Niño pescado, Emilia Guzman_Barcelona
Finalista Premio Energheia España 2019
De pronto las nubes bajaron un poco y se anaranjaron.
Sentadas en el muelle, con las patas apenas rozando el agua tibia, las trillizas pensaron que el lago, a esa hora del día, parecía una gelatina enorme y transparente.
Habían logrado vencer la determinación de su padre, que por dos días se había rehusado a prestarles la caña de pescar. El hombre cedió a regañadientes y puso, como siempre, muchas condiciones que sabía serían inteligentemente desafiadas apenas perdiera de vista a las trillizas. Ahora, sentaditas en el muelle, que era como la lengua que el bosque tendía sobre el lago, Valentina, Violeta y Valeria se turnaban para sostener la caña y
achinaban los ojos para divisar criaturas acuíferas.
Pasaron treinta minutos en el mundo real y horas interminables en el embaldosado universo de la niñez. El lago seguía callado y gelatinoso, ningún pez había husmeado cerca de sus patas, que desde abajo habrían de verse como piedritas blancas flotando.
Mientras Valentina sostenía la caña, Violeta y Valentina recorrían con los ojos de patineta los perímetros del lago, alertas, a la espera de un burbujeo, el movimiento brusco, casi imperceptible, que hacen los peces ocultos en los lagos. Nada. Estaba todo tan quieto que empezaron a sospechar que ese era un lago abandonado.
“¡Niñas! ¡Niñas! ¡A comer!” La voz de su padre venía de lejos. Las hermanas recogieron pacientemente la tanza de pescar, se levantaron perezosas y emprendieron su camino de regreso al bosque, donde, entre dos pinos enormes, su padre y su tío habían montado las tres tiendas de acampar. Ya empezaban a dejar atrás la gelatina silenciosa y vacía, cuando un chasquido a sus espaldas las detuvo. Las trillizas voltearon instantáneamente, al mismo tiempo, como si el sonido fuera un hilo atado a sus cabezas.
Al final del muelle vieron por primera vez al niño pescado.
El lánguido sol de la tarde abrillantaba el torso desnudo y flacucho del niño pescado, encendiendo las gotitas que le cubrían la espalda, los brazos y la frente como pecas plateadas. Cuando el sol se escondió de pronto entre los almendros que cercaban el lago, el niño cobró un tono azulado, ¿o verde tal vez? y las trillizas no pudieron evitar pensar en las escamas luminosas de un atún enorme.
“¿De dónde vienes?” preguntó Violeta, pero el niño no contestó. Valentina intervino:
“No seas tonta, los niños pescados no hablan humano”.
“¿Y cómo sabes tú que es un niño pescado? Podría ser francés o alemán y no pescado” acotó Valeria, un poco perpleja, sin dejar de observar a la extraña criatura.
Valentina insistía. “¿No viste que salió del agua? ¿Qué haría un francés dentro del agua?” interrogó desafiante a sus hermanas.
“Es cierto” asintió Violeta “salió del agua y escupió agua como hacen los pescados. ¿No ves que tiene los ojos vidriosos y los dedos arrugadisimos?”. Le tomó la mano para examinarla pero la criatura se la arrebató bruscamente. “Definitivamente es pescado” concluyeron las tres y lo rodearon.
Las trillizas observaban al niño pescado que, arrodillado sobre el muelle, miraba a diestra y siniestra, desorientado, sin pronunciar ni una sola palabra. Paradas a su alrededor parecían tres árboles grandes o lo barrotes de una jaula. El niño pescado rehuía sus miradas.
“¡Niñas!” la voz de papá resistía al bosque como un eco.
“¿Qué haremos con él?” preguntó un preocupada Valeria.
“Nada, hay que devolverlo al agua.” dijo Violeta, convencida de que regresarlo a su casa era lo más sensato.
“¡No, no! ¿Estás loca? Hay que enseñarselo a papá.” sugirió Valeria.
“Están locas las dos, a papá no le enseñamos nada.” sentenció Valentina, que había desde siempre asumido el papel de hermana grande de forma completamente arbitraria.
Valeria y Violeta cedieron enseguida a la determinación de su hermana y entre las tres resolvieron que lo mejor sería atraparlo, temporalmente claro, hasta que pudieran librarse su padre y su tío y pensar con claridad qué hacer con él.
“Tendremos que atarlo”.
Valeria sacó de su bolsillo una navaja suiza roja y desplegó con rapidez las diferentes cuchillas que se estiraron como dedos. Las tres hermanas se quedaron por un instante observando el brillo frío del metal, cómo se iluminaba el perfil de la navaja más grande y chocaba con la luz tenue del sol, rebotando en arcoiris sobre sus caras. Violeta no resistió y acarició con el índice el filo de la cuchilla y una gota gorda de sangre oscura le creció en el dedo. Valentina tomó enseguida el dedo de su hermana y se lo llevó a la
boca, luego con su pulgar lo apretó fuerte para frenar la sangre.
“¡Se escapa!” gritó Valeria.
