Máscaras, Pablo Hernández, Murcia
Historia finalista Premio Energheia España 2021.
Nos conocimos en tiempos del COVID, cuando la visión de una cara completa, con todas sus facciones y gestos, se había convertido en un espectáculo inusual. Por la calle se veían solamente seres con un antifaz que les dejaba los ojos al descubierto. Y por mucho que los ojos sean el espejo del alma, el resto faltaba.
En la aplicación por la que entramos en contacto él tenía puestas unas fotos muy atractivas. Alto, moreno, ojos verdes y pelo rizado. Esa imagen se me quedó clavada en el pecho y en la retina al instante. Qué sonrisa.
Quedamos en un bar del centro de la ciudad, zona en la que era obligatorio el uso de mascarilla. Avisté su airosa silueta desde lejos. Llevaba el mismo jersey azul ultramar de las fotos para que lo reconociera.
Estuvimos hablando toda la tarde con unos cafés primero y unas cervezas después. Despotricamos desenfadadamente sobre las medidas de protección, las sempiternas mascarillas que impiden el flujo del aire y mutilan la comunicación paraverbal. No obstante, enseguida abandonamos estos clichés que, ofreciéndonos un objeto de crítica fiable y común, nos habían permitido tejer una cierta complicidad y pasamos a otros temas más personales. Una cerveza tras otra, la tarde trascurrió en un abrir y cerrar de ojos. Estábamos realmente enfrascados en nuestro diálogo y yo de vez en cuando notaba, entre la ebriedad compuesta de alcohol y palabras, cómo el corazón me latía con más estrépito de la cuenta.
—¿Te vienes a mi piso?
Le dije que sí, extasiada. Hacía tiempo que no había encontrado un hombre así. Tan grande, inteligente, caballeroso. Rodeado por su brazo de camino a su casa, me embargó una sensación antigua de estar protegida que no recordaba desde la infancia.
Llegamos a su casa. Un edificio algo descuidado un poco a las afueras. Con el paseo, la tranca había empezado a evaporárseme y noté que hacía frío. Me arrebujé contra su espalda mientras él porfiaba en introducir la llave en la cerradura, que parecía escurrírsele.
Al fin, subimos. Su piso estaba renovado, aunque lo deslucía una luz mortecina de bombillas viejas. De repente, me di cuenta de que seguía llevando la mascarilla y él también. Me eché a reír.
—Esto ya lo llevamos como si fuera una parte de nosotros, ¿eh?
Dio una carcajada él también. Sin embargo, me pareció que revestía un eco metálico. Me quité la mascarilla. Entonces él, mirándome a los ojos, también se desprendió de la suya.
Se me ahogó un grito en la garganta. Aquello no era una cara.
La boca estaba deformada de manera grotesca, como si le hubieran echado una botella de ácido. Le faltaba carne por todas partes.
—¿Qué pasa, Irene? ¿Estás bien?
Hizo ademán de acercarse y yo dio un paso reflejo hacia atrás, espejando el suyo. Siguió mi mirada y entendió. Con un gesto rápido, volvió a ponerse la mascarilla. El rostro del hombre apuesto y simpático se restableció como por arte de magia.
—Pero ¿qué…?
No sabía cómo formular la pregunta. Ni siquiera qué preguntar. En las fotografías parecía otro. Igual que ahora, con la mascarilla puesta. Un hombre guapo y muy presente.
Nos quedamos un rato así, mirándonos el uno al otro. Poco a poco, mi corazón volvió a su ritmo habitual. Con aprensión, aventuró una caricia sobre mi brazo. Resistí el impulso de apartarlo. ¿Cómo iba a ser tan inconsecuente? Era sólo una cara. Aquel hombre me había arrebatado desde el principio. Era sólo una cara. Las fotos.
Me disculpé un momento para ir al baño. Me indicó dónde estaba, con un brillo mate de pesar en los ojos. Cuando hube cerrado la puerta con pestillo, saqué el móvil. Las fotos. Me quedé espantada. Era la misma cara que acababa de ver ahora. Esa boca informe, las mejillas emaciadas. ¿Cómo había podido pasárseme por alto? Imposible. Pero ahí estaban. Debían de ser las mismas. ¿O las había cambiado justo antes de asistir a la cita? Pero no era posible. Estaba en la misma pose, justo igual, con la misma ropa y la misma luz incidiéndole en el rostro ahora desfigurado. ¿Photoshop?
—Irene, ¿estás bien?
Sentí un golpe de pánico en las entrañas. ¿Qué hacer? Tenía que tomar una decisión rápido. Huir o quedarme. De repente, me vinieron como una ola cálida imágenes y sensaciones de aquella tarde. Las risas compartidas. La intimidad que se había forjado entre los dos con una rapidez y espontaneidad sorprendentes. Esa sensación de estar protegida cuya posibilidad hasta entonces había olvidado.
Salí del baño. El hombre me miraba con ojos preocupados, esperando un veredicto. Trepidante pero resuelta, me acerqué a él. Hizo el mismo movimiento de espejo inverso que yo había realizado antes, un paso hacia atrás, como si ahora fuera él quien tuviera miedo. Pero yo fui más rápida. Lo agarré por la cintura y me abracé a él con todas mis fuerzas.
***
Juanjo y yo llevamos ya cinco años casados. Al principio se nos hacía raro andar con mascarilla en casa, pero ideamos una especial que le deja suficiente espacio para la nariz a fin de que pueda respirar sin impedimento. Por solidaridad, yo también voy embozada. Sólo me quito la mascarilla para salir a la calle. Y cuando recibimos amigos. Ahí tiene que ponerse una mascarilla normal. Les hemos dicho que Juanjo tiene una enfermedad crónica que lo vuelve muy vulnerable a todo tipo de gérmenes, por eso está sujeto a ese estorbo. Algo inevitable. De todas maneras, él los encandila de inmediato con su carácter ameno, que no suscita ningún tipo de compasión ni sospecha.
A veces, me pide que me quite la mascarilla para hacer el amor. Le da mucho morbo. Él se la deja puesta. Cuando se ducha, se pone mirando la pared. Esas son las reglas. Tampoco hablamos del asunto. No quiero ni ver ni saber de dónde proviene esa cosa. Si es innato o adquirido. Prefiero ignorarlo.
Pese a todo esto y al cariño de la costumbre, hay algo que me inquieta. Me detesto a mí misma por considerarlo, Juanjo es un sol, pero no lo puedo evitar. Es una cuestión cada vez más acuciante porque el ser que está creciendo en mi vientre no espera. Y es hijo suyo también. Normalmente logro apartar el pensamiento, pero en ocasiones me vuelve la imagen de ese abismo horrible en su rostro y…Dios, qué asco me doy…Pero me embiste la duda de si va a ser como él.