I racconti del Premio Energheia Europa, Premio Energheia Europa

Libélulas, Aurora Burrieza_Madrid

Finalista Premio Energheia España 2024

Desde que Padre compró las sábanas nuevas, duermo peor. Puede que sean de seda, pero a mí me parece que están hechas del mismo material que la piel de los sapos, de uno grande y gordo, con papada, como él. Se escurren por mis muslos y tiro de ellas en un intento de mantenerlas en su sitio. Me dejan la piel mojada y viscosa, como si cientos de babosas hubieran paseado sobre mí. Cuando me hacía heridas, la abuela me ponía agua oxigenada, soplaba las burbujas blancas hasta que desaparecían, y dolía menos. Así que soplo sobre mi piel para que vuelva a ser suave.

Miro por la ventana, aunque no es una ventana de verdad. Es un dibujo que hice tiempo atrás, poco después de llegar; uno del sol, con alguna nube blanca y un cielo muy azul, así parece que siempre es de día. También dibujé libélulas, como las que buscaba con la abuela antes de venir aquí, aunque nunca las cazáramos. Solo nos sentábamos al lado de las flores púrpuras y nos manteníamos alerta para que no se las comieran los sapos. Arrastro los pies de un lado a otro de la habitación y me doy cuenta de que tengo la nariz arrugada. Huele a pantano.

Como todas las mañanas, me quito el pijama y lo doblo de forma milimétrica; preparo la ropa que Padre ha escogido y me siento desnuda en la cama a esperar. Hace tiempo que dejé de comprobar si la puerta estaba cerrada con llave. El olor a agua estancada se me mete en la nariz y me produce arcadas. Limpio mis ojos deprisa para que Padre no se dé cuenta; no le gustan las lágrimas, y a mí tampoco. Los tres golpecitos en la puerta me sorprenden acariciando la cicatriz de mi ombligo, la que está a la izquierda y es redonda, mi favorita. Dos golpes suaves, el último un poco más fuerte, pero siempre con cariño. Descruzo las piernas, después junto los muslos, aunque hace tiempo que dejé de apretarlos, y soplo, para que el tacto viscoso desaparezca y escueza un poco menos. «Buenos días, bizcochito», dice Padre nada más entrar. Su voz es áspera, grave y arrugada, como si las palabras le saliesen directamente desde algún lugar entre el estómago y el pecho. Le sobresalen algunos pelos por el cuello de la camisa. Levanto un poco más la mirada, pero no puedo ver su cara. Lleva el cinturón en la mano. Agacho la cabeza y sonrío al suelo.

— Buenos días, Padre.

Me dijo que debía llamarle así y ahora no podría llamarle por su nombre de pila ni aunque lo supiera. No le miro, pero sé que tiene la mirada hundida en mis clavículas. Oigo sus pasos pegajosos acercándose a mí. «¿Qué tal estás? ¿Has dormido bien?», me pregunta, como cada día.

Asiento con la cabeza y levanto la mano izquierda. Él la coge y noto el tacto áspero, las uñas largas y rotas. Levanto la mirada un segundo y veo los restos de suciedad incrustados bajo ellas. Me levanto cuando tira de mi mano, da tres pasos atrás y se queda quieto, mirándome unos segundos como si yo fuera una libélula, como si oliese a flores púrpuras y no a agua estancada. «Tengo una sorpresa para ti», murmura en mi oído.

Mis ojos vagan entre los botones de su camisa granate y la cadena de oro con una cruz pequeñita que cuelga de su cuello. Vuelve a acercarse y me sujeta la barbilla. Tengo permiso para mirarle. Se acerca tanto que noto su respiración en mi frente; también huele a estanque.

Saca una llave del bolsillo y la pone delante de mis ojos. «¿Sabes qué hora es? Son las ocho y media de la mañana. Si te portas bien, esta noche saldremos a contemplar las estrellas, dicen que se verán muy bien. Puede que incluso haya eclipse». Me mira y su bigote poblado se curva dejando entrever unos dientes demasiado blancos.

Antes sentía asco cuando se acercaba tanto a mí. Ahora el sentimiento es impermeable, como mi piel. Sonrío y asiento con la cabeza de nuevo. De repente, frunce el ceño: «Tienes los ojos rojos. ¿Has estado llorando?».

Agacho la cabeza y niego despacio.

—No, Padre.

Le contesto con la voz llena de nudos y mantengo la mirada fija en una mancha de la moqueta cuando me pregunta si estoy mintiendo.

—Ha sido sin querer.

Con movimientos lentos, Padre me agarra de los hombros y gira mi cuerpo poco a poco hasta que le doy la espalda. «Dame las manos», susurra.

Junto las muñecas por detrás de la espalda y noto el tacto crudo del cinturón. Empuja mi espalda con una mano mientras, con la otra, mantiene mis piernas rectas. Tres golpes secos. Dos golpes suaves, el último un poco más fuerte, pero siempre con cariño. Oigo cómo la cremallera se baja muy despacio y me da tiempo a refugiar la mirada en una libélula que me observa desde la puerta del armario. Soplo.

Hoy me porto bien, menos por el incidente de esta mañana. El salón está recogido y el arroz con verduras no se quema. Me gusta cocinar para nosotros. Antes era la forma que tenía de saber cuántos días llevaba aquí, aunque dejé de contar cuando pasaron tres años. A veces le pregunto, pero él siempre responde lo mismo: «No lo suficiente».  Está de buen humor, o eso dice mientras yo arreglo el comedor. El cristal de la mesa es difícil de limpiar. También aprovecho para quitar el polvo de las últimas baldas de la estantería. Él me mete prisa y dice que va a poner la mesa, pero yo he detenido la mirada en uno de los libros y acaricio una por una las letras impresas en el lomo.

