Ordenamiento, Pablo Hernández Palazón_ Granada
Menςion Premio Energheia España 2022
Sé dónde estoy, pero no sé dónde está este sitio. Cuando me desperté hace una hora, estaba enroscado en el suelo, con una resaca insidiosa martilleándome el cráneo. Al apoyarme con las manos para levantarme, noté la textura rugosa de la superficie. Era —y sigue siendo— de madera basta como la de un bungalow casero o una vieja buhardilla. En algunas de las planchas, grandes nudos concéntricos como ojos oscuros formados por la edad observaban mis movimientos detenidamente.
En un primer empuje de entusiasmo, me alegré de que al fin nos hubiéramos decidido a poner parqué, que era lo que yo siempre había querido porque es más orgánico y natural que las baldosas, aunque nunca logré imponerme a mi mujer. Ella lo rechazaba de lleno una y otra vez por ser un material muy delicado. Si ella iba a limpiar y poner orden, ella tomaba las decisiones: en eso consistía su argumentación. Entonces me extrañé de que se me hubiera pasado por alto el trajín de obras y albañiles y taladros neumáticos durante días para quitar las losas y poner la madera. Miré a mi alrededor en busca de una respuesta al enigma.
Una luz polvorienta se colaba por una claraboya en el techo inclinado. Había cajas sin precintar y estanterías atestadas por una legión de cacharros de toda clase: libros, calcetines, fotos enmarcadas, bolsos, móviles, figuritas horteras de cerámica, llaves. No me cupo duda: estaba, y aún estoy, en el trastero secreto de mi mujer.
Hasta este momento la existencia de este espacio flotaba en el ámbito de la conjetura, pero ahora las circunstancias disipan cualquier sospecha. Tras una breve inspección, he hallado multitud de objetos perdidos hace tiempo, todos los cachivaches de mayor o menor valor que mi mujer, desde el día en que nos fuimos a vivir juntos hace quince años, me reprocha dejar esturreados en cualquier lugar.
He encontrado el mechero Zippo heredado de mi abuelo y que solía dejar en medio del arca de la entrada. Fue el primero en desaparecer, después de que mi esposa insistiera en que su sitio legítimo se encontraba en el cajón de la cómoda del pasillo y lo hubiera puesto ahí dentro ante mis ojos, de forma demostrativa y lenta, con un gesto histriónico y casi burlón, como quien le enseña una maniobra simple a un niño algo lerdo. Un día, al no hallarlo en ese lugar que, según el orden establecido por mi mujer, no le pertenecía, es decir, la superficie del arca de la entrada, eché un vistazo en el cajón de la cómoda y tampoco di con él. Indagué por los rincones y detrás de ambos muebles, los arrastré hacia delante para comprobar si se había caído detrás en un despiste, pero nada. El mechero Zippo de mi abuelo, con el que encendía sus pipas campechanas en la mecedora (aún lo recuerdo expulsando volutas de humo), se había volatilizado.
Después de esta primera desaparición, se aceleró la evanescencia de todo lo que no estaba en su lugar legítimo. Fue una progresión lenta pero imparable. Tras de quince años, aún me ponía a temblar en cuanto mi mujer pronunciaba la sentencia: «Eso no va ahí». Al principio, cuando estábamos amueblando la casa, todavía dejaba algún margen de negociación para los nuevos objetos. Además, me concedía una tregua de dos o tres avisos para rescatar, pongamos por caso, la revista de coches que había quedo expuesta sobre la mesa del comedor, antes de que se desmaterializara como si nunca hubiera existido. Sin embargo, con el tiempo cada cosa —tanto las que ya poseíamos como cualquier otra que incorporáramos a nuestra casa— adquirió unas coordenadas inamovibles. Ella tenía un plan exacto para cualquier eventualidad. Si se compraba una maceta de flores, había que disponerla al lado de las otras, de modo que el conjunto concordara con el ángulo de incidencia de la luz al atardecer; el cepillo de dientes precisaba de un emplazamiento en paralelo al borde del lavabo a fin de no generar una «disonancia geométrica», como ella lo llamaba. No se cansaba de repetirme que estaba hecho un descuidado y que dejaba las cosas desparramadas por doquier, sin ninguna consideración hacia sus constantes esfuerzos por mantener la armonía de la casa.
