La tierra, Elena Correa_Madrid
Menςion Premio Energheia Espana 2022
Manuela escarba en la tierra, sin azada, sin guantes, las uñas negras, las manos viejas y desgastadas. Las papas salen a puñados, verdes, grandes, pequeñas, podridas. La sombrera de paja le cubre la cara, el sol pega con la fuerza del mediodía. Se levanta, se estira, las manos en la cintura y la falda raída y descolorida. La piel ya arrugada antes de tiempo, por el sol, por la tierra.
Las otras mujeres también apañan papas. Las manos rápidas y la piel sudorosa. Los bajos de las faldas los llevan llenos de hierbas secas, las lonas rotas con los dedos fuera.
La tierra quema. Los hombres pasan montados en los tractores pequeños, la miran estirarse y ella se avergüenza y vuelve a escoger. Las podridas al cubo de la derecha, las buenas al saco, las pequeñas a la bolsa. Los hombres pasan pero el sol no les pega igual. Ella mira al cielo, como todos los días, deseando que el sol baje, que se oculte detrás de las montañas, que llegue la hora de cargarse los cubos a la cabeza y remangarse la falda.
Los hombres beben durante el día, cerveza, vino del país, agua fresca. Ellas esperan al descanso y se reúnen todas debajo del almendro. Con una garrafa del tiempo van llenándose los vasos, pasándose brevas cuando es la época, plátanos maduros o ciruelas de sus huertos. Se ríen sin fuerza, todas juntas, allí a la sombra, todos los días. Los hombres hablan entre ellos, a voces. Ellas cuchichean, deseando que el sol se esconda detrás de las montañas.
Al final de la jornada, Manuela se carga los cubos de papas podridas en la cabeza, mantiene el equilibrio, lleva años haciéndolo, todos los días. Las lleva al camión, deja el cubo en el suelo, los hombres lo cargan, lo vuelcan. Ella va a buscar otro. Y así cinco viajes, con las manos en la cintura y el cubo en la cabeza. Reza tres padres nuestros y dos credos todos los días mientras carga esas papas, para que no se le vuelquen, para concentrarse en algo. Se lo enseñó su madre, que también trabajaba la tierra. Le dijo desde pequeña: «Manuelita, rezar siempre es bueno, hasta cuando una trabaja». Por eso ella lo hace todos los días, cuando trabaja y a veces también cuando está en su casa preparándole las papas guisadas a su marido. Los hombres cargan las papas buenas, las de los sacos, las de las bolsas. Ellas las buenas ni las tocan. Solo la bolsita pequeña que se llevan cuando se pone el sol y se van para la casa, a hacerle la comida a la familia, a seguir trabajando.
Cuando el sol se esconde, Manuela espera siempre su guagua, la que la lleva a la cumbre, donde las nubes bajas tapan el pueblo. Donde hace frío y humedad, donde le duelen los huesos de tanto trabajar y de tanto fresco. Ve bajar todos los días la guagua, la que va para la costa, donde dicen que el tiempo es bueno, donde el mar cura las enfermedades, donde la gente no apaña papas sino que pesca, se baña en la marea, sonríe y no les duelen los huesos. Pero ella no entiende de eso, tica el billete todos los días cuando se sube, el único trayecto que conoce.
Sentada mira por la ventana, ve pasar coches que bajan mientras ella sube, ¿Irán para la playa?, piensa mientras empiezan a taponársele los oídos camino de la cumbre. Cuando se baja, la bruma rastrera baña las calles. Manuela camina despacito, le duele la espalda, anda medio torcida porque le dan calambres en las piernas.
Se baña en la bañera vieja. Todos los días el agua cae negra, como si la cubriera una capa de tierra y tristeza, como si su cuerpo se fuera entero por el sumidero.
