Penélope_Patricia Palomar Galdón, Barcelona.
_Premio Energheia Espana 2014.
El reloj que corona la fachada marca siempre las tres y cinco, se detuvo hace mucho y ya no es él, sino el paso de los trenes quienes anuncian el transcurso del tiempo.
Al principio eran dos, ahora solo queda él. Aparece por la esquina su figura encorvada bajo la luz brillante del mediodía, inspecciona las vías con los brazos cruzados por la espalda, y se sienta en uno de los bancos de la estación. El viento es caliente y las chicharras gritan como condenados quemándose en el infierno. Pero el fuego está más allá de las vías en los matorrales secos que anuncian el campo. Él se encuentra resguardado por la sombra del porche como simple espectador de la tortura ajena. Cuando llegó, en la década de los cincuenta, en el horizonte sólo se divisaban los trigales amarillos y las urracas negras que los sobrevolaban. Ahora el campo está sembrado por enormes molinos blancos que crecen fuertes como gigantes, sus aspas de cuchillo parten el aire deslumbrando en la lejanía.
De las brumas plateadas, al lado izquierdo de la vía, surge un punto negro que crece a medida que se acerca, pasa y se escurre rápido como una anguila de metal. Un tren de larga distancia. Son las tres en punto. A las tres y media llegará a la ciudad, y los pasajeros saltarán arrastrando la maleta. Como hizo él un día hace tanto que apenas oye el silbido agudo anunciando las salidas y llegadas, los pasos huecos camuflados bajo las voces de los viajeros, los tacones nuevos de Dolores siguiéndole por detrás. Pasaron la noche en un hostal, embutidos en una cama de noventa, pero al joven matrimonio no le importó. Los ojos de ella brillaban en la oscuridad porque al día siguiente probarían juntos las torrijas de vino de su madre. Por la mañana cogerían otro tren que les dejaría en el pueblo de Dolores. Le gustaría la calma del campo y la habitación que les habían preparado con colcha de ganchillo a juego con las cortinas. La había tejido su madre durante los dos años que ella había vivido en Valencia. Era su modo de profetizar su llegada, ya que como ella siempre le había dicho: “Esta colcha te estará esperando para cuando por fin vuelvas, hija”. Y, tal como la madre había anunciado, pasados dos años de estudiar costura regresaba con un marido que pronto trabajaría de revisor en la estación. Se instalaron en la casa de los suegros que con el tiempo pasó a ser suya, de su mujer y de la hija, Penélope. Le pusieron este nombre por Dolores, quien aficionada a la lectura de la Odisea, decía que no había nada más bonito que esperar a alguien querido tejiendo y destejiendo. Pronto enseñó también a la niña, que sentada bajo un flexo, consumía las noches tejiendo cabizbaja. A veces él se asomaba por la puerta pasada la media noche y allí estaba Penélope apoyando la cabeza sobre una mano, mirando fijamente la pieza recién terminada sobre sus rodillas. Y los hilos siempre extendidos sobre la mesa, cayendo al suelo, enredándose entre las patas de la silla. Así pasaban la noche, en espera de que a la tarde siguiente la niña los devolviera a la vida con ese movimiento constante. Acción que para el padre era como ver desplegada la interioridad de la hija. Porque nunca hablaban excepto cuando ella tejía y él se sentaba en el salón a observarla. Entonces esa ida y venida de sus dedos creando puntos de unión entre los hilos le hacía encontrar claridad en sus argumentos, hacía que todo marchase a buen ritmo, según el tiempo natural de la vida. En esos momentos de conversación y costura todo estaba en el lugar que le correspondía, aunque ese lugar fuera una caótica maraña de hilos que se enroscaba sobre la mesa.
Años más tarde, recién cumplidos los quince de Penélope, el revisor la vio tejiendo, enérgica, poseída por un ansia extraña. En seguida comprendió de qué se trataba. Sus dedos finos se movían veloces como si fueran una extensión de las mismas agujas y la inclinación de su torso hacia delante le hicieron pensar en aquellos trenes que cruzaban veloces, apremiados por el tiempo, hastiados de no ver fluir lo suficientemente rápido el mar de trigales amarillos. A la mañana siguiente cuando se levantó para trabajar buscó la colcha en que había estado trabajando la hija y comprobó sorprendido que la había deshecho.