Yo sabía que los pobres objetos no se disolvían en el éter, sino que era ella quien los sustraía, pero amaba —y amo— a mi esposa; no me preguntéis por qué. Por eso intentaba amoldarme a sus necesidades. Cada uno tiene sus neuras, ¿no? Trataba de bailarle el agua por amor y respeto, pero no me salía del todo bien. En algo tiene razón mi esposa, y es que soy muy despistado. En mi temor por olvidarme del lugar donde iba la taza de las estrellitas azules, dejaba el móvil en la encimera de la cocina, regresaba a mi habitación y cuando venía a darme cuenta ya era demasiado tarde. Volvía corriendo a la cocina, pero el móvil se había esfumado. El plazo de gracia antes de la ejecución de la sentencia, la misma en todas las instancias, iba menguando; ya no eran días, sino horas o, incluso, minutos de desorden los que decidían el destino de cualquier cuerpo desubicado: la supresión inmediata.
Llegado a este punto, pensé hablar con ella varias veces, pero me eché atrás. Aunque me cueste admitirlo, empezó a intimidarme en los últimos años. Recuerdo cómo una vez, cuando estaba yo regando las hierbas aromáticas de la terraza, se me cayeron unas gotas al suelo. De repente, mi mujer se materializó a mi lado. Sus ojos se clavaron en esas manchas de agua con una furia apenas contenida, la mandíbula se le crispó, su cara entera, tan dulce y plácida cuando todo está en orden, se endureció y afiló como la de un androide asesino. Fui corriendo a la cocina a agarrar la bayeta para deshacer el entuerto y entonces me percaté de mi error: había dejado la regadera en el suelo de la terraza. La regadera no tenía que estar ahí, sino en el altillo de la cocina. Distinguí ese instrumento irrigador del diablo, color azul celeste, a través de las puertas correderas de cristal y tuve la sensación de que esos pocos metros suponían una distancia insalvable. Mi mujer giraba la cabeza frenéticamente entre la regadera, las gotas de agua y la bayeta que yo tenía en la mano como si se le fuera a desenroscar y salir disparada de entre sus hombros en cualquier momento, sus ojos daban vueltas y yo, paralizado de terror y miedo a empeorarlo todo con tan sólo moverme, no vi que del trapo húmedo que sostenía atontado iban cayendo más fatídicas gotas en el suelo de la cocina, una gota, otra gota, formando un charquito de lacre sobre mi sentencia definitiva.
Para mi asombro, esta «catástrofe» no acarreó mayores consecuencias. Limpié los desperfectos, puse la regadera en su sitio y la cara de mi mujer recobró una semblanza de normalidad. No hubo repercusiones ni reproches. Al menos, no en un principio, porque, vista mi situación actual, sospecho que ese día me propasé a ojos de mi esposa. Debí de rebasar una línea detrás de la que se sitúa el enemigo: el caos. Un agente del caos. Eso debo de ser a sus ojos.
En todo caso, porfíe más que nunca en mantener el equilibrio y simetría en ese templo del orden —su orden, porque a mí nunca me pareció lógico del todo— en que se había convertido nuestra casa. A mí me daba un poco igual dónde pusiéramos las cosas, lo importante era que ella se sintiera bien. Mi mujer me parecía más frágil en ese sentido, más dependiente de aquel factor externo que yo. De ese modo, me tocaba a mí contemporizar con esa flaqueza suya, como ella aceptaba mis cambios de humor o fantasías aventureras repentinas. Poco a poco, hasta yo me acostumbraba a pensar con su visión organizativa del mundo. Me halaga reconocer que casi había alcanzado la cima de perfección, casi estaba asimilado, pero, aun así, siempre cometía alguna negligencia inexcusable que desmentía amargamente tanto mis esperanzas como las suyas. Pegotes de tomate frito en el armario de las especias. Las chanclas en medio del pasillo. Manchas de dentífrico en el espejo del baño (lo sé, esto es muy básico). Era como un idioma extranjero que yo no terminaba de hablar bien, o como un deporte en el que no lograba superar una torpeza genética estigmatizante. No sé cuánto dinero me habré gastado en reponer objetos desaparecidos como sanción a mi desidia ordenadora. Supongo que, a sus ojos, esa era la multa debida por mis infracciones.