Al anochecer, Manuela le guisa las papas al marido, que llega tarde, torcido por el vino, colorado y contento a ratos, callado la mayor parte del tiempo. Comen las papas del día en silencio, bañándolas con el aceite de la lata de atún. Manuela a veces por las noches también se bebe un poquito de vino. Para acompañar, se dice. Ya no hablan entre ellos, se meten en la cama y se rozan con los pies fríos, hasta calentárselos. El marido se duerme antes, ella reza dos padresnuestros con el rosario de madera en la mano. Cuando él ronca, ella termina, cierra los ojos. Hasta el día siguiente.
Manuela escoge las papas, las mete en los cubos, en las bolsas. Las demás mujeres cantan las mismas canciones que le enseñó su madre cuando era pequeña. A veces sus voces quedan tapadas por los merretiles y tractores de los hombres, pero Manuela las canta en su cabeza, aunque no las escuche.
Cuando están todas sentadas en la sombra, escuchan por el camino viejo venir a las mujeres, las de todos los jueves, las que vienen de la costa a vender pescado. Cantan canciones distintas a las suyas, que hablan de amor, de agua y de sal. Las faldas blancas relucen con el sol, las sombreras de paja son más ligeras, cargan cestas de mimbre grandes y mueven las caderas como si las mecieran las olas.
Todas abandonan la sombra del almendro y se arremolinan alrededor de ellas, con sus faldas negras llenas de tierra, descoloridas y con hierbajos secos. Los peces siempre tiesos, conservados en sal para que no se estropeen.
—¡Ponme dos! —dice una.
—¡Ponme medio! —dice otra.
—¿Y fresco no lo tienes?
—Para el pescadito fresco hay que bajar a la costa. Que hasta aquí arriba no llega, se pone malo.
Las mujeres de blanco se van y el camino viejo se queda oliendo a sal. Manuela se pone la sombrera que le tapa las arrugas, los hombres silban para que vuelvan a apañar. Escoge las papas mientras el sol se esconde detrás de las montañas. Por la tarde ya nadie canta, todas recogen, guardan, cargan, lo más rápido posible para irse antes, para poder seguir con sus labores.
Manuela espera la guagua en la parada con el rosario de madera en el bolsillo. La 416 baja y siempre le parece ver a la gente que va dentro sonreír. Cuando llega a la casa se mira en el espejo antes de ducharse. Tiene las arrugas llenas de tierra, parecen los caminos que dejan los hombres cuando abren los surcos en la huerta.
El marido no ha venido, se sienta sola a cenar con un vasito de vino blanco. Se mete en la cama y frota los pies fríos contra las sábanas de franela desgastadas. Reza dos padresnuestros y tres avemarías hasta que lo escucha entrar. Entonces apaga la luz de la mesilla y se hace la dormida. Cuando lo oye roncar entonces ella también se duerme.
Manuela quita las lombrices de las podridas. Los dedos llenitos de mierda, las uñas negras como las papas malas. Los hombres pasan silbando con la pala, hacen huecos más grandes, salen más papas del fondo. A ella le duelen los huesos, hoy el tiempo está frío, hoy el trabajo es más duro.
Cuando descansan, dice una mujer joven que ayer después de trabajar bajó a la costa, que de pasear un ratito al lado del mar se quedó como nueva.
—¿Cómo va a ser eso? —dice una.
—¿Y cómo fuiste? —dice la otra.
—En la guagua que baja para la costa —dice resuelta, con la sonrisa en la boca.
Cuando ya el sol está escondido, espera sentada en su parada y piensa en la muchacha joven, atrevida, se dice. ¿Qué dirá el marido?, piensa. ¿Cómo se le ocurrió bajar sola a la costa? Y se saca de bolsillo donde guarda el rosario de madera el bono de la guagua. ¿Y esto a mí me servirá para la que va a la costa?, piensa. Y según lo piensa cruza la carretera, rápida a pesar de los dolores. La parada de enfrente está vacía. Manuela mira para todos lados, asustada por si alguien la ve. La guagua asoma por la curva. Ella levanta la mano temblorosa. El conductor se para, abre las puertas, a Manuela le da la sensación de que huele a mar.
—Suba, señora —le dice él.
