Un arco de medio punto, Soledad Sanchez_Las Palmas de Gran Canaria
Finalista Premio Energheia España 2024
Hay cosas que parecen reales, como el tiempo libre, el saldo en la cuenta bancaria o el trabajo que te gusta. Luego está lo otro, lo real de verdad, que es la alarma a las 6:30, el lorazepam antes de dormir y el café soluble por la mañana. También es real el viernes por la noche, el sofá abierto, los ronquidos de Polilla y el final de Juego de Tronos. El vacío silencio antes de empezar otra serie nueva. Que sea lunes es real. Y que después del lunes venga el martes y que en algún momento pase a miércoles y que mientras llamas al ascensor te digan inexorablemente eso de «ya juernes, ¿eh?».
Más palpable que el sofá, Polilla o el final de Juego de Tronos, solo son los cancanitos. Vivir es como despertar sobresaltado por un ruido y descubrir que es tu viejo gato romano el que está roncando a tu lado en la cama. Vivir aún más es como despertar de nuevo y darte cuenta de que en realidad ronca tu gato pero no en la cama, sino encima de ti en el sofá. Vivir más, si cabe, es sorprenderte al despertar cuando ya creías estarlo, pero esta vez sin Polilla roncando y con el sonido de los cancanitos trapicheando cerca. A veces me pellizco. Dicen que si duele es que estás despierto. Lo he probado y a mí me sigue doliendo en todos los sueños en los que me despierto. Nada es tan real como parece. Hasta que llegan ellos, claro.
Desconozco qué día emprendieron la mudanza y por qué decidieron que mi piso destartalado y lleno de humedades era el lugar idóneo para instalar su nuevo hogar. En principio fue Polilla el que pasó de dormir conmigo a quedarse la noche maullando al aparador junto a la ventana. Pensé que alguna gata en celo estaría avivando su antiguo espíritu conquistador, y me limitaba a cerrarla y conducirlo de nuevo conmigo a la cama. Siempre he sido una persona despistada, pero pronto empecé a sospechar que alguien más dormía, comía y respiraba en mi salón. También Polilla pareció darse cuenta. Escuchaba pasos arrastrándose en la madrugada, golpes de muebles que chocaban entre sí, puertas que creía haber cerrado, alguna luz encendida que había dejado apagada, y en el suelo restos de la cena de la noche anterior. Yo me limitaba a observar y a ordenar aquello que se descolocaba en mi ausencia. Ante mi cauta pasividad, sus rastros no tardaron en extenderse por toda la casa. Una madrugada el ovillo de Polilla nos despertó al chocar contra los pies de la cama. Se había deshecho al atravesar el dormitorio. Yo, lejos de amedrentarme, me habitué a ellos como a cualquier compañero de piso más. Lo extraordinario se convirtió en lo cotidiano, hasta el punto de que lo insólito era que nada ocurriera durante un día. Si realmente los cancanitos estaban ahí, albergaba la esperanza de que se revelaran ante mí con naturalidad. Como cualquier compañero de piso que da los buenos días mientras desayuna. Les brindé espacio, tiempo e intimidad. No fue el caso de Polilla.
Una madrugada de sábado, yo dormitaba mientras Daenerys Targaryen le daba el golpe de gracia a Juego de Tronos, los dragones sobrevolaban Poniente, el Trono de Hierro ardía en llamas y los Caminantes Blancos estaban más muertos que vivos. En algún momento Polilla pasó de ronronear a roncar y yo probablemente también. En la melodía del capítulo final, me pareció escuchar un ronquido más alto de la cuenta. Abrí un ojo. Acusé a Polilla. Esperaba encontrarlo durmiendo en mi regazo, pero lo descubrí devolviéndome la misma mirada de reproche que yo le dirigía. Él, como yo, también había percibido claramente aquel sonido. Me levanté, agudicé el oído y empecé a dar vueltas sigilosamente en torno a la habitación. Polilla imitaba mis movimientos. Me paré en seco en el aparador junto a la ventana. No recordaba cuándo había sido la última vez que había retirado aquel mueble. Me agaché cuidadosamente y rebusqué entre el bosque de pelusas, polvo y pelo de gato que había debajo. Allí estaba. Una entradita de poco menos de un palmo instalada en la pared. Una puerta con forma de arco de medio punto.
