I racconti del Premio Energheia Europa, Premio Energheia Europa

Lo que ves es lo que hay, Rebeca García Bautista_Madrid

Finalista Premio Energheia España 2024

«Elige una carta», dice la mujer con tono pausado. Noto cómo me repasa con la mirada y le contesto: «No sé qué cartas hay, ¿cómo voy a elegir?». «No te quedes con lo que ves, quédate con lo que sientes», aclara. Yo qué sé. Son cartas, no puedo sentir nada por ellas. Ya en silencio, las observo con atención porque su gesto está empezando a torcerse. Concentrada, trato de encontrar alguna imagen que me guste, pero al ver la carta del diablo se me escapa una risa tonta. No levanto la cabeza ni un segundo. Puedo sentir sus ojos, hastiados, clavarse en mi coronilla. ¡Vaya! El loco también tiene carta. Rápido, pienso en el parecido que compartimos, aunque acabo por descartarlo. No me gusta la imagen: sigo buscando. La carta de la sacerdotisa me mira con ojos que callan mientras sostiene un libro en el regazo. Siento que es ella quien manda y, de algún modo, quien elige.

Soy esa carta a partir de ahora. Según la mujer, me representa.

Pone a la sacerdotisa en el centro de la mesa y empieza a barajar el resto de cartas con los ojos cerrados. Mientras, observo el cuarto. A su espalda, en la pared, hay un calendario con hadas y gatos jugando en paisajes frondosos. Es hipnótico, cutre, y señala el día de hoy con un círculo. ¿Qué planes tendrá? Es jueves y está marcado en rojo, ¿una cita? ¿Un aniversario? Si fuera fiesta en el pueblo, nos habríamos enterado. Las estanterías, a su izquierda, tienen las baldas a rebosar de libros: El significado de los sueños, Registros Akáshicos, La Wicca, y también varios títulos con temas repetidos sobre astrología, diseño humano y cartas natales. El mundo esotérico es esta habitación. Mis ojos husmean el resto de la sala. Un par de candelabros de pared, con velas derretidas, se alza a ambos lados del único cuadro de la habitación. Creo que es Un mundo, de Ángela Santos, lo estudié hace un año. Está enmarcado en un lienzo de madera malpintado de negro y es bastante más pequeño que el original.

La mujer ha abierto los ojos. Cuando devuelvo la atención a la mesa, descubro que me espera con el mazo de cartas sobre ella, junto a la sacerdotisa. Me pide que corte y lo hago, hacia mí. Monto la baraja. Ella la coge y la desliza hacia un lado, para que queden todas extendidas boca abajo a lo largo de la mesa. «Cierra los ojos y piensa en la pregunta que vas a hacer», me dice. No sé qué preguntar, pero cierro los ojos y finjo que pienso algo. Al abrirlos, me pide que elija una carta, esta vez a ciegas. Tengo curiosidad por ver qué sale.

El cinco de copas.

A mi derecha, sentada, está Olaya. De los nervios, tiene la cabeza apoyada sobre su mano, el codo sobre la rodilla y un tic en la pierna que hace que le tiemble hasta el flequillo. Detrás de mí, Iria agarra el respaldo de la silla con firmeza, como si esta tuviera voluntad propia y fuera a irse a alguna parte. Noto cómo el aire del ambiente me transmite su tensión y respiro, inquieta.

La mujer me dice que escoja otra carta. Obedezco.

La muerte.

Olaya se lleva las manos a la boca tras emitir un leve grito de sorpresa. La miro un segundo y, rápido, devuelvo la vista a la mesa. Sin prestar la mínima atención al susto de mi amiga, la meiga –porque así la pienso a partir de ahora– clava sus ojos en mi rostro. Frunzo el ceño y niego levemente con la cabeza. Intento librarme de su mirada, como hacen las vacas con las moscas.

—Nena, ¿perdiste a alguien cercano hace poco? —La mujer me mira con gesto de compasión y yo me quedo paralizada tras la pregunta.

—¿Eso qué importa? —contesto molesta.

—Importa querida, estamos viendo tu pasado. —Hace una pausa y espera que responda, pero no lo hago —¿A quién perdiste?

Me quedo callada, no esperaba que acertase algo.

Sospecho que me conocerá de oídas, como yo a ella. Seguro que alguien vino con cotilleos de mi familia, porque Ochoa solo hay unos y, ya se sabe que en los pueblos… Además, a mi madre la conocen en todos lados, es la hija del panadero. Le contarían la desgracia que tuvo y sentirá pena, o empatía, por eso parece que se preocupa. Le sigo la corriente, a ver a dónde nos lleva.

—A mi única hermana —contesto desconfiada.

