La editorial Uribe, Sara Montenegro, Madrid
Historia finalista Premio Energheia España 2021.
La primera vez que puse un pie en la editorial Uribe quedé sorprendida por su fachada impoluta. La editorial se alzaba como una marea de marfil entre los demás edificios grises de su alrededor. ‘Esta muestra de perfección es una declaración de intenciones’ pensé, esperanzada hacia un posible desenlace sobre mi futuro laboral. Sin embargo, al medio año de trabajar como becaria de comunicación en la editorial, me di cuenta de que la fachada era solo eso, una fachada y que el interior de la editorial Uribe estaba tan seco como una rosa aplastada entre libros.
Mis labores iban y venían desde la nimiedad hasta la complejidad. Algunas veces servía cafés a don Manuel, el director general. Otras veces pasaba horas organizando bases de datos de clientes, de ejemplares, de maquetaciones, de números, de letras, de lo que fuese. También redactaba notas de prensa o corregía futuras publicaciones. En suma, mis días parecían siameses, unidos sin atisbo de separación.
El despertador sonó a las 7 de la mañana del lunes 10 de enero. Nada hacía presagiar que un nuevo acontecimiento se asomaba por el horizonte, proyectándose como la sombra alargada de un ciprés. Parecía otro día siamés. Fue al traspasar la inmaculada fachada de la editorial, cuando respiré el nerviosismo que allí se concentraba. Los cuchicheos, siempre presentes, aquel día eran insostenibles. Las voces de mis compañeros parecían un enjambre de abejas, aguijoneando a todo aquel que no participase en sus corrillos. La gente iba y venía sin ningún tipo de orden, el jefe comercial y la secretaria no salían del despacho de don Manuel. Los trabajadores se dirigían entre ellos miradas llenas
de incredulidad.
Intenté concentrarme en mis tareas, pero entre el enjambre de sonidos a mi alrededor y la tediosidad de las mismas, no pude. Decidí despejarme con una buena dosis de cafeína y al llegar a la máquina de café, me encontré con David y Daniel, los gemelos.
David era corrector y Daniel, diseñador gráfico. O quizás fuera al revés. Nunca me acordaba. Daniel y David se parecían a mis días: dos siameses lánguidos sin características propias. No se sabía dónde terminaba uno y dónde comenzaba el otro. En conjunto, eran bastante excéntricos.
Daniel me increpó nada más verme.
-Apuesto a que no sabes el nuevo cotilleo de la oficina.
Negué categóricamente con la cabeza.
-Don Manuel se ha vuelto loco- susurró David -al parecer ha leído un relato y dice que es sensacional, inteligentísimo, de lo mejor que ha pasado por sus manos y lo quiere publicar en una tirada de 1.000 ejemplares.
-Si la antología se basa en un mismo tema y participan autores de renombre no me parece una locura… aunque sí bastante arriesgado.
-No va publicar una antología, va a publicar solo el relato- explicó Daniel.
-¡1.000 ejemplares de un solo relato que apenas supera las 6 páginas! Además, la autora es una don nadie- exclamó David -¿verdad que no tiene ni pies ni cabeza?
Tras meter el euro en la máquina y coger mi café, me dirigí hacia mi puesto de trabajo, pensando en lo que Daniel y David me habían dicho. Concluí que era un rumor sin fundamento. No creía que don Manuel pudiese jugar con las publicaciones de ese modo, menos aún si había dinero de por medio.
Al abrir el Excel, Romina pasó por mi lado, enfurecida, con la frente apretada y los labios formando un mohín de disgusto. Era una imagen insólita en ella. Romina era la jefa de marketing digital y la encargada de organizar los eventos de libros. Su aspecto claro y rubio, junto con su acento argentino le daban una imagen exótica. Era famosa por nunca perder los estribos.
-¿Pudiste vos, al menos, leer el relato?- me preguntó de sopetón, sin darme los buenos días.
Le conté lo que me habían dicho David y Daniel acerca del misterioso relato y que don Manuel pensaba publicarlo en una enorme tirada sin precedentes.