Entré en pánico. Retrocedí. Me senté en el sofá y fingí que no había visto nada. No quería espantarlos. Pensé que nunca más volvería a encontrarme con ellos. Sabía que eran cancanitos porque en mi infancia ya había convivido con ellos en la casa centenaria de la abuela. «Les encanta el olor a rancio», me decía ella, mientras daba escobazos en las paredes para ahuyentarlos y rociaba el suelo con lejía perfumada. A mí, a diferencia de ella, no me preocupaban los deshechos que dejaban por cualquier lugar o tener que compartir el pan con una familia entera. Yo lo que siempre quise fue conocer qué había al otro lado: ¿era su mundo un reflejo en miniatura del mío?, ¿habrían desarrollado ellos también nuevas tecnologías?, ¿irían las crías al colegio?, ¿habría una lucha feminista y un movimiento LGTBIQ+?, ¿los cancanitos serían ateos?, ¿existirían la inmigración ilegal?. Tendía a imaginar a esos seres como amish del siglo XX, yendo a comprar manzanas al mercado de mi frigorífico y cosiendo prendas con jirones de mis ropas y leyendo cuentos en la tierna camita de pelos de Polilla. Pero estos seres tenían que ser inteligentes. No podían haberse quedado en el siglo pasado. ¿No tenían guerras mundiales ni globalización?, ¿quién narices era el presidente o el primer ministro de estos cancanitos?, ¿cuáles sus fronteras?, ¿en qué idioma escribían su Historia, se manifestaban por sus derechos y declaraban sus sentimientos de amor, tristeza y soledad? No era posible construir una puerta en arco de medio punto y esperar que ese fuera el culmen de sus avances como civilización.
Mi vida no volvió a ser la misma. Y la de Polilla tampoco. La que había sido una discreta espera, desde aquel día se convirtió en una irrefrenable necesidad de posesión. Me pasaba las noches acechando el aparador. Quería hallar el modo de presentarme ante ellos y descubrir su mundo tras aquella puerta. Mi intención no era alterarlos. Solo conocer. Cruzar unas palabras. Sé que empezaron a sentirse espiados. Nunca más los escuché roncar. Los pasos y los restos de comida en el suelo eran cada vez menos frecuentes. Empecé a temer por sus vidas, así que decidí fingir que dormía para darles más privacidad a sus salidas nocturnas. También obligué a Polilla a permanecer en el cuarto durante la noche. Pasaba las madrugadas arañando la puerta y maullando ante cualquier movimiento que viniera del exterior. En algún momento dudé de mí, y pensé que tal vez había delirado al achacar los sonidos comunes de un bloque de vecinos a unos seres de la infancia. Cuando amanecía y los sonidos paraban, Polilla y yo caíamos rendidos en un sueño profundo que me impedía escuchar la alarma. Llegué a pensar que ellos, conmovidos por la placidez de mi sueño, la desconectaban para que pudiéramos descansar. Un día me desperté con el golpe del móvil contra el suelo. La puerta seguía cerrada y Polilla me miraba petrificado con la pierna alzada. Me di cuenta de que la alarma sonaba. Quedarse quieto era su comportamiento delator cuando lo pillaba haciendo de las suyas.
Olvidaba hacer la compra y mis faltas continuadas al trabajo habían provocado el tercer aviso del jefe: «a la próxima, a la puta calle, ¿te enteras?». Yo asentía y aparentaba trabajar mientras intentaba mantener la concentración en no derramar el café. Acudí al médico en varias ocasiones para obtener justificantes por enfermedad: fingía tos, fiebre, contracturas o cualquier dolencia que me permitiera quedarme en casa. No dejaba de pensar de qué forma podría observar el otro lado. Una vez incluso traté de introducir a Polilla por el hueco con un móvil atado a la espalda. El pobre, que solo consiguió meter el hocico, se asustó tanto que no se acercó a mí en una semana. Solo ahora, cuando echo la vista atrás, me doy cuenta de que él quizás también padeció algo de sueño, hambre y sed.