La mujer sigue con la mirada fija en mí. Hay una pausa de varios segundos y, tras ella, me pregunta si era pequeña o mayor que yo. Le contesto que mayor, que nos llevábamos tres años. Ella asiente y suspira. «Continuemos», dice, y me hace un gesto con la mano, como de repetición.

Vuelve a reunir las cartas en un mazo, todas menos la mía, la sacerdotisa, y repite el ritual. Comienza a barajar en silencio y con los ojos cerrados. Aprovecho para girar el cuello y mirar a Olaya, que ha apartado las manos de su cara hace un rato y ahora me mira boquiabierta. Está cagada. Me hace señas para que nos vayamos, pero ahora no quiero irme, quiero saber qué más pueden adivinar estas cartas.

De nuevo, la mujer deja el mazo en la mesa. Corto, lo extiende y me pide que elija dos. Obedezco.

El cuatro de espadas y la Torre.

De golpe siento frío. Noto la respiración de Iria en mi nuca y me llevo la mano a la cabeza enseguida. Las paredes son de gotelé amarillo y no hay ni una sola ventana. Me abrazo el torso mientras busco el origen de esa corriente de aire frío. Deslizo mis dedos entre el pelo y juego con un mechón enroscado entre índice y corazón mientras saco mis propias conclusiones. El cuatro de espadas pinta mal: un muerto sobre una tumba. Tiene varias espadas encima que parecen esperar la orden de alguien para dejarse caer y atravesarlo como a una gilda. Resoplo casi sin darme cuenta.

—Rapaza, ¿estás bien? —no me quita el ojo de encima. Vuelvo a tensarme, la miro y asiento —. Ahora viene el presente —me dice con un tono calmado.

—¿Y qué pasa con estas dos? —pregunto, señalando las cartas con el mentón.

—Verás, —se aclara la voz y prosigue con aparente calma —esta combinación… Indica que te encuentras en un momento especial, comienza una época de cambios. Vivirás nuevas experiencias. Tendrás revelaciones que harán que te replantees muchas cosas.

—Bueno, como todo el mundo con diecisiete años —replico con tono socarrón.

—Sí, nena, pero lo que tú has descubierto no es común. —Hace una pausa dramática para tirarme de la lengua, pero al ver mi cara entiende que no voy a hablar —Un dilema interno te inquieta estos días. Tu forma de ver el mundo y relacionarte con él ha cambiado, ¿me equivoco? —La mujer hace otra pausa, frunce el ceño y se inclina un poco hacia mí— Presta mucha atención a todo lo que te rodea, no dejes que el orgullo o las desgracias te cieguen.

Me quedo quieta, sin apartar la vista de las cartas. Ahora la pausa la necesito yo.

De mi cabeza, empiezan a brotar distintas ideas y revelaciones que tuve últimamente, relacionadas con lo que dijo, pero me da vergüenza compartirlas aquí, con Olaya delante, y le contesto que no sé de qué me habla. Ella baja la cabeza y suspira, resignada.

Aún no decidí si creerme algo de esto. De nuevo, la meiga reúne las cartas en un mazo y comienza a barajar con los ojos cerrados. Mi carta sigue en el centro de la mesa, intacta. La lectura del presente ha sido muy ambigua, ¿quién no cambia su forma de ver las cosas a mi edad? Al menos aquí, en este pueblo. Sabemos que algo cambia cuando nos avergüenza que nos vean con la familia por la calle. Con mis padres sobre todo; con mi hermana ya no tanto, ya nadie nos ve juntas, aunque rabiaba cuando me daba besosonoros en público. Mi madre lo sigue haciendo a veces, porque sabe que me recuerda a ella y, aunque me queje, no me molesta tanto como aparento.

Olaya no para de acariciarse el flequillo. Sigue nerviosa, pero no dice nada, se limita a escuchar. «Primera y última vez que venimos», ya puedo oírla. Y eso que quería echárselas ella primero, pero en cuestiones de coraje gano yo. En cambio, Iria me fundía, me daba mil vueltas. Me preocupa que esté tan quieta ahora, apenas la siento. Quiero saber si entendimos lo mismo y que me dé su opinión. Luego hablaremos, cuando estemos solas.

Una vez más, la mujer pone las cartas boca abajo sobre la mesa. Corto, monto el mazo y lo deslizo hacia ella, que extiende las cartas a lo largo y me pide que elija una, la última. Le pregunto por qué solo una y me dice que para el futuro, es mejor así. Me encojo de hombros y obedezco.

El ermitaño del revés.

Miro atenta a la meiga, que se lleva la mano al pelo para recogerlo tras la oreja. Observa la carta en silencio. Después, pone su mano sobre la mesa y comienza a dar golpecitos con las uñas, marcando un compás irregular.