Después del «percance», pasaron meses de lo que yo consideré una calma estable. Con mis redoblados esfuerzos logré reducir el número de objetos desaparecidos a un mínimo asumible. Ahora entiendo que, si no había más estallidos de frustración y volatilizaciones instantáneas, era porque mi esposa ya no trataba de convertirme a su sistema. Estaba al acecho. Y la oportunidad le llegó.
La resaca que tenía al despertarme hace una hora ya casi se me ha pasado. Me vienen recuerdos de ayer, cuando acudí a una cena de antiguos alumnos de la facultad de derecho. Mucho regocijo por las brillantes carreras de mis compañeros, mucho vino y champán, ríos de alcohol de todos los cromatismos y graduaciones. Llegué tarde a casa haciendo eses como un profesional del eslalon. Las luces estaban apagadas y no encendí ninguna para no despertar a mi esposa. Me tropecé pasando por el salón y me caí tontamente. No sé si el colchón etílico anestesió el golpe, pero no me hice daño. A la inversa: tuve la sensación de hundirme en una cama mullida. Me acurruqué sobre la alfombra y debí de dormirme al momento.
Me imagino la cara de mi mujer por la mañana al encontrarme tirado en medio del salón como un trasto viejo: una sonrisa torcida y satisfecha, de villana, y, al mismo tiempo, un mar de pena en los ojos. En su lógica universal, sólo cabía una solución posible a ese desaguisado. Era la consecuencia natural a quince años de enderezarme sin resultado.
Así he terminado en este trastero, o eso supongo. He estado buscando una salida, pero, salvo el tragaluz, que está demasiado alto para alcanzarlo, no he logrado encontrar ni trampillas, ni puertas escondidas. Por suerte, hace unos años me olvidé una bolsa de la compra con conservas de alubias y albóndigas en la entrada de la casa; un amigo del trabajo me llamó al móvil justo cuando llegaba, la dejé ahí y la conversación se alargó. Me la he encontrado en las lejas del fondo de este recinto, así que podré aguantar un tiempo. Aprovecharé para recordar los últimos quince años de convivencia a través de todos estos viejos conocidos. He visto una camiseta de The Cranberries, un vestigio de mi adolescencia en el que ya no entro. Está toda llena de telarañas. Quizás me lleve alguna otra sorpresa. Tan sólo espero que mi esposa se acuerde de mí y vuelva pronto a recuperarme. O por lo menos que venga a depositar en esta buhardilla algún objeto descolocado y se apiade de mí. Entonces dirá con la ceja levantada como una maestra guasona: «¡Anda! ¿Qué haces aquí? Creí que eras un saco muerto cuando te vi en el suelo y te metí aquí para que no estorbaras.» Después del escarmiento, me quitará de la categoría de los elementos intrusos en su cosmos hiperestructurado; me volverá a acoger como componente ineludible y hasta estimulante, ya que un mundo sin un poco de caos no es más que una estrella muerta.
Tan sólo temo una cosa. Ahora que no estoy yo en casa para sembrar un modesto desorden, ¿y si no queda nada fuera de su lugar, ninguna pieza discordante que saque a mi esposa de su monótona armonía, de su tranquilidad uniforme y oleaginosa? Temo que, viviendo sola, ya nunca más encuentre un trasto que traer a este lugar. Voy a tener que racionarme las alubias.