Sopa de ida a ningun lugar_Alejandro Morellon Mariano, Madrid
_Premio Energheia Espana 2013
Cualquiera diría que una madre se quiere, cualquiera que no fuese él.
El Café Tarandine es un local apenas sin ventanas que huele a mezcla de comida grasienta, café y lavavajillas. A veces, pasada la medianoche, huele también a tabaco y a alcohol, aunque eso Andrej no lo sabe de primera mano, sino que se lo ha escuchado a uno de los del bar. Tampoco sabe porqué le llaman bar si aquello es un café, como dice el cartel, y con letras bien uniformes. Realmente, y esto Andrej sí que lo intuye, resulta estar más en lo cierto el tipo que el propio cartel. Lo mismo queda mejor, más elegante, Café Tarandine que Bar Tarandine, o puede que anteriormente fuese un café y no se hayan molestado en cambiar el rótulo. La cuestión es que cuando no hay qué comer en casa, ellos van siempre al Tarandine, café o bar. Ellos eran él, su madre, y Svenzo. Svenzo es un hombre que está en casa para el desayuno y para la cena, que a veces duerme en casa, y se ducha y se afeita en casa, pero que no vive en casa.
Svenzo, o Cabeza de pera, como le gustaba llamarlo para sus adentros, ha pedido sus habituales filetes de ternera y una jarra grande de cerveza que, más tarde, y según ha atestiguado muchas veces el niño, pasarán a ser dos, o tres acaso. Su madre le pide al camarero que los macarrones con tomate y chorizo, vengan con mucho tomate y mucho chorizo, mientras se afana en desmigajar el pan y comérselo, así sin más, dejando sobre su parcela de la mesa una legión; un ejército de migas en espera.
—¿El niño que va a querer? —dice el camarero a su madre pero sin mirarla.
—¿Qué vas a comer, Andrej? —pregunta ella con un bolo de pan asomándole por la abertura de la boca.
—Sopa.
—¿Sólo sopa?
—Sí.
—Pide algo más, hoy paga Svenzo, ¿me oyes? —Ella siempre usaba esa coletilla «¿me oyes?» con una voz imperativa, como dictaminando la orden de escucharla con el máximo cuidado. No era algo exclusivamente interrogativo sino que añadía una carga de amenaza.
—Quiero sopa —dice Andrej agachando la cabeza, con los ojos puestos en el derramamiento de migas; ahora no mira a otra cosa, no se atreve, que al conjunto de partículas de pan que se multiplican y que van a establecerse ya en el plato vacío, encima de los cubiertos, algunas incluso dentro del vaso de vino, flotando a la deriva, y otras adheridas al jersey por debajo de la barbilla de ella, como alpinistas consagrados a la ascensión de su madre.
—Pues ala, ya verás tú el hambre que pasas —y ella se ríe mirando a Cabeza de pera, buscando otra risotada cómplice que éste le devuelve. El camarero toma nota y desaparece tras una cortina hecha de chapas de cerveza que va a dar a la cocina. Andrej se había dado cuenta de esto un día, meses atrás; había observado con desagrado las docenas de chapas que colgaban, la mayoría oxidadas, dobladas por la mitad y mordiendo las cuerdas, que además producían un ruido de metal hueco al moverse. Siempre que lo escuchaba, Andrej se mordía los dientes con agitación. También esta vez junta los dientes y encoge el cuello.
—Svenzo, cariño, cariño —la voz de su madre le produce casi el mismo repelús que la cortina de chapas—, no tienes que olvidarte de comprar el coche al tipo ese del desguace. Piensa que necesitamos un coche, el niño y yo. Imagina que se pone malo, o que le vuelve el asma. Una tiene que estar siempre por su hijo, ¿me oyes? ¿A que sí?
Y esto último se lo dice a Andrej directamente, alargándole la mano y pellizcándole el lóbulo de la oreja.
Svenzo mueve la cabeza y sonríe.
—Sí, la semana que viene iré a verle.
No sabe por qué ella quiere un coche si no sabe conducir, a lo mejor es por el sólo hecho de tener algo en propiedad. Por otra parte, él no tiene asma desde los cinco años y ahora ha cumplido nueve hace seis días. Aunque no dice nada.
Fuera hace un día de lluvia pero sin lluvia, el cielo amenaza con romper de un momento a otro. Hay una cristalera desde la que el niño mira pasar a la gente de la calle. Como hace frío, y además viento, la mayoría de los que caminan lo hacen encogidos, con la mitad de la cabeza metida en el cuello del abrigo y las manos en los bolsillos. Alguna señora pasea con una mano en el gorro para que no se vuele y Andrej tiene el pensamiento de que, si al mismo tiempo todas las señoras de la ciudad quitasen la mano de los gorros, estos saldrían escopetados y formarían bandadas en las alturas.
Pasa un rato hasta que se vuelve a escuchar el repiqueteo de las chapas y el camarero llega con la comida. La madre pide más pan mientras se sacude por fin las migas del pecho; al menos una ha llegado casi a encumbrarla, una separada del resto que descansa sobre el mentón y que no se sabe lo que va a durar. ¿Cuánto más se mantendrá? Andrej la mira con interés, esperando a verla caer de la cara, intrigado por la duración y el aguante de la mencionada miga, como cuando a veces se sentaba frente al grifo hasta que asomara una gota, por el simple gozo de asistir al desprendimiento.
—Oye, ¿quieres dejar de mirarme y comerte la sopa de una vez? —Escucha a su madre, pero aún así no puede dejar de fijarse en el mentón agitándose al hablar, y en la miga sujeta, vacilando. Pero no se cae.
—Es un ganso, igual que un ganso que sólo mira y respira y no se sabe ni dónde mira ni cómo respira, ¿tú te crees? —oye que le dice su madre a Svenzo como si él no estuviera.