—No te rindas nena, no tengas prisa. Forma parte de tu sino aprender a ser paciente y perseverante para controlar tu poder —alza la mirada y clava sus ojos en los míos —. Reflexiona sobre tu situación, ¿qué necesitas dejar ir para poder avanzar con determinación? Conecta con tu yo interior y, con el tiempo, conseguirás responder a esta pregunta —suspira fuerte —. Cuentas con apoyo extra, aprovéchalo y avanza en la dirección correcta.

Noto la mano de Iria en mi hombro e interpreto el gesto como una señal. Me quedo callada, pensando en esas palabras. Miro a Olaya, que sigue mohína y tensa. Con las cejas arqueadas y la boca pequeña, me sugiere que me plante aquí. «Puedes volver más adelante, cuando se cumpla todo lo que dijo». No se ha dado cuenta de nada: eso me consuela. En cambio, la mujer sí. Ahora es evidente y decido creer en todo lo que dijo.

Le doy las gracias a la meiga y busco un cesto para dejar mi propina: un billete de diez con la esquina rota. Ella, sorprendida, quizá esperaba mayor voluntad por mi parte. Se despide con un gesto sin levantarse de la silla. Olaya, respira sofocada y me agarra de la chaqueta cuando nos ponemos en pie. Me susurra que tiene miedo y me pide que nos vayamos. En silencio, las tres salimos del cuarto y avanzamos por el pasillo, Olaya la primera. A la derecha, en el salón, una niña de pelo largo y diadema roja rellena un cuadernillo. Levanta la cabeza y clava su vista en nosotras. Miro dudosa a mi amiga, que avanza como si nada hacia el vestíbulo. Tiro una moneda al suelo con la intención de que se detenga y observe a la niña, pero se para y, sin verla, coge la moneda a regañadientes, me la da y retoma su camino hacia la puerta. Miro hacia atrás, Iria sí puede verla. Se acerca a ella. En un gesto tierno, mi hermana le recoge el pelo tras las orejas y le dice algo al oído. Después, sostiene su cara entre las manos para darle un beso en la frente. La niña asiente, contenta. Suelta el lápiz y le devuelve el gesto de cariño, rodeando la cintura de Iria con sus brazos. Por unos segundos, un destello dorado envuelve a las dos. Cuando se separan, el haz de luz desaparece y la piel de la niña se vuelve cetrina.

Mi hermana da media vuelta y vuelve junto a mí.

—Nekane, ¿vienes o qué? —me riñe Olaya desde la entrada, deseosa de irse.

La niña se despide de nosotras con una sonrisa amable.

—Sí, sí. Ya voy. —Me disculpo y corro hacia ella.

De camino a casa de Olaya, intercambiamos pareceres. Ella sigue incómoda por lo que me dijo la meiga, dice que me estafó. Que los consejos esos son baratos y no tienen sentido.

Además, insiste en la idea de no volver allí. «Ni muerta», me dice.

A mí me da pena, no hace mal a nadie. La pobre mujer lo pasó fatal con la muerte de su hija. Bastante bien está, y eso que los del pueblo la rebautizaron como la madre de la muerta antes de yo nacer. Aquí no existe el tacto.

Al llegar a su verja, nos despedimos con un beso en la mejilla.

—¡Mañana te recojo para ir a clase! —vocea al abrir el portón azul. Consigue que su voz se escuche por encima de las bisagras.

Le grito que sí, que es una pesada pero que la quiero igual.

Espero hasta que se apaga la luz del patio para mirar a Iria. Por fin, ya a solas, mi hermana me abraza y, juntas, echamos a andar.

—La niña estaba bien. —Me informa con un tono neutro. Luego, con cierta preocupación, añade —Tienes que decírselo a su madre.

Caminamos en silencio hasta llegar a casa y nos detenemos a la altura del porche. A mamá no le gusta que Iria se pasee por aquí como si nada.

Ziro, nuestro gato naranja, sale de entre los matorrales y se acerca a nosotras. Mi hermana se agacha para acariciarle el lomo mientras él se frota contra mis piernas. Me quedo quieta y contengo el llanto. Le pregunto a Iria cuándo volveré a verla, pero ni siquiera ella tiene la respuesta: «Ya sabes cómo va esto», se excusa a la vez que se encoge de hombros. «No, no lo sé», le contesto resignada. Tras decirle adiós al gato, se incorpora para abrazarme. «Daré el recado a la meiga», le indico y, mientras se aleja, me despido de ella con la mano. Enseguida, mi hermana desaparece. Me quedo con una sensación amarga. Pienso que quizá, algún día, lo haga para siempre.