-¡Si solo fuera la tirada! don Manuel quiere gastarse demasiado dinero en marketing y promoción, ¡quiere organizar un evento multitudinario! Tanto esfuerzo por el relato de una mediocre- Romina estalló y diversas cabezas se giraron para ver ese comportamiento, impropio en ella. -El muy boludo se volvió loco- me dijo en voz baja.
Al día siguiente, la situación empeoró. El enjambre de abejas pasó a ser de avispas, los cuchicheos iban acompañados de un deje de violencia, de una chispa de locura. La gente, desatendiendo sus obligaciones, iban y venían por toda la oficina, agarrándose las manos de puro nervio. Intenté concentrarme en mis tareas, aunque fue imposible no enterarse de las últimas noticias de la editorial.
Por los cuchicheos supe que don Manuel había pasado toda la noche encerrado en su despacho. Su esposa fue a la oficina un par de veces, pero él se negó a recibirla. Al parecer, el director no quería salir de su lugar de trabajo.
-Me ha dicho Margarita, sí, ya sabes, de recursos humanos- aclaró Daniel ante mi desconcierto -que don Manuel encargó ayer un altar por Amazon con velas, incienso, artilugios mágicos.. yo qué sé. Al parecer lo ha montado en su despacho y ha colocado el relato en medio.
-Ójala el relato se queme y recupere la cordura de una vez- señaló David.
En los meses que siguieron a estos sucesos, la poca sensatez que quedaba en la editorial se fue desvaneciendo. Nadie distinguía ya entre rumor o realidad.
Don Manuel no salió de su despacho en todos esos meses. Su secretaria era la encargada de pedir comida a restaurantes a domicilio (se alimentaba unas 8 veces al día).
El director se rodeó de un séquito febril y violento formado por sus trabajadores más allegados (la secretaria, el jefe comercial, el de ventas y otros que yo no conocía). Todos tenían en común haber leído el relato y todos adoptaron una actitud excéntrica y miraban por encima del hombro al resto.
La eterna división de estratos sociales se hacía patente en la empresa más que nunca, sin embargo, el motor no era el dinero, sino el relato. Los que no lo habíamos leído pasamos a ser perros sarnosos, parias sin nación. Se instauró un sistema de privilegios; los afortunados lectores del relato podían ver a don Manuel, comer con él, dormir en su despacho. Hasta se subieron sus sueldos.
La persona que más sufrió con esta situación fue Romina. No le importaba el hecho de que la editorial estuviera acercándose a la bancarrota ni los inexplicables comportamientos de los jefes. Estaba muy molesta porque no la dejaron leer el relato. Y acabó cayendo en el pozo de marginalidad donde estábamos los demás. La diferencia es que ella se negaba a bajar a una posición menor. Siempre andaba sola, con los ojos inyectados en sangre, la frente perlada de sudor. Su aspecto rubio y claro se volvió oscuro y sucio. Murmuraba constantemente frases inconexas.
Mi relación con Daniel y David había sido cordial pero durante esos meses nos volvimos inseparables. Los tres presenciamos horrorizados el declive de la empresa y el descenso de las mentes de los trabajadores hacia un abismo desconocido.
-La situación es insostenible- me contaba Daniel con la voz rota por el miedo – Margarita dijo que ayer por la noche, cuando estaban reunidos en el despacho, cogieron el relato del altar, se lo pasaron entre ellos y cada uno lamió la primera página.
-No sé vosotros pero ya no puedo más- sentenció David -no hay trabajo, hace meses que no se publica nada, ni se revisan nuevos manuscritos, ni siquiera don Manuel va a publicar el maldito relato, dice que lo quiere solo para él… mañana me acercaré a su despacho y presentaré mi dimisión.