La semana anterior el revisor había trabajado haciendo horas extra en la estación para cubrir a un compañero que tenía la gripe. Empezó la semana trabajando una media de diecisiete horas, se marchaba a las seis y regresaba a casa pasada la media noche. La hija y su mujer dormían cuando se iba y dormían cuando volvía, de manera que apenas las vio durante esos días. Así transcurrió la semana, excepto el domingo debido a que los horarios cambiaban y el último tren pasaba a las diez de la noche. Entró por la puerta sobre las diez y media, las imaginó acomodándose en la cama, soñolientas y en espera de sumergirse en el primer sueño. Al entrar en el salón todo estaba extrañamente ordenado. Bajo la luz familiar de la lámpara central no entendió la razón, pero cuando encendió el pequeño flexo de la mesa de costura comprobó que los hilos y las agujas estaban guardados. Como llevado por un acto reflejo de esos que nos hacen apartar la mano de la llama abrió de par en par la puerta de la habitación. A oscuras no podía ver nada, pero sintió de nuevo ese orden inusitado, el orden de unas sábanas estiradas y sin deshacer. Sin despertar a su mujer, se quedó a esperarla con la luz apagada, sentado sobre la cama y pendiente de la ventana entreabierta. A las once y media la vio aparecer en la calle bajo la luz de las farolas y no estaba sola. Su desenvoltura para besarle y la osadía de sus risas le hicieron apretar los labios. Sólo tenía quince años. Cuando entró por la ventana la cogió por una oreja y la arrastró hasta el salón. Los gritos despertaron a la madre que salió en camisón. De ninguna manera, de ninguna manera iba a marcharse a Madrid con ese golfo, antes dejaría para siempre de ser su hija. Como buena muchacha no volvería a escaparse. Y la madre sollozaba una y otra vez: “siempre serás nuestra niña, siempre serás nuestra niña”.
De pequeña Penélope quería estar en la calle a todas horas, corría de arriba abajo, y se peleaba con los chicos para que le dejasen jugar a la pelota. No había manera de vestirla de blanco, aparecía llena de barro y a lado de las otras niñitas de su calle, que jugaban disciplinadas a las palmas, parecía un niño. Por eso la madre le regaló las primeras agujas de punto de ganchillo: “Son para ti, ahora aprenderás lo que hace mamá”. Sus deditos torpes empezaron a imitar los hábiles de la madre siguiendo cada uno de los movimientos que ésta le enseñaba. Pronto no necesitó de su ayuda y la curiosidad por este mundo se fue despertando lentamente como de un letargo, abriéndose paso a través de una infinita variedad de flores con sus agujas. Sus puntos firmes y bien hechos llenaban de orgullo a Dolores, que a modo de recompensa, a veces la llevaba a la estación donde trabajaba papá. Era irremediable que escapase de su mano y se lanzase a los brazos del revisor quien le dejaba entrar en las oficinas, y le enseñaba los trenes por dentro cuando se presentaba la ocasión. La niña resplandecía viendo pasar los trenes y saludaba a los viajeros que entre sonrisas le devolvía el saludo desde las ventanillas. “¿A dónde van? ¿A dónde van, papá?”, preguntaba una y otra vez. Luego, en el descanso de la tarde mientras tejía junto a su madre, no podía evitar recordarle cada una de las cosas que había visto en la estación. “Pero ahora estamos cosiendo, Penélope, céntrate en la labor o te quedarán los puntos flojos. Si lo haces bien, te llevo la semana que viene”, le decía la madre. Y la niña resplandecía de nuevo bajo el flexo del salón. Por aquel entonces, terminaba cada una de las labores que su madre le proponía, llenando la casa de cortinas nuevas, tapetes para las mesas, cubres para sofás y camas. Hasta que llegó aquella noche de sus quince años en que deshizo la colcha en la que trabajaba. Al principio sus padres no le dieron importancia, pero con el paso de los días descubrieron que este hecho se repetía. Su cuerpo encorvado sobre las agujas fue adquiriendo un aspecto