Renacimiento en Matera, Ángel M.Sancho
Le debo mucho a la ciudad de Matera, sobre todo este año que las
noticias malas nos asedian desde todas las esquinas. 2020 es un
año al que cuesta verle el lado positivo, esa luz que existe más
allá de su larga sombra y, sin embargo, gracias a esta ciudad y a su gente
he vivido la que, con diferencia, es la mejor experiencia que he tenido en
lo que llevo de vida. La primera vez que oí hablar del premio Energheia
fue de pasada, casi como si se tratase de una simple anécdota: una tarde
mi profesor en la Escuela de Escritores nos propuso el participar en el
certamen. Habló de él como una experiencia divertida, como si fuese algo
tangible que pudieses moldear en tus manos, sin embargo para mí la idea
de participar en un certamen internacional era tan inalcanzable como lo
es intentar tocar el sol con la yema de los dedos. Sentí que participar en
ese concurso con mis habilidades como escritor era un auténtico suicidio,
igual que pretender volar con alas de cera en pleno mes de agosto, se
desharían antes si quiera de que pudiera levantar los pies del suelo. Pero,
a pesar de todo y como bien dijo mi profesor, si había algo de lo que
disponía era tiempo.
Del mismo modo que Rocky se desvivió día tras día entrenando
para su combate contra Apolo Creed, yo dediqué todo mi tiempo libre en
escribir la mejor historia que mi yo escritor pudiera concebir. Día tras día,
escribía daba igual lo cansado, frustrado o insatisfecho que me sintiese, lo
único que importaba era seguir avanzando, escribir un renglón más, un
párrafo más, una página más. Una vez estuvo escrito el relato, no me
permití el lujo de descansar, había que pulirlo, debía eliminar todas esas
imperfecciones que empañaban su luz y le impedían brillar. Fue durante
esos días, cuando me di cuenta de que no estaba compitiendo contra
escritores de otras regiones o países, no, en realidad era una lucha mucho
más íntima: estaba luchando contra mi yo negativo, esa voz que todos
tenemos muy adentro, en un lugar mucho más profundo que donde se
encuentran los huesos o las entrañas y que se alimenta del miedo y las
dudas, deseaba demostrarle que podía dar la talla. Cuando acabé el
proceso de reescritura envié el relato lleno de incertidumbre, pero al
menos con el consuelo de haber dado lo mejor de mí.
Al cabo de unos meses, después de que la pandemia arrasara con
medio mundo, recibí un e-mail que hizo estremecerme: mi profesor me
comunicaba la noticia de que mi relato había sido seleccionado como
finalista, a falta del veredicto del jurado italiano. Recuerdo ese momento
como uno de los más extraños de mi vida: el hormigueo recorriendo cada
poro de la piel, el temor infantil de que todo fuese producto de un sueño a
punto de caducar, el temblor en las palabras al darle la noticia a mi
madre, a mi familia… Ese momento fue algo irrepetible, no solo por lo que
representaba el premio en sí, sino también porque significaba que ese
pedacito de alma que había insuflado en esas siete páginas que envié
había obtenido recompensa. Días después, me proclamaron ganador y
entonces sentí lo mismo que Rocky debió haber sentido al subir en carrera
y sin detenerse todos los peldaños de la escalera del Museo de Bellas Artes
de Filadelfia, sentí lo mismo que él sintió al estirar los brazos hacia el cielo
con toda la ciudad bajo sus pies.
El viaje se concentró en un solo fin de semana, tres días que dejaron
huella en mí. Sentir el tacto suave de una ciudad a la que ni si quiera el
paso del tiempo o la mano del hombre ha logrado arrebatarle un ápice de
belleza. Deambular entre sus calles y edificios construidos en roca y
moldeados por la lengua del mar: mi habitación allí era una cueva, una
caverna acogedora de la que sus paredes eran testigo de la historia del
lugar. En la superficie de su piel había fósiles, restos de conchas y algas
marinas, una visión que conectaba el presente con el pasado más remoto.
Matera es una ciudad que respira luz, está viva, pude notar el pulso de su
corazón vibrando bajo mis pies, oculto en alguna caverna en las
profundidades de la tierra. Sin embargo, el regalo más preciado con el que
me obsequió la ciudad y su gente, no fue algo físico, no fue nada tangible,
sino etéreo, sin cuerpo, una emoción: el sabor del triunfo al haber logrado
parte de un sueño, el comprobar que hay algo valioso dentro de mí, algo
que merece la pena explotar. El renacimiento que da significado a todo el
camino que llevo andado y el que aún me queda por recorrer. El pasado
que se deshace a mi espalda y el futuro que aún no ha cobrado forma ante
mis ojos. No sé a dónde me llevará este sendero, pero sí sé que parte del
fuego que lo ilumina ha nacido en las entrañas de Matera, esa ciudad que
siento vive apartada del tiempo. Gracias, gracias de todo corazón y espero
que en un futuro nuestros caminos se vuelvan a juntar.