La hermana de Una, Isabel María Pérez_Madrid
Historia finalista Premio Energheia España 2020.
Anna me recogió en la esquina de la calle Almond con la avenida Queensbridge, pasadas las doce y media.
Yo estaba sentada en el suelo de un portal frente a la cafetería de Audrey, con la mochila que solía llevar al instituto encima de las rodillas. No había nadie en la calle. En el edificio de enfrente todas las ventanas abiertas estaban a oscuras, menos la del tercer piso: se veía el resplandor azul de la televisión y el perfil de una cabeza unida a un cuerpo sentado en el sillón. Estuve un rato mirando cómo subía y bajaba una lata de cerveza con la mano que no sujetaba el mando a distancia.
Bajé la vista y miré el reloj. Anna llegaba tarde. Anna nunca llega tarde.
Un gato maulló y saltó a un contenedor de residuos orgánicos, al final de la avenida. Los faros del Volvo gris oscuro iluminaron el asfalto lleno de baches sin arreglar. Me levanté apoyándome en el mármol y me colgué la mochila sobre un hombro. El coche paró junto a la acera, y Anna me hizo un gesto con la mano desde el asiento del conductor. Abrí la puerta y me senté en el asiento del copiloto.
—Lo siento, tenía el depósito vacío. ¿Llevas mucho tiempo esperando? —su voz apenas se oyó sobre el ruido del motor al arrancar.
—No.
Solté la mochila en el asiento trasero y me puse el cinturón de seguridad. La radio estaba encendida y el locutor hablaba y hablaba del tiempo que haría el fin de semana. Nubes y claros. Anna giró a final de la avenida, en dirección a las afueras.
—¿Has dicho algo en casa? —preguntó sin mirarme, ajustando el espejo retrovisor con sus uñas de manicura francesa.
La miré de reojo. Iba con los labios y el vestido rojos, y el pelo rubio recogido. Yo bajé la cabeza y miré mis shorts y mis zapatillas viejas.
—Nada. Mi madre acababa de tomarse sus pastillas, seguirá durmiendo hasta mañana.
—¿Ni tan siquiera una nota?
—¿Para qué?
Anna asintió en silencio. Se desvió a una carretera secundaria apenas iluminada y encendió las luces de largo alcance.
—Estamos muy orgullosos de ti —giró la cabeza un segundo y sonrió sin enseñar los dientes—. Todos nosotros.
Yo contesté con un amago de sonrisa y apoyé a frente en el cristal de la ventanilla. Los árboles acercaban sus ramas por encima del arcén, sin llegar a rozarnos, para difuminarse a la altura de los ojos. En la radio comenzaba una balada country que no había escuchado nunca.
La casa de Una estaba en una urbanización casi abandonada, apartada del resto de edificios. Bajamos una pendiente custodiada por álamos y vimos a Mike en la verja haciendo de portero. Nos reconoció y nos dejó pasar.
—Han venido todos —comenté viendo la veintena de coches aparcados en el jardín delantero.
—Más les vale.
Anna aparcó junto al Land Rover de Jill, cogió su bolso color crema con hebillas doradas y salió. Yo eché mano de mi mochila y salté al césped. Hacía calor y habían regado hacía poco. En el porche todo estaba tranquilo, pero dentro se escuchaba la música vibrar y la luz cambiar de color a través de los cristales. Anna entró sin esperar, y yo la seguí.
El rellano de Una se abre directamente a un gran salón junto a la escalinata. Nunca lo había visto tan lleno. De hecho, nunca había estado de noche. Seguí a Anna entre la gente. Reconocí muchas caras: a Brian, a Lea, a Alice, a Marc, a Dave. Ellos me miraron y me sonrieron. A otros muchos no los conocía, pero también me sonrieron, y asintieron con la cabeza al ritmo de los sonidos que salían de seis o siete altavoces y de las fluctuaciones de la luz.