—Mire, yo quería saber si esto me sirve a mí para coger esta guagua —y le tiende el billete arrugado.
—Pues claro, para coger cualquiera. Suba —dice apurado.
—¡No, gracias! ¡Yo voy para arriba!
Y el hombre cierra la puerta. Y Manuela cruza la carretera y se sienta en su parada. El rosario desgastado se le escurre entre las manos sudorosas. Perdió su guagua. Ya el sol se escondió del todo. Empieza a rezar dos padresnuestros seguidos.
Cuando llega a la casa es de noche cerrada, la bruma ya está posada en la carretera. El marido la mira sentado en la mesa de la cocina, con la botella de vino blanco vacía. Manuela guisa las papas sin ducharse ni nada. Comen en silencio, se acuestan callados y con los pies fríos. El marido no le acerca los suyos a Manuela y ella los roza contra la sábana desgastada.
La tierra está caliente, le quema las manos mientras recoge las papas buenas. Le duelen las caderas, las piernas, los brazos. Las mujeres hoy no cantan, solo paran para beber agua tibia. Los hombres sudan debajo de sus sombreros de paja gruesa.
Las papas podridas se le caen del cubo, se resbalan por sus brazos doloridos, dejándole el olor a fango, a lombrices y a sudor. Manuela se tambalea, las gotas de sudor le resbalan por la cara arrugada. Los hombres la miran pero no la ayudan, las mujeres se acercan, se la llevan a la sombra del almendro, le dan agua, le limpian los brazos. La muchacha joven le susurra “baja a la costa”.
Manuela espera en la parada de enfrente mientras el sol se pone, el rosario de madera le da vueltas entre las manos. Reza para que nadie la vea, para que el marido llegue borracho, para que el bono no esté gastado. La guagua huele a mar. La gente sonríe y se sienta sola, encorvada. Se sacude la tierra de la falda, se restriega las manchas marrones de los brazos. Reza bajito y con los ojos cerrados muchos padresnuestros seguidos hasta que la guagua se para. Las puertas se abren y pisa la tierra, insegura, como si estuviera en la huerta mojada, como si las lonas se le hubieran llenado de barro.
Manuela sigue a la gente, todo huele a sal, como los pescados que llevan las mujeres de blanco los jueves. Escucha un murmullo, un ruido que arrastra, que mece. Y se para y ve el azul y no el color de la tierra. Y la espuma que forman las olas se le parece a la bruma rastrera que adorna la cumbre. Y se mira la ropa y le parece verla blanca. Se descalza y la tierra de sus lonas cae sobre la arena de la playa. Se arremanga la falda llena de rastrojos. Camina hacía la orilla y el mar le cubre los pies cansados. Los ojos se le empañan y las arrugas se le llenan de gotitas saladas. Se mira los dedos de los pies, que parecen más jóvenes y menos arrugados a través del agua salada. Cierra los ojos y respira. No hay tierra pesada, no hay papas podridas, solo una brisa suave que llena sus pulmones de sal. Escucha canciones, las de las mujeres de blanco, las de la madre y la música de su cabeza se entremezcla con el murmullo de las olas.
Sube en la 416 y se sienta con la espalda recta. La sal entre los dedos de sus pies. La sonrisa hace que se le formen pequeñas arrugas en la comisura de los labios. Se baja ágil y anda entre la bruma, ligera, tranquila. El caldero está vacío como la botella de vino que hay sobre la mesa. Las papas sin pelar, sin guisar. No se baña, no quiere despegar la sal de su cuerpo. Cuando se mete en la cama el marido le arrima los pies fríos, ella se aparta. Quiere conservar lo salado, el mar, las olas entre las arrugas de sus pies. Coge el rosario de madera y reza bajito. Escucha como él los frota contra la sábana raída.
Manuela, apaña las papas ágil, la tierra está fría, húmeda. Sueña que su falda oscura y raída es blanca. Piensa que las piedras son peces, las papas son olas, y se imagina que las canciones de la tierra se parecen un poco más a las del mar.