Al día siguiente, llegué a la oficina sobre las 8 de la tarde. Debí haber llegado antes pero, dada la situación surrealista que vivíamos, sabía que nadie me echaría de menos y, al contrario que David, ni siquiera iba a molestarme en presentar mi dimisión. Mi intención era arreglar unos asuntos pendientes y marcharme cuanto antes. Sentía que me ahogaba en un pozo de demencia. El aire de la empresa era tan negro como una noche de tormenta, tan pestilente como el humo de una locomotora. No quería continuar ni un minuto más allí. Mientras archivaba unos documentos, un chillido agudo cruzó la oficina. El sonido procedía del despacho de don Manuel. Me acerqué temblando, algunos compañeros me siguieron. La puerta estaba entreabierta y distinguí la figura, antaño grácil, de Romina que sujetaba entre sus manos la pata de una silla y golpeaba sin compasión a don Manuel. El director era un saco de huesos, su piel cetrina se asemejaba al color de la tiza sucia y usada, su barba era enorme, mugrienta y le llegaba hasta los pies.
-¡Cabrón, cabrón, cabrón!- Romina acompañó cada insulto con tres golpes -¿cómo te atrevés a excluirme?, ¿querés que cuente todo?, ¿le cuento a tu mujer las veces que nos hemos acostado?, ¿los sobresueldos que nunca declaraste a Hacienda? ¡sos un boludo! Conozco todo de vos…
-Romina- la voz del director era tan fina como la tela de araña -Romina, perdóname…ven conmigo y te dejaré verlo, por favor.
Romina bajó los brazos, rendida, soltó la pata de la silla que rodó hasta la puerta.
Comprobé horrorizada como la madera estaba manchada de rojo. Al levantar la cabeza, vi que de la sien izquierda de don Manuel caían en silencio pequeñas gotas de sangre como la lluvia fina.
-Es todo lo que quería- Romina se puso de rodillas y empezó a llorar. Un torrente de lágrimas blancas cayeron al suelo mezclándose con la sangre de don Manuel. Lágrimas rojas con lágrimas blancas fundidas en una unión sexual, y eso era en realidad, porque Romina y don Manuel empezaron a besarse mientras se arrancaban la ropa.
Corrí hasta el baño y vomité en el váter. Sentí una pulsión asquerosa recorriendo todo mi cuerpo. Me limpié como pude y al salir me encontré cara a cara con Daniel.
Tenía las mejillas hundidas, moceaba y bizqueaba. Le pregunté qué pasaba.
-Es mi hermano. Esta mañana cuando ha ido a presentar su dimisión, don Manuel le ha dejado leer el relato. Al salir, tenía los ojos vidriosos y una sonrisa ladeada como la de un payaso. No ha querido hablar conmigo y a la hora de comer había desaparecido. No se ha llevado ninguna de sus pertenencias. Solo dibujó la letra U con salsa de tomate en la pared del comedor. Acabo de volver de la comisaría y me han dicho que hasta que no lleve 24 horas desaparecido no se puede poner la denuncia. Dejé que llorara en mi hombro unos minutos.
-Ha sido ese maldito relato. No es él. Algo controla su voluntad- concluyó Daniel. Tras estos acontecimientos, estuve toda una semana encerrada en casa, meditando sobre mi situación. No sabía si avisar a la policía para que pusieran fin a la enajenación colectiva de la editorial o si, simplemente, no involucrarme más. Durante ese tiempo, solo hablaba con mi querido Daniel para preguntar por David que siguió desaparecido. Yo tenía muy claro que no quería volver a pisar jamás esa editorial, corrupta hasta la médula, pero no cumplí mi promesa.
-Me tienes que ayudar- la voz de Daniel sonaba resquebrajada como un plato viejo a través del teléfono- quizás si buscamos entre los documentos de David encuentre alguna pista sobre su paradero, cualquier información que pueda ayudar a la policía.
-No quiero pisar ese lugar.
-Te lo suplico.
El 10 de mayo volví a cruzar por última vez la imponente fachada de la editorial Uribe. Estaba tan impoluta como siempre. El interior era testigo fiel de la demencia ocurrida allí. La oficina estaba irreconocible, alguien había pintado la letra U por las paredes (y a juzgar por la densidad de la pintura, no parecía salsa de tomate), miles de papeles rotos en el suelo, bolas de polvo por todos lados, vómitos encima de las mesas, cabellos arrancados… el despacho de don Manuel seguía cerrado.