Anna se acercó a la mesa del fondo y me dio un vaso. Bebí de un trago sin preguntar lo que era.
—¿Dónde está Una? —grité para hacerme oír por encima de la música, pero Anna ya se había marchado para perderse entre la multitud.
Me apoyé en la mesa, bajé la cabeza y cerré los ojos.
Volví a abrirlos. Marc besaba a Anna en el cuello mientras Lea la agarraba por la cintura. Jill caía por su propio peso apenas agarrada al cuello de un desconocido. Susan estaba tendida en una esquina con los ojos muy abiertos, convulsionando. Y una chica pelirroja a la que no había visto nunca se quedó mirándome cuando iba a beber de su vaso, abrió la boca en una amplia sonrisa, enseñando unos dientes con aparato.
Me levanté de la mesa, empujé a un par de personas y subí corriendo por las escaleras. Di diez zancadas por el pasillo enmoquetado y abrí la primera puerta a la derecha: era el baño principal. Dudé un momento, entré, cerré de un portazo y me apoyé en la puerta. Casi me asustó encontrarme con mi propio reflejo en el espejo. Estaba temblando.
Abrí la mochila y rebusqué hasta encontrar el bote de pastillas de mi madre. Fui a coger una y se me cayeron todas en el suelo de baldosas blancas.
—Joder.
Me puse en cuclillas a recogerlas. Las amontoné a mi alrededor. Luego las separé. Formé una línea, luego otra, luego un triángulo, le quité los vértices, lo atravesé por diagonales. Era el símbolo de la Hermandad, dibujado con ansiolíticos. Y me senté en el centro sin dejar de temblar.
Alguien llamó a la puerta.
—¡Ocupado!
La puerta se entreabrió. Una se asomó por el hueco y miró con curiosidad lo que estaba haciendo. Me sonrió.
—Muy bonito. Me dijeron que no parecías encontrarte muy bien —terminó de abrir. Llevaba puesta la túnica azul de ceremonias.
—Estoy… perfectamente.
Una se puso de rodillas junto a mí y me cogió de la barbilla para levantarme la cabeza.
—Ya hemos hablado de esto. ¿Crees que estás preparada?
Una siempre mira directamente a los ojos cuando habla con sus discípulos. Dice que es la forma más fácil de explorar su alma.
—Sí —contesté.
Una sonrió y asintió con su cabeza cana.
—Te estamos esperando.
Me dio una mano para levantarme, me desvistió y me puso la túnica azul que guardaba en mi mochila. Yo me limité a verlo a través del espejo, como una estatua de mármol. Puso una mano sobre mi hombro y bajamos al salón: todos iban ya de azul, todos estaban en silencio, todos se hacían a un lado mientras nos dirigíamos al centro de la sala. Busqué a Anna con la mirada, pero no la encontré.
—¡Hoy es un día grande para la Hermandad! —gritó Una mientras me ponía la otra mano sobre el hombro que me quedaba—. Han pasado muchos años desde su fundación. Tiempos de bonanza, de paz y de armonía con el universo.
>>Pero nada es eterno. Como sabréis, se acerca la edad oscura. El fin, hermanos, está cerca, y esta noche es el comienzo. Pero no debéis temer, sino festejar. Nuestra hermana se ha ofrecido a calmar y equilibrar a las fuerzas que gobiernan nuestro mundo, y dar ejemplo con su resurgimiento y reencarnación, al igual que a todo invierno sigue una primavera.
Dicho esto, me abrió la túnica y me desnudó. Anna se acercó por nuestra izquierda, con un cofre de madera en las manos. Lo abrió y se lo ofreció a Una.
—Estamos muy orgullosos —apenas me musitó, con una sonrisa de oreja a oreja.
Una sacó una daga de plata y me la puso bajo el cuello. Estaba congelada.
—¡Por la Hermandad! —gritó Una.
—¡Por la Hermandad! —respondió todo el salón.
—Por la Hermandad —murmuré, y cerré los ojos.