Prefiero ser amish_Ignacio Ampudia de Haro, Madrid.
Premio Energheia Espana 2011.
Una soleada mañana de mayo me topé con la más absoluta decadencia. La leche entera había desaparecido de la nevera. Pensé que alguno de mis cuatro hijos bastardos la había secuestrado para amargarme el desayuno, el único momento de intimidad y sosiego que puedo disfrutar en mi casa, ese dulce y entrañable hogar de esquizofrénicos. En lugar del habitual brik, había uno de la misma marca pero de color rosa. Ningún producto contenido en un envase rosa puede estar bueno excepto la Pantera Rosa. Sí, ese bollo sí que está jodidamente delicioso, bañado en esa crema rosa inflamada por todos los tipos de grasas saturadas que la Naturaleza ha permitido producir al ser humano, con ese bizcocho relleno a su vez de otra crema blanca, con su envoltorio frágil que pide a gritos ser abierto para hacer paladear al consumidor el pecado de unas arterias perfectamente saturadas… pero no, tampoco había Pantera Rosa, ni conchas Codan, ni repostería Martínez, ni ningún sabroso artículo de desayuno. Todo había sido cruelmente sustituido por un paquete de cartón duro, amarillo y mudo, sin dibujos ni letras. Lo abrí con la misma curiosidad que invade a la cría del chimpancé cuando observa a su madre hurgar con una ramita en un hormiguero. La caja me parecía exótica pero cuando vi lo que contenía, miré a mi alrededor profundamente sorprendido. Por un momento pensé que estaba en otra casa, que me había teletransportado durante el sueño a la cocina de un cincuentón con mala conciencia fruto de un principio de obesidad incontrolable. En la caja había cereales, pasas y algo parecido al alpiste, como si viviera en una granja de Wisconsin y tuviera gallinas y un pequeño tractor rojo. De repente éramos amish y yo no me había enterado.
Sin salir de mi asombro y presa de un principio de cabreo agudo, mi mujer irrumpió en la cocina ataviada con una bata mínima que dejaba poco a la imaginación. Mi mujer no era precisamente Mónica Bellucci. De hecho, si alguna vez coincidieran en el mismo gimnasio, lo más normal sería pensar que en realidad pertenecen a especies diferentes. Mientras yo trataba de gestionar emocionalmente aquel desayuno fraudulento, ella y sus muslos me observaron con cierta intriga:
- ¿No desayunas? – me preguntó con aire divertido.
- No hay nada- respondí tratando de evidenciar mi enfado.
- ¿No hay nada?. Tienes cereales y leche.
- ¿Leche?.
- Sí, el brik rosa es leche.
- Ni siquiera lo he abierto. Pensaba que era una de esas guarrerías que comes tú… los hongos esos que cagan en su propia casa…
- El kéfir no es ninguna guarrería. Para tu información, querido esposo obeso, regenera la flora intestinal, ayuda al tránsito y fomenta la longevidad.
- ¿Fomenta?, ¿qué es, un político?. Eso es un invento de rumanos y todos sabemos que los rumanos no tienen nada para comer.
- Habría que ver tu flora, debe ser como la de un cerdo…
- No tengo ningún interés en ver mi flora… y podrías haberte ahorrado lo del tránsito…
- Deponer es lo más natural del mundo y beneficioso. Creo que por eso estás siempre de mal humor. ¿Sabes?, los hindúes son el pueblo que menos caga del planeta, por eso están enfadados.
- ¿También controlas lo que cago?, ¿y lo que cagan los hindúes?.
- Por supuesto. Una madre lo sabe todo sobre su familia.
- ¿Tenemos hijos hindúes?.
- Maurice ya lo toma y está mucho mejor.
- Maurice es un niño saludable…
- … que pesa el doble de lo que pesa cualquier niño de su edad.
- Eres una especie de talibán alimentaria. Empezaste por echarme de casa para fumar y ahora secuestras mi comida.
- En esta casa las cosas van a cambiar. A partir de hoy sólo comeremos lo que aconseje mi personal trainer. ¿Sabes cuál es su lema?, ¿no?. ¡Caña a la grasa!. Es muy listo.
- ¿Trainer?, ¿tienes un entrenador?. Y di entrenador, joder, que para eso tenemos una palabra que…
- Sí, querido, un trainer desde ayer por la tarde, un chico simpatiquísimo, amable, servicial y fuerte, muy fuerte.
