mano derecha hasta la cintura y saluda tímido al grupo. Sólo uno de ellos parece corresponder al saludo y lo hace con evidente desgana. Los dos gestos, el de Ariel y la respuesta, son muy parecidos en la forma pero hay entre ellos el abismo entre el corazón palpitante de un niño que pide ayuda y las mejillas maliciosas de otros niños que no la necesitan. Ariel aguarda unos segundos hasta que los chicos se han alejado, después tira de la mano de su madre para apartarla de su amiga, que se despide un poco violentada, y los tres retoman la marcha a casa. No puedo yo solo, mamá, piensa Ariel. Cuánto me gustaría poder soltarte la mano, pero apriétame más fuerte.
En la segunda escena el padre de Ariel acompaña a la madre y a los niños un par de manzanas hacia el colegio. Siempre lleva la ropa del trabajo: una chaqueta de lana manchada de cemento sobre una camiseta blanca de manga corta, pantalones de tela parcheados y unas botas marrones. La niña se adelanta un poco con su madre. Ariel se queda detrás con su padre, que lo guía por la calle colocando su mano sobre el cuello como quien guía una bicicleta sin estar montado en ella. A Ariel siempre le había gustado sentir sobre sí la mano segura de su padre. No entiende bien por qué pero hoy se siente diferente. Los niños del colegio habían hablado por la mañana sobre el trabajo de sus padres. Hasta hoy, él solía pensar en el suyo levantando edificios con sus manos, y sin embargo ahora no puede quitar la vista de las manchas de cemento de su chaqueta de lana. Te quiero tanto en casa, papá, te quiero tanto en mi interior, piensa el niño, pero por qué has tenido que acompañarnos hoy al colegio.
Ariel acaricia con ternura las cosas del mundo. Las hojas afiladas de los arbustos se vuelven inofensivas entre sus dedos y los perros callejeros agachan la cabeza y gimen melancólicos con sus caricias. En las noches de verano Ariel juega hasta tarde en el parque. Cada poco tiempo se acerca donde están sentados sus padres para contarles algo. Ellos lo miran hechizados y se sienten muy ricos. Ariel encarna, estas noches de verano, el punto al que todos querríamos regresar, y lo hace de un modo tan conmovedor que no despierta nostalgia sino una felicidad sincera.
La gravedad envuelve a los niños graves aunque no podamos verla. Está en los ojos azules de Ariel y en los tatuajes postizos de sus brazos delgados. Está en la pelota de fútbol que golpea por la tarde y en el futuro inmenso de su juventud. El cielo está despejado allá en el mar. Hay nubes definidas al otro lado, sobre las montañas. Las montañas van a observar tu niñez, Ariel, y las olas del mar van a grabar entre sus pliegues los recuerdos de tus veranos. Mira bien el árbol del paraíso, recuerda bien su olor porque ésta es tu infancia y así será para siempre. La tierra mojada de los campos ha acompañado siempre a Martín. Ya nunca ha podido olvidar la flor del almendro ni las amapolas en los caminos. Tan fuerte es el recuerdo que le seguirá incluso muerto; tan hondo, que se transformará su cuerpo arrugado en tierra mojada para los almendros.
Martín y Ariel
Hoy se ha muerto Martín. El coche fúnebre ha pasado, camino del pueblo donde le esperan (o donde no le esperan) por delante de la plaza en la que Ariel estaba jugando. El niño ha dejado su juego y ha acompañado al coche con la mirada. Extrañamente, no ha sentido ningún miedo. Aunque ya le han explicado en qué consiste la muerte, y aunque es la primera vez que se encuentra con ella tan de cerca, hay una claridad en su espíritu que lo ha alejado del miedo y que, por algún motivo, le ha traído a la mente los recuerdos del campo y de los pájaros. Su mirada revelaba una serenidad calmada, como si ya supiera algo que los demás desconocemos. También Martín, como los arbustos y los perros y las demás cosas del mundo, se ha vuelto hermoso ante la mirada de Ariel. También su imagen se ha grabado para siempre en los ojos azules. Y la muerte parecía más leve, como si la historia se hubiera detenido por un instante bajo las zapatillas gastadas del niño, como si su presencia en el mundo diera sentido a lo que a veces no lo había tenido. Tal vez la vida y la muerte no fuera más que eso: los dedos de un niño que toman el relevo, la naturaleza palpitante que es la suma de todos los seres, y que por tanto nunca muere. Ariel se ha enjugado los ojos y ha girado la cabeza hacia las nubes, los pájaros han silbado muy fuerte y las campanas de la plaza han tronado también. El aire se había inundado de un fuerte olor a flores que avisaba de la primavera. Había llegado su momento.