El niño pescado había aprovechado la distracción de las trillizas para arrastrarse sigiloso fuera de la pequeña jaula que habían construido con sus cuerpos. Como suelen hacer los pescados fuera del agua, sacudiendo el cuerpo como un aplauso, el niño se deslizaba torpemente hacia el lado derecho del muelle para regresar al agua. Entonces Valentina
lo tomó de los pies y tiró con todas sus fuerzas, Violeta agarró los brazos flacos de la criatura mientras que Valeria, montada sobre el niño pescado como si este fuera caballo y no pescado, le sujetaba la cara fría y le tapaba la boca para que no hiciera ruido.
La criatura trató de resistirse pero eventualmente cedió a la fuerza de las trillizas y dejó que lo arrastraran como un costal de papas, hasta el principio del muelle. Ahí, con mucho esfuerzo e increíble coordinación, las niñas lograron atarlo a una de las columnas de madera musgosa que sostenía el muelle, donde el agua no era tan profunda. Entre las
tres lo envolvieron de pies a cabeza con el hilo de pescar que Valeria había cortado con su navaja roja. El niño pescado se quedó quietito, rendido o cansado o asustado, como un pavo relleno en remojo. Valentina, Violeta y Valeria acabaron con los cachetes rojos y los pelos revueltos, las bermudas mojadas y los pies un poco embarrados. Se despidieron del niño pescado y desaparecieron entre los árboles azules del bosque que empezaba a oscurecerse.
Esa noche prestaron especial atención a cómo el tío Pedro preparaba la cena: el primer corte cerca de la cabeza, la presión de su mano grande sobre el cuerpo frío del animal, los ojos vidriosos que amenazaron con salir disparados, la facilidad con la que clavó la cuchilla en la carne y cómo la fue arrastrando, desde la cola hasta la cabeza, apoyándose en el huesito central que recorría el pescado como una vena gorda, dejando expuesto el interior rosado y gajoso del animal. Luego, despegó la carne de los huesos y
buscó las espinas con los dedos… Los ojitos de las hermanas se clavaron sobre el cuerpo viscoso de la trucha. Tan muerta.
¡Qué poca sangre dejó esa masacre! Al tío Pedro le fue suficiente restregarse un poco las manos en el pantalón para que no quedara rastro de ella. Cuando la trucha llegó a las manos de su padre, en nada se parecían los filetes a la forma original del animal. Con las manos regordetas y peludas, el hombre, se dedicó pacientemente a cubrir los pedazos de carne con especias y sal gruesa. El bosque entero se estremeció con el
sonido rocoso de los granos de sal refregándose contra el cadáver de la trucha.
“¿Se podrán comer los niños pescado?”. Las tres se miraron por unos instantes, en silencio, los ojos le brillaron como a los animales oscuros.
Cuando la noche estuvo en su punto más profundo y solo se escuchaban las chicharras y el agua hamacarse a lo lejos, se escabulleron de su carpa. Valentina, Violeta y Valeria recolectaron los utensilios: una cuchilla grande, gorda, con un mango largo como el de una hacha; otras dos navajas utilizadas para las cosas que se resisten a ser cortadas, con el filo grueso, irregular, como los dientes de un tiburón; unas pinzas largas y
puntiagudas que papá usaba para acomodar los pedazos de leña chispeante y roja como lava. Juntaron sal, pimienta y salsa de soja y pusieron todo en una bolsa de manta.
Descalzas, cruzaron el bosque y, sin hacer ningún ruido, como si flotaran en lugar de caminar, llegaron al lago.
Encontraron al niño pescado medio dormido o desmayado, debilitado ya por no poder sumergirse en el agua. No se resistió a las trillizas. Dejó que lo desataran, lo sacaran del lago y lo arrastraran hacia el bosque. Detrás de él iba dejando un rastro de baba brillosa, iba perdiendo sus pecas plateadas, las escamas relucientes.
Debajo de los almendros había una piedra, grande y oscura, casi negra, como si se hubiera caído del espacio, de más allá de las estrellas y ahora, en la tierra, se veía particularmente extraña, siniestra, impaciente.
Ése era el lugar. Las tres lo supieron enseguida y no necesitaron palabras para confirmarlo. Depositaron el cuerpo frío del niño pescado sobre la piedra, estiraron sus brazos y sus piernas y lo acomodaron como una estrella de mar. Valentina y Violeta le quitaron con delicadeza los shorts empapados, vaciaron sus bolsillos: estaban llenos de pequeñas piedras grises. En ese momento la criatura emitió un sonido extraño y por un
momento las hermanas pensaron que había hablado. Entonces Valeria, caminó despacio hacia él y acercó suavemente el oído a su boca. “Tiene hipo” sentenció y sus hermanas volvieron a sus tareas, empezaron a acomodar los utensilios sobre el césped azul y húmedo del bosque.
Cuando todo estuvo listo, Valentina, Violeta y Valeria lo rodearon como aquella primera vez en el muelle. El niño pescado suspiró, lanzó una última mirada al cielo y en sus ojos de agua se reflejó una luna amarillenta.