abatido, la cara cada vez más pálida, y el pequeño foco de luz artificial pronto le dio un aspecto fantasmal. Tanto que los padres cruzaban el salón de puntillas pues temían perturbarla y que entonces mostrase aquella mirada opaca que ya no era humana. Seguía tejiendo, incluso con más intensidad que nunca, pero ahora parecía una araña que tejiera guiada por su naturaleza genética. No era ya el placer ni siquiera la aprobación de la madre, era sencillamente su condición biológica quien la impulsaba a seguir tejiendo. Y cuando terminaba finalmente la pieza en la que había estado trabajando, la destejía automáticamente sin mirar cómo había quedado. Tejía y destejía, sin darle más una importancia a una acción que a la otra. Lo único que interesaba era este doble movimiento absurdo que parecía no llevar a ninguna parte. Hasta que una mañana toda esa frenética necesidad de tejer se detuvo. El revisor lo supo de inmediato en cuanto despertó. Por primera vez en años, el amanecer trajo consigo una ligera brisa que había barrido la atmósfera pesada de la casa. Había calma, una sensación de haber soltado un peso y estar elevándose hacía el techo como un globo. Éso sintió el revisor que se levantó de la cama transportado por las primeras luces del día. Lo mismo sintió cuando desde la puerta de su dormitorio lo vio todo bien recogido, y cuando comprobó al fin la ventana abierta en la habitación de la hija.
Durante los años sucesivos el revisor y su mujer tomaron la costumbre de dar largos paseos. Al principio recorrían todo el pueblo y los domingos se sentaban en un banco de la estación, pero cuando el revisor se jubiló, terminaron por ir casi cada día a la estación después de tomar el café. Su mujer llevaba siempre consigo un ejemplar de la Odisea, lo sacaba y leía al marido en voz alta. Todavía hoy si cierra los ojos, puede recordar las palabras de su mujer y relatarse a sí mismo la historia de Ulises y Penélope.
Cuando Ulises marchó dejando a su primogénito y a su mujer para embarcarse e ir a la guerra, no sabía que tardaría veinte años en volver. Terminada la guerra de Troya y de regreso a Ítaca, no sabía que el grito de súplica que el Cíclope lanzara hacia Poseidón, llenaría su viaje de muerte y tropiezos alargando considerablemente su regreso. Mientras tanto, en su palacio, Penélope le esperaba segura de que seguía vivo y que regresaría a su tierra tal y como el oráculo había predicho. Durante los últimos años de espera, numerosos fueron los pretendientes que la cortejaron. Penélope empezó a tejer un sudario para su marido, al que todos creían muerto y prometió casarse con otro en cuanto lo tuviera terminado. Así que durante años trabajó en ello tejiendo de día y destejiendo de noche, de modo que el sudario nunca estaba acabado. Esperaba con ello ganar tiempo mientras Ulises regresaba a su reino.
El ya jubilado revisor abre los ojos al horizonte sembrado de molinos y piensa en la hija que lleva el nombre de la heroína de la historia: Penélope. Tal vez comparta con ella algo más que eso, la necesidad de tejer y destejer como si con sus dedos pudiese jugar con el tiempo, como si con ellos pudiese deshacer lo que no puede ser deshecho. El revisor después de tantos años ha comprendido. A él también le gustaría poder ser como la Penélope griega. A veces, el revisor imagina que un tren de los que regresan de Madrid aparece a lo lejos, aminora la marcha y se detiene. A veces, en sus invenciones más atrevidas, incluso se apean algunos viajeros, y entre ellos una mujer joven que al bajar cruza accidentalmente la mirada con la suya. Entonces se reconocen.
Un tren aparece de improviso, una mancha en el horizonte que se expande y crece. El revisor no puede evitar apartar la mirada y echar una ojeada a las aspas del molino que de tanto girar parecen estar quietas. Siente entonces el golpetazo de viento. Es el tren que llega, que pasa veloz y desaparece. Son las seis y cuarto: hora de volver a casa.