Cuando bajo del taburete que Padre suele utilizar para alcanzar alguno de esos libros, me doy cuenta de lo mucho que resbala. De rodillas, lo encero con el trapo de limpiar el polvo y froto hasta que la madera envejecida también se vuelve impermeable. Ni siquiera me doy cuenta de que la luz ha dejado de entrar por las ventanas tapadas con telas de colores vivos.

Después de cenar, Padre y yo vemos las estrellas desde una portezuela en el techo de su habitación, con el cristal abierto. Es agradable, aunque no hay eclipse. El viento me araña la cara y se me escapa una lágrima, pero la limpio disimuladamente antes de que él la vea. Mientras tanto, me cuenta cosas sobre su época en la Marina. He escuchado esas historias incontables veces, pero se pone contento si muestro interés, así que le hago preguntas de las cuales conozco la respuesta y asiento con la cabeza. Comento la noche tan agradable que hace y le propongo leer juntos un libro la noche siguiente; El conde de Montecristo, su preferido. «Tendré que buscarlo, hace tiempo que no lo leo. Me parece una buena idea», responde, pensativo. Viste una camiseta de tirantes gruesos de color azul, con alguna mancha amarilla y unos calzoncillos ajustados que dejan a la vista unos muslos pálidos y secos. Se rasca la tripa y, en mitad de la conversación, tras dejar la copa de vino en el suelo, esconde la mano verrugosa bajo los calzoncillos mientras me mira. Sigo sin verle la cara. Cierro los ojos y me quedo dormida contando libélulas.

Un golpe sordo seguido de un grito agudo me despierta. Escapo de las sábanas de Padre, que también son viscosas, y con pasos cortos avanzo en pijama hasta la puerta. Otro golpe y mi nombre; Alazne, tres gritos ahogados. Dos suaves, el último un poco más fuerte. Salgo de la habitación y bajo los escalones de dos en dos hasta llegar a trompicones al comedor. Observo las cortinas verdes, las ventanas tapadas y la mesa de centro con el cristal destrozado. Todo está inmóvil y ordenado de esa forma que solo el caos puede ordenar. Veo borroso. En algún lugar huele a flores púrpuras, pero el olor está tan lejos que no tarda en evaporarse. Miro a Padre, tirado en el suelo; un juguete roto al lado de un taburete recién encerado con las patas hacia arriba, igual que él, como un sapo enorme exhibiendo su piel arenosa. Un charco de sangre bajo su espalda empapa la alfombra gris y se hace más grande cada segundo que permanezco de pie, paralizada frente a él. Y en el suelo, a su lado, El conde de Montecristo. Su libro favorito, el de la última balda. Le miro a los ojos, después a la mesa, que también está llena de sangre e imagino la forma de su espalda en los cristales rotos. Y por fin puedo ver su cara.

Padre respira y se esfuerza por articular alguna palabra que resbala por su lengua grande y acuosa. Con la mano derecha, señala la estantería de los libros mientras balbucea en voz tan baja que no le oigo, aunque sé que me pide ayuda. Él. A mí. Mis pies descalzos se han quedado pegados al suelo. Intento salir corriendo, gritar, reírme de él, pero no puedo moverme. Por mi mente pasan a toda velocidad decenas de imágenes, las cenas con los ojos vendados, mis primeros intentos de escapar, sus decepciones, las libélulas de mi habitación, y corro. Tropiezo con la alfombra del pasillo, caigo al suelo y oigo sus jadeos en mi oído, pero cuando me doy la vuelta no hay nadie. Ni siquiera repite mi nombre. Me levanto con movimientos torpes y rápidos y me precipito a la puerta de entrada. Mis pies se enredan entre sí. Los dedos me tiemblan tanto que las llaves que encuentro puestas en la cerradura se me caen de las manos unas cuantas veces, chocando con el suelo y causando un estruendo metálico que me deja sorda, pero al fin abro la puerta.

La luz del sol me golpea en la cara sin piedad y los árboles que enfilan la calle zarandean sus hojas para recibirme. Se me escapa una risa ahogada. Respiro deprisa y extiendo los brazos, pero en cuanto salgo, mis pasos acelerados se detienen. Tiemblo y algo muy pesado me oprime el pecho. Las gotas de sudor se me cuelan en los ojos y me empapan las mejillas mientras giro la cabeza y miro hacia atrás. La alfombra con la que he tropezado está hecha un ovillo y el cinturón descansa sobre un mueble de madera en la entrada.

Me vuelvo a quedar inmóvil, con los pies descalzos y un zumbido en mis tímpanos que no me deja pensar, haciéndolo todo más impermeable que nunca. Entonces giro sobre mí misma, despacio. La puerta se cierra detrás de mí. Vuelvo al comedor y me dirijo a Padre. Dos pasos cortos, el último un poco más largo. Los cristales se clavan en las plantas de mis pies y dejan un reguero de sangre. Escucho cómo se alejan las libélulas a cada paso que arrastro. Me agacho junto a él, con la mirada firme en unos ojos que parecen dos cuchilladas sobre una manzana tierna. Respira deprisa y huele a estanque, más que nunca. Agarro su mano de piel viscosa, como las sábanas. Soplo en su herida.