- ¿De dónde lo has sacado?.
- Es un nuevo servicio que ofrece el gimnasio.
- Le deben gustar los retos.
- No me afecta lo que me digas. Estamos trabajando la autoestima. Dice que uno sólo puede quererse si ama su cuerpo.
- Yo amo el mío…
- Me da igual lo que pienses. ¡Ah!, recuerda que cuando salgas del trabajo tienes que venir al gimnasio.
- ¿Recuerda?. Recuerdo que esta es la primera vez que me lo dices.
- Nos he apuntado a una clase de dj gym.
- ¿Dj gym?. No sé lo que es y lo que es peor, no sé quién eres. No voy.
- Cariño, no es negociable – dijo con gesto maternal mientras me rodeaba con sus brazos – no quiero que el colesterol me deje viuda a los cincuenta. Tienes que empezar a cuidarte, ya no tienes veinte años- me besó en mi principio de calvicie y salió de la cocina con paso firme y relajado, satisfecha porque al fin había encontrado una dirección en su vida.
Para evitar nuevas escenas de saludable y vegetal cariño matutino y posibles represalias en forma de tofu o cualquier otro engendro endemoniado, fui a la jodida clase de dj gym pasando por encima de todos mis principios, pisoteando mi moral que quedó seriamente dañada cuando descubrí que encajaba a la perfección con todos los papanatas y mequetrefes que esperaban en la recepción del gimnasio: traje, corbata, gomina y casco de moto. No podía soportar aquella estampa. Un ataque de pánico me empujó escalera abajo, hacia los vestuarios donde me asaltó mi queridísima esposa.
- Mira lo que te he comprado.
Abrí la bolsa de El Corte Inglés para acceder al Apocalipsis. En su interior descansaban triunfantes unos pantalones que no eran cortos sino mínimos, una camiseta sin mangas de esas que llevan orgullosos los adolescentes con granos y pendientes en los labios, calcetines blancos, una muñequera, unas zapatillas llenas de colorines y una cinta de toalla roja para absorber el sudor de la frente.
Cuando seis minutos después me miré en el espejo del vestuario vestido como un hortera de tele-tienda comprendí que ya no me poseía. Igual que mi mujer, yo había mutado en un ser sin voluntad ni criterio, sin sentido del ridículo ni de la estética. Ahora no era más un ser amorfo, seriamente devaluado, con las facultades dañadas por el exceso de grasa de pollo, carne roja y el sonido de un bombo atronador que amenazaba desde la sala en la que debía quemar mis calorías y mi bienestar en una suerte de sacrificio pagano. Todos los feligreses dispuestos en seis filas de a diez, los sesenta soldados del equilibrio dietético vestidos como auténticos estúpidos, reproducíamos los pasos que el entrenador hacía en el estrado al ritmo de la música de un dj. Los movimientos se podían seguir en una pantalla gigante suspendida sobre la cabeza del que ponía los discos de la peor música de la historia, un chico con gafas de sol y pendientes en la boca que tenía aspecto de drogadicto. Seguramente él no se cuidase en absoluto. Y allí, bailando Daddy Yankee como un verdadero gilipollas, me convertí a la secta del siglo XXI, la que come humus con Coca-Cola light y después bebe té de hojas que previamente han sido masticadas por monjes tibetanos. Me entregue en cuerpo y alma a la secta de los imbéciles del feng-shui que veranean en Levante por las puestas de sol mágicas y hacen su propio pan negro lleno de semillas. ¿Que por qué lo hice?. Lo hice por una cuestión económica, economía sentimental me refiero, salud mental o modernidad, quién sabe, por la confluencia de todas esas razones o por ninguna en particular. Lo hice para no tener que aguantar a mi esposa, para no tener que elegir entre su felicidad y la mía y mandar todo al carajo. En definitiva y después de echar cuentas me sale rentable hacer el imbécil un par de horas a la semana y comer como si fuese una vaca a cambio de un poco de tranquilidad y libertad. Desde que soy así tengo más amigos y más temas de conversación y sí, es cierto, los odio profundamente, pero no puedo evitar sentir un obsceno cosquilleo en mi espalda cada vez que experimento la satisfacción de pertenecer por derecho propio a lo más granado y selecto de la posmodernidad aunque ya que nos ponemos en plan extrem-diet, extrem-lightlife, ovolactovegetarianos e incluso coprófagos, la verdad es que prefiero ser amish. Esos tíos sí que van en serio.