Luis empezó a buscar entre los papeles de su hermano.
Me dirigí, discretamente, al baño. Necesitaba echarme agua fría en la cara para recomponerme un poco. Fue una tarea titánica, mi cuerpo temblaba tanto como una hoja suelta en un día ventoso.
Un grito resonó en toda la editorial, chillidos agudos lo acompañaron, y después dos disparos secos.
Salí del baño. Daniel no estaba en la oficina. Sabía perfectamente de dónde procedían esos sonidos tan atroces.
Al llegar a la puerta del despacho de don Manuel, me di de bruces con Daniel cuyos ojos estaban inyectados en espanto. David había vuelto a la editorial, llevaba la camiseta roída y los pantalones llenos de manchas indescifrables. Entre sus manos temblorosas sostenía una pistola que apuntaba a la cabeza de don Manuel. Romina se encontraba apoyada en el respaldo del sillón presidencial. Tanto ella como el director estaban desnudos y desaseados con el pelo cubierto de un polvo fino. Recorrí con la vista el despacho. Trozos de comida en el suelo, polvo en los rincones, dibujos con la letra U en las paredes, una gran mancha de sangre en la moqueta…. aunque lo peor era el olor. Un olor a huevos podridos
invadía el ambiente.
-El relato…, el relato…- David tenía un tic nervioso. Su boca se movía ajena a su dueño.
Don Manuel levantó su mano y, con su huesudo dedo índice, señaló al altar.
David ladeó su boca, bizqueando como un payaso, y disparó.
La bala penetró en la sien izquierda de don Manuel. El gran director cayó, sonriendo con alivio mientras Romina chillaba.
David se acercó al relato caminando como un condenado ante las puertas del infierno. Mientras lo cogía con su mano izquierda, metió la mano derecha dentro de su pantalón.
No recuerdo con exactitud mi reacción. Sé que volví hacia la oficina donde me encontré a Daniel seguido por la policía. Daniel me miraba con fijeza. Mis ojos proyectaron la pesadilla dentro de los suyos. Con voz segura me dijo:
-Vete al despacho de Margarita, es el único decente. Te llevaré un café. Intenta calmarte, la policía se ocupará de todo.
Al llegar al despacho de Margarita vomité sobre la moqueta. La expulsión del vómito dio paso a una nebulosa mental carente de sensaciones negativas. Las emociones que había sentido los pasados días, miedo, asco, terror, desaparecieron. Todo había acabado.
A la media hora, Daniel llegó al despacho. Sus ojos vidriosos estallaron en mil colores, su pose de falsa seguridad intentaba esconder el dolor ante la locura de su mitad, o eso pensé yo.
-Ya hablaremos mañana de todo esto, te he traído el café.
Mi aturdimiento paralizaba mi cuerpo y no podía realizar las tareas más sencillas.
Daniel, cogiéndome de la nuca, me puso la taza caliente en los labios.
El café me aportó calidez y seguridad. Cerré los ojos apoyándome en la cabecera del sillón. Sentí que mi aturdimiento empeoraba. Un cosquilleo empezó a recorrer mi cuerpo como si mil granitos de arena volaran desde mi cabeza hasta los pies.
-Debo irme a casa.
Mi voz estaba hueca y mi cuerpo, paralizado. Mis ojos se movían frenéticamente hacia los lados y miraban a Daniel.
Pero Daniel ya no era Daniel. En sus manos sostenía unas hojas manchadas de sangre y polvo, mientras me miraba, bizqueando como un payaso.
-La droga durará unos minutos así que debo darme prisa- sentenció -sabía que no leerías el relato de otro modo pero es tan maravilloso… tan prometedor… debes de conocerlo y yo me encargaré de ello.
Con sus ojos inyectados en sangre y su voz convertida en arenas movedizas, Daniel empezó a leer.
Antes de caer en un pozo oscuro, pude escuchar de forma clara la palabra ‘fachada’.