—Mujer, a esta edad todos los niños están tontos, te lo digo yo que tengo varios —responde Cabeza de pera.
—No, si ya lo sé que tienes varios, golfoputas. —Su madre a veces hace eso; inventarse palabras, como si el léxico vigente no fuese suficiente para ella—. Y tú a comer, ganso.
Entonces ensarta unos cuantos macarrones en el tenedor para llevárselos a la boca, y vuelve a decirla, esa palabra, ganso, con los carrillos hinchados y en voz baja. Él duda de si lo hace para demostrarse a sí misma que lo ha dicho, y que no le afecta, o si tiene el claro propósito de que él la escuche.
Andrej ahoga la cuchara en el caldo, removiéndolo perezosamente y haciendo flotar y reflotar una pareja de garbanzos. Una cortina de vaho le sube a la cara empañándole las gafas, y entonces, a la que va a limpiárselas, la cuchara se le escurre yendo a parar dentro del plato, no al fondo, sino más allá. Andrej no da crédito.
Podría no haber visto bien con los cristales húmedos. Acerca la cara pero no distingue nada más que el par de garbanzos y unos cuantos fideos flotando en el caldo. Juraría haberlo visto así; la cuchara hundiéndose dentro del plato, desapareciendo. Vuelve a ponerse las gafas, ahora limpias, y busca sobre el mantel, bajo la servilleta, detrás del plato. Se echa para atrás y se mira alrededor de los pies y debajo de la silla; podría haberse caído al suelo pero entonces se habría escuchado el ruido de hierro al caer.
Su madre y Svenzo parecen no haberse dado cuenta. Él los mira comer. Ve a Cabeza de pera desgarrar un trozo de carne con el cuchillo y embadurnarlo en salsa antes de tragárselo. La cara se le contrae al masticar, moviendo exageradamente la mandíbula, como si solamente mordiese por un lado. A veces, alguno de los dos deja escapar alguna que otra palabra sin interés, pero no le miran.
Vuelve a fijarse en el plato. Juraría haberlo visto así; la cuchara hundiéndose dentro, desapareciendo. Lentamente y sin hacer ruido se arremanga la mano derecha por debajo de la mesa. Sabe que su madre le dará un cachete si lo sorprende, pero no se le ocurre nada más. Primero sumerge un dedo para no quemarse, pero el caldo está templado; luego va metiendo el resto de la mano, cada vez más hondo a medida que no toca la base. Siente, eso sí, como le hormiguean los fideos entre los dedos. Toca un garbanzo y lo aparta a un lado. Hunde el brazo un poco más e inclina la cabeza para ganar perspectiva, mientras con la otra mano retira el mantel para ver el grosor de la mesa. No hay duda: llegado a ese punto tendría que haber tocado el plato, la mesa, cualquier cosa.
Ahora la madre le está contando a Cabeza de pera cuando se acostó con un policía que quería detenerla. Andrej ha oído la historia muchas veces y todas distintas, por lo que presupone que es mentira o algo peor, una verdad a medias. En otras versiones no era un policía sino un guardia de seguridad, o un señor cualquiera de la calle que la amonestaba; en otras era por robar en un supermercado, por mear en público, o por que la confundían con otra. Y el diálogo era siempre vulgar y poco creíble, algo así como: ‘¿por qué tiene que detenerme?’ ‘porque es mi deber como policía’ ‘pero también tienes que cumplir como hombre, ¿no?, ¿o sólo tienes la porra reglamentaria?’. Y luego se iban a un descampado, o al coche patrulla, o la casa de ella, depende del día. A veces incluso hacía partícipe a Andrej de la historia. ‘Cuando se fue de casa, después de haberme trajinado toda la noche, estaba tan contento que le regaló las esposas al pequeño Andrej, ¿verdad, hijo? Él no mentía ni desmentía.
Con el brazo metido hasta un poco por debajo del codo, aún se pregunta qué versión contará hoy. Remueve la mano en todas las direcciones pero no alcanza nada que haga suponer que hay algo más que un infinito mar de sopa ahí dentro. Con disimulo se levanta de la silla para que el brazo le alcance, ahora llega hasta donde no puede arremangarse más, así que se moja la manga y se hunde hasta que la altura se lo permite. Sólo caldo. Si quiere llegar al fondo tiene que intentar subirse despacio a la silla. Su madre y Svenzo están absortos en la historia de ella, hoy toca la de cuando se lleva al agente a casa, así que no pasará sin contar lo de las esposas de Andrej. Sólo espera haber acabado con la cuchara cuando lo pregunte eso de «¿verdad, hijo?». Entonces apoya una rodilla haciendo equilibrio y consigue adentrarse hasta el hombro, un poco más hasta que se pone de pie.
Y mira a su madre. Tiene la boca llena de macarrones con tomate, una masa de larvas agonizantes y sangrientas que se debaten por salir y que asoman cuando habla. Svenzo se ríe llevándose la jarra a la boca y limpiándose la espuma de los labios con el dorso de la mano. Andrej sabe que va a llegar ahora, lo de ‘¿verdad, hijo?’, y que entonces su madre se girará hacia él y lo sorprenderá de esa forma, con el brazo entero en la sopa. Y ya se imagina la de bofetadas que va a suponer eso.
Se oye el chasquido metálico de la cortina de chapas y Andrej se asusta, pierde el equilibrio y va a parar dentro del plato, pero no al fondo, sino más allá. Poco después de la zambullida, sin atreverse aún a abrir los ojos, oye sus propias extremidades luchar contra el caldo y una voz de caja metálica, de gozne de puerta, que se escucha más allá, ahí arriba. La voz distorsionada de su madre: «¿verdad, hijo?».