Fue al poco tiempo, en una de las pocas veces que fui a trabajar esos días, cuando ya en el bus de regreso a casa, una conversación entre dos adolescentes me dio la clave. Dos cabezas unidas sobre la pantalla de un móvil. Una deslizaba con el dedo y la otra resoplaba: «Para una vez que voy a Roma no salgo bien en ninguna». Fino, flexible y alargado, pensé. «Ya… tenía que haberme llevado el palo», respondía la otra. Colaría un palo de selfie por la puerta de medio punto y grabaría el interior a máxima resolución. Podría ser youtuber y retransmitir en directo la vida de aquellos seres tan poco documentada; dejaría mi absurda rutina laboral para dedicarme a lo que –ya por fin lo sabía– siempre había sido mi propósito de vida: los cancanitos. Quizás en un futuro podría ostentar el privilegio de ser la primera persona en establecer contacto con ellos; aprender su idioma y traducirlo al nuestro. Tal vez podríamos por fin conocer el origen de su civilización, si había diferencias socioculturales, si habían conseguido extenderse por todos los países del mundo y si ahora ellos también se veían afectados por el cambio climático. Era el inicio de una nueva era, una que no solo pareciera real, sino que fuera real de verdad, en sí misma y para todos. Sin posibilidad de despertar porque ya todos estaríamos despiertos para verlo en streaming. Un punto de inflexión. Los cancanitos, el palo de selfie y yo.
Había pensado bajar una parada antes para comprar pienso en la tienda de animales, así que aproveché también para pasar por el bazar de al lado. Cerrado. La idiosincrasia laboral de los bazares es algo que nunca he llegado a comprender. Pensé en comprarle la comida a Polilla y después bajar de nuevo a por el palo, pero de camino a casa me crucé con una tienda de revelado. No recordaba haberla visto antes en mi barrio, y aún menos que hubiera una vitrina exterior con palos de selfie. No le di más vueltas y entré. La dependienta empezó a mostrarme varios de diferentes tamaños. Le pedí uno pequeño y flexible. El más barato. No recuerdo cuánto me gasté. He buscado la factura varias veces; no encuentro el extracto bancario; también ha desaparecido el palo. A veces dudo si realmente llegué a comprarlo. Puede que lo perdiera aquel día, como todo lo demás. Sí recuerdo subir las escaleras de mi edificio tropezando con mis propias piernas. Me sudaban las manos y las llaves se me escurrían al meterlas en la cerradura. Tuve que secarlas en la camiseta varias veces para poder introducirlas bien. En aquel momento no era consciente de hasta qué punto la ansiedad había nublado todo lo que me rodeaba. Llave. Cerradura. Puerta. No había nada que pudiera evitar por fin el tan merecido triunfo. O eso creía yo. Hasta que empujé la puerta y me estampé con el desastre. El aparador caído obstruía la puerta de medio punto. Fibras de tela despedazadas. Pelos. Pintura de pared en el suelo. Restos de madera rasguñada. El silencio. Fuera de mí, arrastré el mueble en busca del otro lado. Quizás aún estuvieran ahí. No recuerdo haber abierto la caja. Instalé el móvil en el palo de selfie casi sin quitarlo de la envoltura Temblaba y el móvil pasó difícilmente por las ruinas de lo que antes fuera una puerta. En ese momento me alivió no tener un móvil de última generación, ya que habría sido imposible meterlo. Lo moví torpemente por aquella estrechez. No parecía chocar con ningún mueblecito. En algún momento me pareció que algo obstaculizaba el movimiento. Unas cuerdas. Tal vez había dado con las guitas de un columpio en miniatura. Nada más se movía. Tampoco ningún pequeño ser. Tras varios minutos, saqué el móvil y observé la grabación. Negro, pared, negro. Lo que podrían haber sido los restos colgantes de un balancín solo eran cables. Nada más en una cavidad oscura.
Un ufano maullido a mis espaldas captó mi atención. Me volví hacia él. Traidor. Polilla en su postura delatora de quietud y mirada profunda. Alzaba la pierna y se acariciaba las pezuñas con el hocico. Como el que se lava las manos de sangre después de un crimen. Se acercaba a mí ronroneando altaneramente en torno a mis piernas. Mi destino desmembrado en las zarpas de mi viejo gato romano. Grité, lloré, me arrodillé sobre mi verdugo. Polilla lamiendo mis lágrimas. Polilla enrollando su rabo en torno a mi cuello. Polilla enarbolando el estandarte de mi derrota. Pellizqué a Polilla, me pellizqué. Cerré los ojos y los abrí. Me pellizqué otra vez. Pero ante los destrozados vestigios de lo que fuera un glorioso minúsculo arco de medio punto, se revelaba una única y genuina realidad, de nuevo a solas Polilla y yo.